VINOS OLÍMPICOS

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Los años olímpicos no solo se consagraban en Grecia a las proezas deportivas, sino que, como todas las grandes celebraciones, daban lugar a representaciones teatrales, a certámenes poéticos, danzas y peregrinaciones, en las que el vino estaba siempre presente

“Los pueblos mediterráneos –escribió Tucídides– comenzaron a salir de la barbarie cuando aprendieron a cultivar el olivo y la viña”. Aquiles llevaba una viña grabada en su escudo; Laertes, el padre de Ulises, se vanagloriaba de poseer 50 hileras de cepas diferentes.

La antigua cultura griega está marcada por el cultivo de la viña. El templo de Hera en Metaponte, estaba sostenido por columnas de viña. Y la escalera que conducía al techo del templo de Diana en Éfeso estaba tallada en madera de viña de Chipre.

El apóstol Pablo predicó durante tres años en este lugar, aunque sus sermones no agradaban a los orfebres que vivían del culto de la diosa. Más tarde, Nerón robó muchos de sus tesoros. Y, finalmente, los emperadores de Bizancio acabaron por convertirlo en una cantera.

Plutarco cuenta que los jóvenes griegos, al llegar a la pubertad, se dirigían al santuario de Agraula y juraban “fidelidad a toda tierra que produce pan, aceite y vino”: un bello concepto de la patria, más universal que el de nuestras fronteras políticas. Porque la viña y el olivo tenían, además, la ventaja de que podían asociarse al cultivo del trigo.

El dios de la fiesta y del teatro

Los cultos ceremoniales de Dionysos eran los más espectaculares de la antigua Grecia. Y no en vano el dios del vino era el heredero de los cultos orientales de la diosa Cibeles. Por eso en su iconografía aparecen siempre las panteras y leones, mientras que sus sacerdotisas (ménades) formaban cofradías femeninas.

Las ménades heredaron muchas tradiciones de los antiguos cultos orientales de la Diosa Madre: las pieles de pantera, los panderos y crótalos, las flautas, los tambores, el pelo recogido sobre la cabeza como las frigias, que solo se soltaban cuando comenzaban a danzar frenéticamente. Hijas de Cibeles, servidoras de Dionysos, siempre acompañaban al dios del vino en su cortejo, como si tuviesen el encargo maternal de protegerlo. Al verlas en éxtasis se diría que son hijas del culto más primitivo de la humanidad y que aprendieron a danzar en torno a la piedra negra de Cibeles, adorando aquel betilo o falo de Pessinonte, que era como un huevo rodeado por serpientes.

Sólo las ménades iniciadas saben que el mundo nació en torno al omphalos (ombligo) sagrado de la Magna Mater: diosa de las cosechas, madre fecunda del pan, del aceite y del vino. Y, cuando se sientan sobre el falo mágico (el huevo de Cibeles, el trípode de Delfos) caen en trance y comienzan a profetizar. Sibilas –hijas de Cibeles– las llamarán los romanos. Sacerdotisas de Ishtar, la Afrodita Salacia, conocen los misterios eróticos del Pez de Venus y el poder fecundo del Huevo de Pascua. “Dragón o serpiente de mil cabezas” llamarán las bacantes a Dionysos. Y ellas mismas manipulaban serpientes en las fiestas dionisíacas.

Cuando suenan las flautas, los tambores y los panderos, las ménades se abandonan a la danza, agitando en las manos sus crótalos y sus sistros. Bailan como posesas, girando primero hacia la izquierda y luego hacia la derecha (de izquierda a derecha, como se cantaba y se servía el vino en el simposio griego y como debe pasarse la botella de vino en una reunión de cofrades), haciendo y deshaciendo el camino de la iniciación. Tienen una antigua escuela y conocen los secretos del laberinto, que permite penetrar en los misterios de la vida y la muerte. De Çatal Hüyük a Babilonia, de Creta a Cartago y a Gades, ellas han mantenido y mantendrán vivo el espíritu de la Magna Mater. Y el licor de Dionysos les lleva a alcanzar el éxtasis del carnaval. Y cuando se embriagan de pasión mística, corren por las montañas agitando el tirso, ese bastón que les permite enfrentarse a los animales y a los sátiros. En su delirio, multiplicado por la mezcla de vino y alucinógenos, no reconocen a nadie, ni hermanos ni hijos, y así cometerán atrocidades y despedazarán a Penteo.

