RÉQUIEM POR STEFAN ZWEIG

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Camino en el Kapuzinerberg que lleva a la casa de Stefan Zweig en Salzburgo (Austria).

Creo que fue mi padre quien me llevó, por primera vez a Viena. Mi padre había nacido en Madrid y se consideraba madrileño; pero conservaba, con su altivo empaque español, el orgullo puritano de las familias burguesas hanseáticas. Su bisabuela paterna tenía un pequeño monumento en Hamburgo, porque había contribuido a defender la independencia de la ciudad durante la ocupación napoleónica. Había también en la familia nombres suecos, como es habitual en estas ciudades del Norte tan unidas por el comercio. Pero sus antepasados maternos eran españoles.

Para un europeo como mi padre, educado entre Madrid y Hamburgo, la ciudad de Viena era el centro del mundo. Leyendo El Mundo de Ayer de Stefan Zweig comprendí por qué esta pequeña capital del imperio de los Habsburgo había sido la última princesa de nuestro cuento de hadas. Creo que en Viena aprendí a sentirme europeo. Y allí aprendí a sentirme también discípulo del más universal de los escritores vieneses: Stefan Zweig.

Una vida de artista

Hijo de una rica familia burguesa de Viena, Zweig tuvo el privilegio de poder costearse una vida de artista.

Su vida, en cierta manera, nos parece hoy amaneradamente intelectual, dolorosamente egoísta. Aquellos artistas de la “belle Europe” se parecían un poco a ciertos políticos de nuestro tiempo. Pronunciaban votos de buena voluntad en todas partes, como ahora defienden la paz mundial, la bicicleta, la agricultura biológica, la igualdad de los sexos, o la solidaridad social. Bellas palabras que solo adquieren veracidad cuando se comprometen la vida y la fortuna en ellas.

Sin tener que pasar por la bohemia oscura –aunque utilizándola, a veces, como un escenario estético– Stefan Zweig consiguió realizar el sueño de todos los jóvenes románticos: viajar por países lejanos, visitando y conociendo a los hombres más interesantes de su tiempo; editar novelas de éxito que el cine convertía en oro; escribir versos esteticistas y puros, sin tener que ceder a las presiones de la crítica o de los editores; pronunciar manifiestos heroicos y proclamas rebeldes en momentos comprometidos; conocer de joven el amor clandestino y, ya en la madurez, encontrar refugio en el amor hogareño; levantar sus fundaciones y elegir sus escenarios en los lugares más bellos de la tierra; ser aclamado y premiado en todas partes como redentor de los poetas malditos, defensor de los herejes, azote de los verdugos y abogado de las causas perdidas.

Así conoció a Romain Rolland y a Paul Valéry, a Gide, Verhaeren y Rilke, a Thomas Mann y James Joyce, a Toscanini y Hofmansthal, Sigmund Freud y Richard Strauss… Y algunas de sus novelas, como Amok, Carta de una desconocida o Veinticuatro horas de la vida de una mujer, triunfaron en el cine, interpretadas por actrices tan bellas como Ingrid Bergman, Lili Palmer, Merle Oberon y Joan Fontaine. Entre tantos nombres famosos se me ocurre siempre también el de Marcelle. Pero esta era solo una costurera de París que nunca triunfó en el cine. Marcelle era una mujer sencilla, romántica, enamorada de un poeta austriaco que venía a visitarla de tarde en tarde. Le amó tanto que “casi” le dio un hijo. A veces, siguiendo las huellas del genio puro se encuentra uno a una mujer, Marcelle, que tuvo que abortar en una clínica clandestina, en el desamor y el olvido.

Stefan Zweig es, probablemente, el último de los románticos que pudo realizar su sueño estético, en un escenario de violines zíngaros, sin tener que pasar por la miseria.

