Ser uno mismo
El deseo y el imperativo de ser uno mismo ha penetrado de forma tan amplia y tan rotunda en los países desarrollados, que ya parece una parte inseparable de nuestra cultura del individualismo y de la libertad. Para ser alguien –alguien que importa– es preciso ser auténtico, ser original. La publicidad nos bombardea continuamente con consignas de este tipo: “No imites, innova” o, incluso banalizando el pensamiento de Nietzsche, “llega a ser lo que eres”. A lo que parece, los publicistas son los auténticos filósofos de nuestro tiempo.
“Solamente una pregunta. En el fondo, ¿qué es ser uno mismo”, se cuestionaba Peer Gynt, el protagonista de la celebérrima obra de Henrik Ibsen. Es decir, ¿de dónde viene esta consigna de ser uno mismo a toda costa?, ¿qué significa exactamente?, ¿qué valor tiene? Naturalmente, el objetivo que se persigue con estas fórmulas banales es poner de relieve ante las grandes masas de consumidores la imagen de, pongamos por caso, una marca de ropa o de coches.
No es casual que la mayoría de estos imperativos vayan dirigidos hacia los adolescentes, que son el grupo de edad más vulnerable a estas cuestiones de la identidad y la pertenencia. Ser uno mismo y ser aceptado por el grupo está en el origen de las dichas y desdichas de muchos adolescentes. Pero como saben muy bien ellos, para ser uno mismo hay que ser como los demás, contradicción insuperable.
Tampoco pretendo decir que este deseo de autenticidad sea exclusivo de los jóvenes. “No, a la gente no le gusta que uno tenga su propia fe”, cantaba Paco Ibáñez en la célebre versión de aquel exitoso La mala reputación, de Georges Brassens. La idea que nuestro auténtico “yo” es independiente de los demás (la “gente” de la canción) nos resulta atractiva. Sin embargo, sostener esta opinión no nos hace tan indiferentes a la opinión de los demás. En realidad, no somos por nosotros mismos. No nos construimos como modernos Prometeos. Somos con los otros. Construimos nuestra identidad en la relación con los demás. Nuestras vidas, nuestras experiencias, se encadenan con las de los demás.
Es lo que descubre Peer Gynt, tras una vida dedicada a autoconstruirse. Así sale a la búsqueda de todas las experiencias, a acumular riquezas y honores. Al regresar a su tierra, viejo y cansado, se pregunta: “¿dónde ha estado Peer Gynt todo este tiempo?”, y le responde la fiel Solveig: “Vivías en mi fe, en mi esperanza y en mi amor.”
“Yo sé quién soy”, le cuenta don Quijote a un labriego, “y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los doce Pares de Francia, y aun todos los Nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías.” Pocos como don Quijote pueden ser tan auténticos y bastarse a sí mismos para crear su propia existencia.