En sus procesiones, los jóvenes se presentaban con el pelo largo y, durante las danzas, echaban la cabeza atrás moviéndola circularmente, en un éxtasis vertiginoso, como hacen los derviches. Y se comprende que estos ritos sorprendiesen a los burgueses de Atenas, porque no era habitual en Grecia que los jóvenes llevasen el pelo largo, aunque algunos aristócratas de la época de Pericles se deja-ban crecer los cabellos. Sin embargo, no los llevaban sueltos, sino recogidos, ya que un hombre debía estar siempre dispuesto para la lucha.

Las grandes fiestas dionisíacas se celebraban en Atenas en marzo, cuando el sol entra en la constelación de Tauro. No en vano los griegos llamaban a Dionysos “el toro”, “el hijo de toro” y el “tauropós” (el de la mirada de toro).

Los jóvenes que acompañaban la procesión de Dionysos, dirigiéndose a la montaña, llevaban falos tallados con sarmientos y cestas con higos, símbolo sexual femenino. En los falos tallaban o dibujaban dos ojos vigilantes, como en los primitivos betilos fenicios, ya que estos signos sexuales se consideraban apotropaicos, creencias que todavía hoy se mantienen en algunos lugares del Mediterráneo, eficaces contra el “mal de ojo”. Por eso en los caminos de la antigua Grecia no faltaban los falos que tenían tallados una cabeza de Hermes, que se consideraban barreras para marcar las fronteras de un pueblo (como los animales señalan a veces su espacio vital con una exhibición fálica).

Bajo la inspiración dionisíaca nace el teatro en Grecia, a partir de las fiestas primitivas en las que se cantaba y bailaba, al son de los tambores, los crótalos, los panderos y el aulós (la flauta doble, que también llamaban “flauta lidia”, porque provenía de la tierra de Cibeles).

Los participantes en estas fiestas dionisíacas vestían pieles de machos cabríos (trágoi), como las ménades de las cofradías más populares; porque las más poderosas llevaban estolas de leopardo o pantera, los animales sagrados de Cibeles. Por eso los griegos llamaron “tragedias” a aquellas representaciones teatrales en que los acto-res organizaban coros y cantaban ditirambos (es decir, himnos en honor de Dionysos, el ditirambos, el hijo de la doble puerta, el dos veces nacido).

A un lado se colocaban los actores que representaban a los sátiros, mientras a otro lado se disponían las ménades. Y cuando la música, la danza y la poesía llegaban a su paroxismo, en el éxtasis aparecía el propio Dionysos, representado por un actor (el hipocrites) que tomaba su figura. Por eso, al principio, las autoridades de Atenas se preguntaban si no era inmoral representar el papel de otro y hablar por su boca. Pero ese es el origen del teatro y de la tragedia: una trasposición mágica que supera la realidad y la lleva a una esfera elevada. Por eso se representaba llevando una máscara.

Eurípides nos ha dejado en Las Bacantes –una obra que el dramaturgo escribe en su vejez, cuando comienza a ser un iniciado en los misterios de la vida– la imagen de estos cultos iniciáticos, no exentos de cruel-dad. Después de haber alcanzado una extraordinaria dimensión lírica, Eurípides descubre la experiencia religiosa y penetra en el misterioso mundo de la mística y el éxtasis, el arrebato y la furia. La aparición de Dionysos provoca el miedo y, en medio de la tragedia, despierta la compasión; pero su mensaje no conduce a un blando y pasivo pacifismo, como podría ser interpretado por los burgueses más cobardes, sino a un éxtasis de fe que debe conducir a la paz. Y todo eso se produce en medio de una revolución, en que el arrebato místico vence a la conveniencia y el desorden mágico triunfa sobre el orden materialista. Porque no debemos olvidar que el espíritu de Dionysos significa una revolución, ya que enfrenta el espíritu religioso contra el Estado, que en la Grecia clásica habían estado unidos. Y en todas las revoluciones aparecerán los símbolos dionisíacos de la liberación, representados incluso por las diosas frigias (como la República en la Revolución Francesa). También Nietzsche se firma Dionysos en sus últimas cartas.

Podría decirse que el Islam, al prohibir el vino, protegía con una fórmula muy eficaz su concepción de la Religión unida al Estado. Pero, a la vez, eliminando la expresión de los sentimientos revolucionarios, con una condena absoluta, favorecía el inmovilismo político y el desarrollo del fanatismo en los pueblos musulmanes. Y por eso los símbolos femeninos dionisíacos, heredados del primitivo matriarcado, serían cuidadosamente extirpados de la religión coránica.