Como viajero no tuvo fronteras. Se movió libremente por todo el mundo, de Europa a la India, de Nueva York a Roma, de Villefranche a Bath, de Buenos Aires a Rio de Janeiro. No hay mejor compañero de viajes ni mejor guía para descubrir rincones románticos y literarios. No es un parvenu, como muchos viajeros modernos que solo viajan en busca de estrellas. Cuando elige y frecuenta un hotel podéis estar seguros de que es un descubrimiento: situado en un lugar de ensueño, con una leyenda mágica o con una apasionante tradición histórica. Le gusta marcar la diferencia en sus viajes, descubriendo hoteles históricos, cafés literarios, paisajes románticos, rincones ocultos.

En Viena se aloja en el Regina, bastante más discreto que el Sacher. Siempre me pareció un hotel melancólico, digno de los pacientes burgueses que acudían a la consulta de Freud; pero debo rendir homenaje a su cocinero que, en una época ya lejana, preparaba el mejor escalope de Viena.

En París frecuentaba el modestísimo hotel Beaujolais, escondido en los fascinantes alrededores del Palais Royal, que fue el centro de la capital en los últimos años del siglo XVIII. En uno de sus cafés fue donde Camille Desmoulins arengó a las masas para conducirlas al asalto de la Bastilla. En la misma rue Beaujolais había habitado, en aquellos años agitados de la Revolución, la desgraciada Marceline Desbordes. A los diez años, sólo había aprendido a ser feliz; pero a los cincuenta, madre soltera, desheredada de la fortuna, paria del amor, esta mujer fascinante habrá aprendido también a ser desgraciada y a escribir los versos más apasionados que nos ha legado la literatura romántica: “Dieu dans ma pauvreté me laissait être mère”… (Dios, en mi pobreza, me dejaba ser madre).

Stefan Zweig encontró su memoria, revoloteando como una abeja entre las flores del Palais Royal, y la redimió del olvido, consagrándole uno de sus libros más bellos. A veces pienso cómo son de intrincados los caminos del alma y me pregunto si Marceline Desbordes no era –en la conciencia de Zweig– aquella modesta costurera, Marcelle (¡qué casualidad, la de los nombres¡) a la que un día dejó embarazada y olvidada, sin ayudarla a tener el consuelo de las mujeres pobres: “être mère”.

Llegué a tiempo de conocer el Hotel Beaujolais, cuando ya era una ruina; pero conservaba en sus destartaladas habitaciones algunos frescos y restos del palacio de Richelieu. André Gide lo consideraba el sitio más extraordinario para vivir en París. Recuerdo todavía estos jardines en una época en que eran un remanso de paz, cuando solo se oía el rumor de las fuentes y el canto surrealista y solitario de las niñas que saltaban la comba o juga-ban a la rayuela, convertidas en pájaros y autómatas, en maniquíes o en pinturas de Magritte y Delvaux.

Tras los pasos de Zweig, he descubierto los rincones más fascinantes del mundo. Un día neblinoso de invierno, siguiendo su rastro, me encontré en París frente a una verja abierta, junto a un convento. Podía distinguir entre las rejas un jardín abandonado y romántico, lleno de monumentos sepulcrales. Me hallaba en el romántico cementerio de Picpus, donde está enterrado el poeta Andrea Chénier.

Y así fui descubriendo otros lugares mágicos, reviviendo el tiempo perdido en las estaciones de Europa, en los vagones del Orient Express, en los últimos paquebotes que hacían la travesía del Atlántico, en los cafés de París y Viena, de Buenos Aires, Río de Janeiro y Roma; en los hoteles y balnearios del Lido, Ostende y Bath.

El Café Central –tan querido por Zweig– es el último de los grandes cafés vieneses que ha sobrevivido a todas las ruinas. En sus mesas se han escrito tantas cartas, que es el único lugar que conoce todos los secretos de la vida vienesa: las historias de los poetas sin casa, los chismes de las pensiones, la literatura de las postales coloreadas. Iluminados por una luz melancólica, todos los rostros se vuelven pálidos y literarios en el Café Central. El humo los va convirtiendo en medallones románticos. Las vidrieras de la cúpula que cubre el patio interior arrojan sobre las salas una reflejo irreal, una luz de acuario que a mí me recuerda el mundo surrealista de Paul Klee o de Magritte: una atmósfera que confunde lo irreal y lo onírico, lo semoviente y lo estático, lo abierto y lo cerrado… con una cadenciosa música de lluvia sobre cristales.

