Tercera cultura

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“LA COMPLEJIDAD DEL MUNDO ACTUAL SE VE NECESITADA DE INTERPRETACIONES Y APORTACIONES INTERDISCIPLINARIAS. POR ELLO, LAS DOS CULTURAS DEBERÍAN UNIRSE EN UNA SÓLIDA Y ÚNICA CULTURA DE FUNDAMENTOS CRÍTICOS”

Hace poco clavé los ojos en el titular de un periódico gratuito que un viajero leía en el metro. Rezaba así: “La cultura no está de moda”. Los editores y jefes de redacción siempre quieren titulares impactantes para atraer la atención del lector, pero nunca hubiese pensado que la cultura (del latín cultura, cultivo, en sentido físico y espiritual) debiera estar de moda. ¿A qué cultura se debía referir? ¿A la cultura científica o a la literaria?

Es un tópico hablar de la ignorancia entre la colectividad literaria y la científica. La ignorancia entre ambos colectivos es notable como se manifestó con la publicación del libro de C. P. Snow Las dos culturas (1959). En su segunda edición de 1963, Snow señalaba el nacimiento de una nueva cultura: “la tercera cultura”, que antes o después emergería para llenar el vacío que queda entre los intelectuales de letras y los científicos. La tercera cultura es, pues, una respuesta a este vacío de comunicación.

Pero fue el editor estadounidense John Brockman quien sacó partida del nacimiento de esta nueva vía y etiqueta. Brockman decidió que sería fecundo, intelectualmente hablando, reunir periódicamente a las mentes más brillantes, provocadoras y vanguardistas de la investigación del mundo anglosajón en un foro virtual conocido como The Edge. Bajo el título de La tercera cultura. Más allá de la revolución científica (Tusquets Editores, 2000), se editó una recopilación de reflexiones de estudiosos tan conocidas en el entorno científico como Martin Rees, Stephen Jay Gould, Lynn Margulis, Murria Gell-Man, Richard Dowkins, Marvin Minsky, Steven Pinker, Roger Penrose… El prólogo de la citada edición empieza así: “La tercera cultura reúne a aquellos científicos y pensadores empíricos que, a través de su obra y su producción literaria, están ocupando el lugar del intelectual clásico a la hora de poner de manifiesto el sentido más profundo de nuestra vida, replanteándose quiénes y qué somos.”

En su opinión, los intelectuales de letras siguen sin comunicarse con los científicos, de manera que son estos últimos, los científicos, quienes están comunicándose directamente con el gran público: “Hoy en día los pensadores de la tercera cultura tienden a prescindir de intermediarios y procuran expresar sus reflexiones más profundas de una manera accesible para el público lector inteligente”, dice más adelante.

La opción más sólida para salvar la distancia entre las dos culturas es la llamada “cultura científica”, donde se unen al valor de la investigación científica los de comunicación y divulgación. Así pues, distinguimos en “cultura científica” entre la investigación científica (por ejemplo los artículos publicados en revistas científicas como Natureo Science) y la comunicación y divulgación seria de los resultados de las ciencias para un público culto. Podemos tomar como referencia la labor de científicos como Isaac Asimov, Stephen Jay Gould, Carl Sagan y Lewis Thomas.

De todas las consideraciones expuestas se pueden extraer unas conclusiones y unas críticas. En primer lugar, no hay que pensar que una vía como la tercera cultura debe entenderse como una banalización de la ciencia por saber que debe ser divulgada y por el éxito de los ensayos científicos. Debemos tener en cuenta la necesidad de la sociedad de hallar respuestas a los temas vitales de la humanidad. Me espanta, empero, la afirmación de Brockman “los pensadores de la tercera cultura son los nuevos intelectuales públicos”. Este hecho sí que supondría la banalización de la cultura, sea una u otra, o bien la suma de ambas.

Así pues, parece que Brockman no propone una vía intermedia o una síntesis de las dos culturas, sino que promueve que la solidez intelectual de los intelectuales de ciencias, sin más requisitos que su formación como científicos. Por todo ello, la llamada tercera cultura sería una derivación del mero hecho, observable, de que los científicos, o por lo menos, algunos científicos, pueden ser también humanistas si así lo quieren, e incluso pueden hacerlo mejor, como humanistas, de lo que otros lo han hecho hasta el momento.

En síntesis, las tesis de Brockman y The Edge no abogan por un acercamiento real entre ciencias y humanidades, no se dan instrumentos para borrar o desdibujar los límites entre ellas. Hay una falta de confianza en los intelectuales de raíz humanística. Y no hay una clara y justa correspondencia entre los intelectuales de ciencias y letras. Si bien es cierto y positivo que los intelectuales de ciencias son grandes divulgadores (sin sentido peyorativo) y conectan mejor que nunca con la sociedad, eso no les hace valedores por sí mismos de realizar análisis sobre este mundo actual tan complejo. Más que nunca esta complejidad se ve necesitada de interpretaciones y aportaciones interdisciplinarias. Por ello, las dos culturas deberían unirse en una sólida y única cultura de fundamentos críticos que, como bien dice Brockman, “nos permita ser auténticos responsables de nuestra evolución para convertirnos en ciudadanos competentes en sociedades cohesionadas y más justas”.

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