Los carnavales siguen siendo una manifestación actual del espíritu dionisíaco. En el mundo cristiano sobrevivieron a las épocas más cerradas del integrismo. Y se siguen celebrando, al estilo dionisíaco, con máscaras, coros y danzas. Pero, incluso en una esfera más elevada, encontraríamos aún a Dionysos y al éxtasis místico en la maravillosa fuerza de los Spirituals negros.

Los antiguos vinos griegos

Las instalaciones vinícolas griegas respondían a un mismo estereotipo: un recinto para la pisa, con suelo de grandes ladrillos o cementado, unido por un tubo a una cuba rectangular con una cubeta de vaciado. No abundan los restos de prensas, a pesar de que sí encontramos algunas que se utilizaban para el aceite. Pero en Delfos se ha descubierto una prensa de vino, con restos de una palanca y una viga.

El cultivo de la viña se practicaba en la Antigüedad de manera muy parecida a la actual, con las cepas alineadas en filas paralelas, pero con mucha mayor densidad de plantación. Como variedades blancas, el moschaton (que gustaba a las abejas, dulce como la miel) y la misteriosa monemvasia (malvasía).

Los griegos conducían a menudo en poda baja, sin tutores o con un piquete que llamaban oinotron (oinotria es el nombre que darían los griegos a la Magna Grecia).

El más famoso de los vinos griegos era el de Chios, apreciado incluso por los faraones egipcios. Sólo el vino de Samos (un vino dulce y pasificado que llamaban pramnias) podía competir con él. Algunos autores piensan que no debía estar muy lejano a los vinos generosos andaluces, criados bajo velo (Archestrato habla incluso de un vino que parece “recubierto de flores blancas”). Otros vinos célebres se elaboraban en Thasos y en Tesalia. También se elaboraban buenos vinos tintos. Por eso Homero compara el mar profundo con las “lías del vino”. Tinto era el famoso Pramnios (elaborado en el Egeo, en Icaria), aunque su zona de producción se extendía a Lesbos y a la costa de Asia Menor (Efeso). Y tinto era el oscuro vino de Maros que sirvió a Ulises para embriagar a Polifemo, poniendo de manifiesto la superioridad de los griegos sobre los bárbaros (pastores que se alimentan de leche y no saben mezclar ni dosificar el vino).

Cómo se elaboraban los vinos en Grecia

Las uvas vendimiadas se transportaban al lagar (linos), donde las pisaban. Aprovechando la inclinación del suelo, el mosto corría por una canal hasta un depósito que se utilizaba para llenar las jarras de alfarería. Y allí fermentaba el vino hasta la primavera siguiente, cuando era transvasado a las ánforas.

En las fermentaciones de vino blanco buscaban, sobre todo, el desarrollo del velo de flor. Y por eso Archestrato dice: “Hay que beber vino viejo, del que tiene la cabeza cana, con una cabellera líquida que se adorna con flores canas”. En el Dyscolos de Menandro se habla de “vino ya blanco”.

Probablemente, utilizaban ya como aditivos, el yeso (para añadir tartárico), el agua de mar (para salar), además de la resina y la pez (conservantes, estabilizantes) con las que impermeabilizaban las ánforas. Subían el contenido de azúcar de los mostos con miel, añadiendo también membrillos para aumentar la acidez.

Por las notas de cata que los buenos bebedores consagraban a los vinos, debemos suponer que buscaban en ellos la sensación amarga o punzante (drimutés), típico de las crianzas oxidativas. Probable-mente esta sensación les recordaba el amargor de los vinos de “crianza”.

Para preparar vinos dulces, asoleaban las uvas en el viñedo, o incluso en la pro-pia planta. Se introducían algunas uvas pasas en las jarras, añadiendo luego el orujo recién pisado. O se preparaba una confitura de uvas y arrope (vino cocido).

Ateneo cata los vinos griegos

Ateneo de Naucratis es un escritor, gramático y gastrónomo griego del siglo III que nos ha legado una obra (Los deipnosofistas o Banquete de los sofistas) en la que se transmiten muchas recetas y prácticas culinarias de la antigüedad. Vivía en la colonia griega de Naucratis, en el delta del Nilo, célebre por sus costumbres licenciosas, donde el hermano de Safo regentaba un burdel. Gracias a Ateneo sabemos que los griegos clásicos dominaban la cocina de los aromas (tomillo, sésamo, comino, mostaza, finas hierbas) y sabían juzgar con fino olfato algunos vinos aromáticos como el saprias. En su obra cita a numerosos autores clásicos, dándonos a conocer extractos interesantes del Tratado de las Plantas de Teofrasto, las recetas del autor dramático Antifanes, y las opiniones del gran gastrónomo Archestrato.