Los amigos de Zweig

Los admiradores y los amigos de Zweig formábamos, en una época ya pasada, una especie de confraternidad en el mundo. Así conocí en Londres a Anna Freud, fiel heredera de la memoria paterna. Y así mantuve correspondencia con Benjamín Huebsch, que había sido editor de Viking Press y uno de los más fieles amigos de Zweig. Y así descubrí a Eugen Relgis, magnífico escritor rumano que murió exiliado en Montevideo. Rebelde internacionalista, fue amigo de Zweig y de Gorki, de Gandhi, de Rolland y de Federica Montseny. Relgis era sordo y este defecto le llevó a interesarse apasionadamente por la comunicación con otros seres humanos, hasta tal punto que no creo que nadie haya conocido a más personajes interesantes en la vieja Europa.

La memoria de Zweig me llevó también a casa de Salvador Dalí, que me recibió en Port Lligat para hablar de unos dibujos perdidos. Yo sabía que el pintor había visitado a Freud, en Londres, cuando el sabio vienés agonizaba ya en el lecho de muerte. Y Dalí, arrastrado por aquella inspiración fanática que tanto fascinaba a Freud, trazó unos dibujos implacables, en las que más que una cara se adivinaba ya la calavera del muerto. Zweig que le había acompañado a esta cita ocultó piadosamente las inoportunas caricaturas. Sin éxito, he buscado por medio mundo esos dibujos, que conservó Zweig en su colección de autógrafos, antes de que la guerra dispersara todos sus recuerdos. Pero nunca pude devolvérselos a Dalí, como hubiese sido mi deseo.

Alien enemy

Es difícil imaginarse ahora los años terribles que vivió Europa en el siglo XX. Pero Stefan Zweig, hijo privilegiado de la cultura europea, estaba predestinado a vivir también su descomposición y su muerte.

Desde los tiempos más remotos, la cultura europea se había fundamentado en los principios abominables del fanatismo racial y religioso. Así se levantaron los imperios, se despojaron los monasterios, se enriquecieron las iglesias, se quemaron herejes, se saquearon pueblos, se fundaron monarquías y se decapitaron reyes. Es verdad que, a cambio de este holocausto, Europa produjo las más fascinantes obras de arte, los espíritus más lúcidos, las ideas más progresistas. Y esa fue la escuela de Stefan Zweig, heredero de este tesoro; pero príncipe despreocupado de un reino que aceptaba la miseria social y humana. Era inevitable que, periódicamente, estos viejos europeos se enfrentaran en la más absoluta barbarie.

La Primera Guerra Mundial había sido ya un trágico aviso. Pero la paz volvió a restablecerse, con su bienestar aparente, y Zweig dejó su barbudo disfraz de Jeremías para disfrutar la vida hogareña en su maravillosa casa de Salzburg.

Situada en las alturas del Kapuzinerberg, este pabellón romántico, escondido entre árboles, es todavía un monumento a la melancolía del mundo de ayer. No podía encontrar el espíritu de Zweig mejor refugio que la ciudad donde nació Mozart, una villa provinciana y montañesa, donde la vida se escribe en pentagramas.

Merece la pena recorrer el empinado viacrucis que lleva hasta este santuario donde Zweig vivió los años más felices de su vida. Seis capillas, esculpidas en el siglo XVIII, conducen al peregrino por las estaciones del amor dolorido: viejas tallas de madera policromada que representan juicios, azotes, condenas y caídas. Por la noche, los capuchinos encendían antorchas para iluminar esta vía dolorosa. Y, en lo alto de las cien escaleras, entre las encinas centenarias, se levanta el calvario donde crucificaron a Cristo, entre ladrones, llorado por las buenas mujeres.

