¿Somos normales?
Un estudio realizado en Holanda, en 2009, descubrió que el 34% de
los niños entre 5 y 15 años eran tratados de hiperactividad y de déficit
de atención, cuando la incidencia real debiera estar en el 2-3% de
la población infantil. Este es un ejemplo de los muchos que ha escogido
el psiquiatra Allen Frances (Nueva York, 1942) para concienciarnos
de los riesgos de la inflación de diagnósticos que padece la
psiquiatría actual. Para Frances, que durante años dirigió el DSM
(Manual Diagnóstico y Estadístico), elaborado por la Asociación Americana
de Psiquiatra, y considerado una referencia mundial sobre enfermedades
mentales, la medicalización de la vida humana que está
haciendo la psiquiatría oficial puede convertir los problemas cotidianos
en trastornos mentales. Por ejemplo, si uno está triste y abatido
por la pérdida de un ser querido más allá de un tiempo «razonable»,
podrá sufrir una depresión. O si a veces es demasiado glotón, puede
padecer el síndrome del comedor compulsivo. Si uno es de esas personas
que tienen tendencia a olvidarse de las cosas, puede que esté
padeciendo algún tipo de trastorno neurocognitivo.
Aunque en los últimos 40 años la ciencia ha dado pasos extraordinarios
sobre el conocimiento del cerebro humano, todavía no se
ha conseguido trasladar esa investigación a la psiquiatría clínica, de
manera que aún no es posible crear pruebas de laboratorio para
diagnosticar la demencia, la depresión, la esquizofrenia o el trastorno
bipolar. Y tampoco parece que en un futuro se pueda encontrar un
diagnóstico sencillo a cualquier trastorno mental basado en la genética
o en la neurobiología. Si bien es cierto que hay enfermedades
mentales que tienen un diagnóstico bastante claro y preciso, el problema
radica en que aquellas conductas o comportamiento que
parecen salirse de lo «normal» puedan verse como enfermedades
mentales. Y lo más probable es que no lo sean.
Tan difícil como hacer un diagnóstico clínico es establecer qué conductas
son normales. En principio, todos tenemos una idea de lo «normal»,
aunque sólo sea por analogía. Etimológicamente, la palabra proviene
de la voz latina norma, que designaba la escuadra del carpintero.
Pero para saber qué es normal debemos conocer primero qué es anormal.
Y si acudimos a un diccionario nos llevamos la primera decepción:
es anormal lo que no es normal. Pura tautología. Uno de los riesgos
de esta profusión de diagnósticos es transformar la diversidad
humana en una enfermedad. En realidad, la diversidad es algo más
que una evidencia descriptiva de los individuos y los grupos humanos:
es la mejor apuesta para la supervivencia de la especie a largo plazo.
Probablemente haya ayudado a nuestros ancestros a sobrevivir y evolucionar,
al aprovecharse de los diferentes talentos fruto de esas diferencias
entre las personas. El premio Nobel de Medicina Roger Sperry
afirma: «Cuanto más aprendemos de nuestro cerebro, más admitimos
la extrema complejidad del intelecto, más clara es la conclusión de que
la individualidad intrínseca de nuestras redes cerebrales hace que,
comparadas con ella, la de las huellas dactilares o la de los gestos
faciales parezcan burdas y sencillas». Una cosa es la norma o la normalidad
social y otra muy distinta la normal biológica o psíquica.
Visto así, está claro que todos somos un poco raros, ¿no?