Ateneo ha descrito el vino Saprias, famoso en la antigua Grecia, con palabras muy precisas: “Cuando se abren las ánforas ya se huele la violeta, la rosa, el jacinto: un olor dulce llena toda la casa hasta los altos techos, néctar y ambrosía todo a la vez”. Debía tratarse, por lo tanto de un vino dulce y, por los aromas, podría sospecharse que era tinto.

Tinto seco era el famoso Pramnios, al que Ateneo –sin duda amante de los dulces– describe como “ni dulce ni graso, sino seco, basto y fuerte”.

El simposio

Después de cenar comenzaba la ceremonia del simposio, acompañada por frecuentes libaciones. Platón ha escrito una obra titulada Tó Simposio (El Banquete), en la que se dis-cute profundamente sobre el amor, marcando las diferencias entre eros (concupiscencia, voluptuosidad) y aghapé (el amor profundo). El eros lleva al enthousiasmos (que es también uno de los efectos de la bebida de Dionysos) y éste mismo impulso nos per-mite llegar a la aletheia o descubrimiento de la verdad. Se trata, por lo tanto de salir de la sophrosyne (el equilibrio) para entrar en las visiones místicas. Por eso se lee en Fedro: “Los bienes mayores nos sobrevienen en accesos de locura, que nos invade cual don divino”. No en vano nosotros llamamos ágapes a los convites, recordando que los primeros cristianos llamaban así a sus reuniones eucarísticas. Y no está de más recordar que esas reuniones, organizadas con un pretexto de fraternidad, no siempre tuvieron la deseable altura mística y se convirtieron, a veces, en orgías donde se rendía más culto al eros que al aghapé.

En los Diálogos de Platón y de Jenofonte tenemos una muestra inequívoca de la importancia que el simposio tiene en la educación griega de la época de Pericles. Y en Las Leyes, Platón insiste en que la costumbre ateniense de beber el vino moderadamente es más civilizada que el puritanismo espartano que repudia el con-sumo de alcohol.

A través del consumo moderado del vino, Platón explica cómo la disciplina refrena los elementos caóticos y los encauza hacia el cosmos. Por eso es importante elegir bien al simposiarca que debe dirigir la asamblea y determinar las mezclas precisas de vino y agua. El vino bebido en comunidad facilita la convivencia de los hombres, preparándolos –según Platón– para la música, el canto coral (el canto de Dionysos) y la “victoria”. Dicho en otras palabras, la cultura (paideía) puede llevar a la victoria, mientras que ésta no tiene por qué llevar a la cultura.

Los griegos antiguos bebían raramente vinos que no estuvieran krassis, es decir con agua. Los mezclaban en la crátera (un recipiente dos asas, de gran volumen), sirviéndolos luego en la copa de dos asas (kylix).

De izquierda a derecha, copas y Ánfora con figuras negras (Museo de Duomo).

Las mujeres casadas, sometidas a una severa reclusión, no podían participar en los symposia. Pero las hetairas, mujeres liberadas, representaban un papel importante en estas reuniones. Su preparación cultural era superior a la del “ama de casa”, ya que éstas –sometidas siempre al tutor, primero al padre y luego al hermano o al marido– solo sabían administrar el oikós (la casa), aprendían a tejer y apenas poseían rudimentos de lectura y escritura o aritmética. Permanecían el día en casa, en el piso superior, donde se encontraba el gineceo (gynaekonites). Menandro lo escribe de forma explícita: “Una mujer honesta debe permanecer en la propia casa, ya que las calles son para las indignas” Y así, las amas de casa sólo vivían para sus hijos y ni siquiera aparecían en público cuando había invitados en la casa. Quizás la fiesta mayor que conocía una digna mujer casada, en tiempos clásicos, era su boda, que se celebraba en el mes de Gamelion (dedicado a Hera) o, excepcionalmente, en la luna llena de otro mes. Como dejaban atrás su virginidad, las recién casadas hacían una ofrenda a Afrodita (a veces regalándole sus juguetes de infancia o cortándose los cabellos). Un cortejo de jóvenes con jarras, antorchas y flautistas se dirigía la fuente de Calliroe, para traer el agua del baño ceremonial. Finalmente se celebraba la cena de donación de la esposa, que recibía a los invitados en la casa paterna, adornada con laurel y olivo. La novia se presentaba acompañada por su amiga más íntima (la nymphetría) que le ayudaba llevar el velo que la cubría de pies a cabeza. El marido –después de pagar la edna o dote– le quitaba el velo a su joven esposa y la llevaba a su nuevo domicilio, entre los aplausos y los regalos de los presentes. En su nueva casa la esperaban los suegros (el padre con una corona de mirtos y la madre con una antorcha), mientras los amigos tiraban a los novios higos secos y nueces y ofrecían a la novia un trozo de la tarta nupcial, hecha de sésamo y miel (como corresponde a una fiesta que se celebraba en plenilunio, “la luna de miel”). Y, como regalo simbólico, no podían faltar los membrillos que eran la fruta de Afrodita, prenda de fertilidad. La pareja se despedía en la puerta del thalamos, iniciando así su nueva vida, que para la mujer culminaba en la procreación y cuidado de los hijos. Recluida desde el día de su boda, incluso dejaba de tener relación sexual con el marido, cuando éste ya tenía descendencia y prefería divertirse con las concubinas.