Justamente allí, cubierta por la hiedra, está situada la casa de Zweig. No sé por qué siempre buscaba paisajes para crucificarse.

La casa, pintada del ocre amarillo que distingue a las mansiones imperiales, es pequeña y discreta. Pero parece la lacrimosa del Réquiem de Mozart: situada en un bosque tristísimo, sobre el río soñoliento de Salzburg y los tejados húmedos de una ciudad de monjes y obispos.

No se puede entrar en la historia sin encontrar rastros de sangre. El 12 de febrero de 1934, el canciller Dollfuss baña en sangre, con ayuda de la Heimwehr, la revuelta de las milicias obreras de Viena. Pero Stefan Zweig se encuentra en ese momento en la Opera y no se entera de nada. Así era la vida de la burguesía vienesa.

Sin embargo, pocos días más tarde la policía somete a un registro infamante la casa de Salzburg, sospechando que el escritor y sus amigos “socialistas” conspiran con las milicias republicanas. Toda la ciudad se hace eco de este escándalo, reforzado por la inusitada violencia policial.

Y así, de la noche a la mañana, el poeta de la vieja burguesía se ve incluido en las listas de los “enemigos de Austria”. Era mucho más de lo que necesitaba Zweig para abandonar su casa y dejar para siempre su tierra. Sin pensarlo dos veces sube al tren y se marcha. Mientras el tren se aleja de Salzburg deja atrás su historia, su madre, su hermano, sus amigos, su mujer y sus hijas. Ahora ya puede sentirse discípulo de Erasmo y de Castellio, los humanistas que no tenían otra patria que el espíritu libre.

Elige Londres para su exilio; primero un apartamento en Portland Place 11 y luego una casa un poco más grande en Hallam Street 49. Todavía puede vivir como un artista de éxito. Pasa los vera-nos en Niza y en Villefranche, y viaja a París, Buenos Aires, Rio de Janeiro y Nueva York. Aún puede escapar de las guerras, y en agosto de 1936, a bordo del Alcántara, hace escala en Vigo a penas sin tiempo para darse cuenta de que en España ya ha comenzado la victoria del fascismo.

De Viena llegan noticias inquietantes. Hitler ha anexionado Austria. Los nazis saquean palacios y casas, mientras detienen a los judíos o los envían a limpiar letrinas públicas. La anciana Ida Zweig, la madre del poeta, ya no puede sentarse en los bancos del paseo donde siempre ha vivido, porque ahora están reservados a los arios. Y a ella, descendiente de generaciones de banqueros austriacos, no le está permitido ni siquiera dormir en compañía de una enfermera de “raza alemana”. Muere sola una noche de agosto de 1938, sin saber que en la tierra de sus antepasados se han construido ya los primeros campos de concentración.

Ahora, el viejo europeo Stefan Zweig forma parte de los sin patria. Ahora –como un analfabeto– tiene que poner sus dedos manchados en un documento, porque sus huellas valen más que su firma. Hasta sus libros han sido quemados en un holocausto de obras de arte. Y cuando va a solicitar su documentación en Londres se entera de que tampoco es austriaco ni judío, sino un alemán que no puede ser considerado refugiado político… Menos hostil que la policía austriaca, la burocracia británica lo clasifica en la Categoría B: la clase menos peligrosa de enemigos. ¿Quién podía pensar que, a partir de esa fecha de 1938, este príncipe de la inteligencia europea tendría que acostumbrarse a ser considerado alien enemy (enemigo extranjero)?

Zweig no había sido jamás judío ortodoxo: ni conocía sus ritos, ni aceptaba sus normas, ni compartía sus horizontes culturales. Y, de la noche a la mañana, no podía buscar sus raíces en una lengua ajena, en una cultura extraña, en una patria sin tierra, en una nacionalidad mágica. Nadie le había enseñado a tocar el violín, como aprenden los trotamundos y los pueblos nómadas, judíos y gitanos. Había creído, ingenuamente, que un viejo europeo siempre puede tener un piano de cola en el salón de su casa.

