Un lugar en el mundo

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Es frecuente ver en los aeropuertos y en otros espacios públicos similares a gentes que van de un lado para otro con los teléfonos móviles, solos y hablando en voz alta, como paranoicos que no se percatan de su entorno inmediato. Cuando encienden el móvil, apagan la calle. Se diría que transitan por un “no lugar”, suspendidos en una especie de limbo y ajenos a cuanto sucede a su alrededor.

Para Ferdinand Tönnies, padre de la sociología alemana, hay tres formas de constituir una comunidad: por placer, por hábito y por la memoria. En estas tres formas se apoya la división clásica de las comunidades: comunidades de sangre (la más natural y primitiva, como la tribu, la familia o el clan), comunidades de lugar (cuyo origen es la vecindad, como los pueblos y las aldeas) y comunidades de espíritu (su origen es la amistad, la tradición o la ideología).

Del mismo modo, Emile Durkheim distingue entre las comunidades regidas por la solidaridad mecánica, características del mundo rural, y las regidas por la solidaridad orgánica, fruto de la división social del trabajo. Incluso se puede hablar de un nuevo tipo de comunidad. Es la que Zygmunt Bauman denomina “comunidad de guardarropa”, que se improvisa durante el tiempo que duran las causas que la provocan y se vuelve a desmantelar cuando finalizan.

Hace más de un siglo, el sociólogo norteamericano Charles Horton Cooley nos advertía de los peligros que el individualismo rampante de la entonces naciente sociedad industrializada de Estados Unidos estaba causando, como la pérdida de la comunicación directa interpersonal, que es la base de la sociedad. Es en las relaciones “cara a cara” donde se fraguan lo que Cooley denominaba grupos primarios, como la familia, el barrio o el pueblo.

Desde hace cerca de dos años vivo en Castillo de Bayuela, un pequeño pueblo del noroeste de la provincia de Toledo, enclavado en las faldas de la sierra de San Vicente, que se sitúa a la espalda de Gredos y entre los valles de los ríos Tiétar y Alberche. Se trata de una comarca típicamente serrana, en la que no faltan encinas, robles, alcornoques, enebros y, sobre todo, castaños. En las zonas llanas, se cultivan olivos, vides y hortalizas. El campo, o por decirlo en términos turísticos, “el paisaje” , de singular belleza, es el resultado de una larga historia de relaciones entre el medio y el hombre. Al mismo tiempo, el pueblo presenta una densa y rica vida social, marcada por los ritos y los ritmos del trabajo. Las fiestas, las reuniones, el trato cara a cara cobran especial relevancia en un mundo en el que el hombre, con nombre y apellidos, incluso con su mote, todavía es la medida de todas las cosas.

No se trata de pretender una vuelta a un imposible paraíso perdido. Et in Arcadia ego (“t ambién estoy en la Arcadia”), como reza la inscripción del cuadro del pintor barroco Nicolas Poussin. Sin embargo, en un mundo de “no lugares”, de comunicaciones virtuales, marcado por la incertidumbre, la inseguridad y la vulnerabilidad, el vínculo con otras personas y el anclaje a un lugar físico concreto resultan un recordatorio de que otras formas de comunidad son posibles.

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