La vida de las hetairas era muy distinta. Nacidas normalmente en provincias fuera de Atenas y, a veces, hijas de otras hetairas, aprendían, como las geishas, el arte de agradar a los hombres, participando en sus conversaciones, bebiendo y tocando los instrumentos de Cibeles y Dionysos (aulós, castañuelas, panderetas). Eran expertas practicando el juego del kóttabos y tenían soltura para elegir como blanco a sus amantes, lanzando unas gotas de vino a la cara de sus elegidos, sin que nadie se diese cuenta. Sin duda conocían también las artes del sexo, pero eran capaces de mantener conversaciones elevadas con hombres como Sócrates, Alcibíades o el mismo Pericles; ya que se dice que su mujer Aspasia había sido una hetaira. No hay que confundir a las hetairas con las porné (las prostitutas que se vendían en la calle), pese a que algunas de ellas se hacían muy ricas con su oficio. Se dice, por ejemplo, que la famosa Friné cobraba 100 dracmas por participar en un simposio. No en vano Praxiteles la había elegido como modelo para sus estatuas de Afrodita, porque su cuerpo era bellísimo, a pesar de que tenía la piel amarillenta y su sobrenombre proviene de phrynós, una rana amarilla. Solo las mujeres muy liberadas, como las discípulas de Safo, se atrevían a escapar de casa y seguir estudios. Cuando las hetairas tenían hijos o hijas, buscaban siempre la ayuda de su protector. Pero, en general, practicaban técnicas contraceptivas, controlando las fechas de sus relaciones, practicando la interrupción del coito, utilizando espermicidas (sulfato de hierro, carbonato de plomo) y llevando los amuletos que todas las griegas utilizaban para estos fines (raíces de espárragos y de ciclamen).

Los vinos modernos en Grecia

País favorecido con todas las bellezas y riquezas artísticas que puedan imaginarse, Grecia se ve a menudo reducida a una imagen turística superficial. Y son muchos los viajeros que pasan por este maravilloso país sin conocer las mejores recetas de su cocina y sin probar otros vinos que el retsina (vino joven, adicionado con resina de pino) o los vinos corrientes que se venden en algunas tabernas.

Es verdad que hay que acostumbrarse a los nombres de las variedades locales, tan bellos y sonoros como el agiorgitiko (saintgeorges) de Nemea, el xynomavró, el robola o el mavrodaphni que produce un delicioso y espeso vino dulce en Patras.

Grecia del norte y Macedonia producen los vinos tintos más poderosos de Grecia, con la variedad xynomavró. El vino de Naousa, por ejemplo, ofrece una delicada y aromática acidez frutal, que mejora en botella. Y algunos elaboradores, como J. Boutari, han colaborado mucho a la calidad de estos vinos.

Pero, para los que quieran conocer mejor el vino griego, hay apasionantes propuestas modernas. A finales de los años 1960, un rico armador llamado Carras hizo plantar los viñedos del Domaine Carras (conocidos actualmente con el nombre de Côtes-de-Meliton). Están situados cerca de la localidad turística de Porto Carrás, en Sithonia y elaboran vinos de cabernet sauvignon, sirah, chardonnay, garnacha; sin olvidar algunas cepas tradicionales, como assyrtiko.

Y, de postre, recordemos que Grecia produce algunos de los vinos dulces más impresionantes del mediterráneo, sobre todo en las islas del Egeo, desde el moscatel de Samos hasta el Vin Santo de Santorini. Perfectos para acompañar los deliciosos “glykismata”, pasteles de hojaldre, miel, especias y frutos secos.

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