Pero ahora se había convertido en alien enemy. Debía renunciar incluso a su pro-pia lengua; porque, cuando un judío o un gitano no tienen violín, no tienen nada.

Su estilo se vuelve más nervioso, más agitato que allegro, más sensible al temblor del dedo en la cuerda, más arrebatado. Resulta curioso observar cómo se prepara a comenzar de nuevo. Se despide de Friderike, la compañera de tantos años de éxitos, dejándole los libros, los manuscritos, los muebles, una pensión económica, la casa y el suntuoso piano de cola. Ella tiene dos hijas de su primer matrimonio y debe luchar, por amor maternal, hasta sus últimas fuerzas.

El azar misterioso reunirá a esta pareja en un momento dramático. En el laberinto de la ciudad de Nueva York, en el caos de la guerra mundial que ha dispersado todas las vidas queridas, en el vaivén de la diáspora que arrastra a millones de seres por las oficinas de emigración, por los campos de guerra, por los caminos sin nombre, se abre la puerta de un ascensor que baja. Stefan Zweig sale abriéndose paso, educadamente, en medio de las personas que hacen cola para subir, entre las que se encuentra Friderike. Un destino misterioso ha cruzado nuevamente estas dos vidas, unidas y separadas por el amor. Vuelven a abrazarse en un instante misterioso. “Auf Wiedersehen unten oder oben” (Hasta la vista, abajo o arriba), le dice él, apretando sus manos. Y luego, separados, unidos, perdidos, buscados, deseados, rechazados, se abandonan a la Sonata a Kreutzer de sus vidas: ella siempre con el piano, él con la locura judía y arrebatada del violín.

Zweig ya solo tiene su violín vagabundo. Y busca, torpemente, un nuevo amor en las cuerdas de su melancolía: Charlotte Altmann, una joven judía ortodoxa, romántica, enferma, sumisa, perseguida, apasionada, asmática. Ella le ayuda en su trabajo, se ocupa de la administración de la casa, colabora en su obra como una secretaria fiel. No hay tiempo ya de crear una familia. Y por eso este amor es un holocausto.

Los alisios de guerra le arrojan hacia las costas del Nuevo Mundo. Ahora puede escribir la biografía de Magallanes, porque comprende a las almas en pena.

Un país tropical y una tristeza europea

Ha venido a Brasil buscando la luz. En los días más calientes del año, cuando los aromas tropicales se hacen más profundos y densos, se siente la proximidad viva de la selva virgen de Tijuca, que extiende su aliento húmedo y cálido desde las laderas del Corcovado hasta las orillas de la laguna.

Ha venido a Brasil buscando la luz. Y, sin embargo, muchas de sus obras tienen como decorado la noche. Sus héroes se confiesan en la oscuridad, envueltos por el humo o la niebla. Incluso cuando llegan las semanas enloquecidas del carnaval, observa ansiosamente si los fantasmas del mundo de ayer se esconden detrás de las máscaras.

Incluso sus andares se vuelven ahora silenciosos y mágicos, como si estuviese aprendiendo a entrar en la vida del silencio. Todos los que le conocieron recordaban su frase más habitual: “No quisiera molestarle. Me disculpo si molesto”. Quizás era su timidez sensible, o el Brennendes Geheimnis (Ardiente Secreto) que encontramos también en los personajes de sus novelas.

Se mueve como un personaje extraño en medio de este pueblo alegre que sueña en los carnavales. Y sus amigos brasileños se esfuerzan por arroparle con su cálida hospitalidad. Pero cuando recorre los rincones de esta ciudad fascinante, cuando se mezcla con las muchedumbres en Praça Mauá, cuando se aventura en las favelas, cuando se sienta entre los espejos de la vieja Confitaria Colombo, se siente europeo sin raíces, vagabundo sin violín, judío sin religión, negro sin carnaval.

Una piedra negra en Petrópolis

Como Lotte Altmann padece frecuentes ataques de asma en este clima húmedo, deciden buscar refugio en Petrópolis, una ciudad balnearia, a menos de dos horas de Rio. Se llega a este paraíso de bosque y montaña por una carretera que asciende dando vueltas en medio de un paisaje impresionante.

En algunos aspectos Petrópolis parece una ciudad imperial europea: un rincón de Salzburg, de Semmering o de Ischl. El emperador Pedro II de Brasil creó esta ciudad monumental, con sus palacios y parques que evocan la atmósfera romántica de los viejos balnearios de Europa.

Las más bellas hortensias del mundo adornan los parques de Petrópolis. Tienen ese color suave y pálidamente romántico que es tan característico de este paraíso tropical: el color pastel de las fachadas, el brillo evocador de las aguas del río Quintandinha, el tono de las flores azules del sicomoro.

En este marco cabe perfectamente un monumento de la Exposición Universal de París: un pabellón de cristal y acero que llegó aquí a principios de siglo. Hay incluso un Café Elégante que tiene un delicioso nombre francés.

Stefan y Lotte alquilan una modesta casa (34 rua Gonçalves Dias) en una calle empinada, conquistada a la selva. Una doncella y un jardinero bastan para mantener el orden y la limpieza. Pero Lotte, personalmente, se encarga de prepararle sus excitantes: el café y los cigarros

Hay lugares más apacibles en Petrópolis para una pareja romántica. Pero quizás no hay un sitio más simbólico para crucificarse. Llegar a esta casa blanca exige un viacrucis, como el camino del Kapuzinerberg en Salzburg. A cambio, las noches en la veranda son deliciosamente tropicales. Al llegar el crepúsculo se oye el canto inquieto de los pájaros. Y luego, en el silencio de la selva brasileña, Lotte y sus amigos alemanes se emocionan oyendo cómo Stefan Zweig habla –como si arrancase notas de un violín mágico– el idioma prohibido de su lengua materna…

Cuando las largas tertulias se acaban, a medianoche, nadie puede pensar que esta pareja de amantes sueña en Europa y en una historia romántica que pasó, hace ya muchos siglos, en Verona.

Pacientemente, Zweig y Lotte lo han arreglado todo: los pagos del alquiler, los gastos del viaje, las disposiciones legales. Se van, como la desgraciada protagonista de Carta de una Desconocida, dejándole a Europa un inquietante testamento.

En la hora de la siesta del domingo 22 de febrero de 1942 disponen el ritual: él camisa y corbata oscura; ella un salto de cama juvenil y florido. Parece que él solo necesitó las pastillas de veronal y un vaso de agua mineral. Ella, atemorizada al verle muerto, bebió de un trago, como Julieta, el contenido de un frasco de veneno.

Eran las fechas del carnaval de febrero. Alguien dijo que había que enterrarlos por el rito judío, bajo una piedra negra. Alguna vez les he dejado flores y piedras en este romántico jardín salvaje de Petrópolis. No sé rezar en hebreo, ni creo que él lo entendiese. Ella era nieta de rabinos; pero él era simplemente un extranjero enemigo que hablaba y escribía una lengua prohibida.

Quizás habría que fundar un Estado del Dolor, un sionismo del alma. Podrían pertenecer a él transitoriamente –porque el dolor, afortunadamente, se olvida– todos los hombres que no tengan otra nacionalidad que el sufrimiento. Debería estar reconocido por la Carta de las Naciones Unidas. Stefan Zweig perteneció a este Estado sin tierra, pero que tiene una rica historia y una irrenunciable condición moral.

Cuando el carnaval toca a su fin, Brasil parece sumirse en una atmósfera de melancolía. Extenuados, quienes participaron en la locura y la fiesta se quedan, a veces, dormidos en la calle. Los sueños tienen un fin, sobre todo cuando los pobres se transforman en príncipes de un reino feliz. «Tristeza não tem fim… Felicidade sim!»

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