Recordando a PUCCINI

0 663

Cerca de Viareggio, en un lugar romántico a orillas de un lago, se encuentra la casa donde vivió el compositor Puccini. Buena parte de la inspiración para su música la encontró en este “paesino” mediterráneo donde compuso Manon, La Bohème y Madame Butterfly.

En 1852 Karl Marx dedicó un agrio análisis a los personajes de la miseria: cargadores, poetas, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos, en una palabra, la masa intermedia, diluida y desperdigada, que los franceses llaman bohemia. Con estos mismos elementos, Giacomo Puccini elaboró el más bello y universal poema dedicado a los novelescos ideales de la juventud. Son dos formas de ver la bohemia; pero la música juega siempre con ventaja, porque es irrefutable.

En Torre del Lago, una aldea de cuatro casas, situada a orillas del lago más grande de la Toscana, vivió Puccini los años más creativos de su vida. Había nacido en Lucca; pero pasó su vida en estos pueblos que tienen nombres dulcísimos y melodiosos: Segorta, Concellesi, Lo Spichio, Nali; caminos orillados de viña verde; cañaverales que tienen el brillo de los cuerpos desnudos y que bailan cuando los cimbrea –lunático, ardiente, apasionado y loco– el mistral de verano; sedientas y amenazantes rieras mediterráneas; melancólicas lagunas de agua salada donde soplan los despiadados gregales de invierno; alegres senderos, perfumados por flores amarillas… Toda esta comarca está llena de románticas referencias puccinianas. En Torre del Lago compuso Manon, La Bohème y Madame Butterfly. En Viareggio, a dos pasos de la playa donde incineraron el cuerpo de Shelley, se hizo construir otra casa que disponía de un adelanto insólito: una «sala de radio» para escuchar los primeros programas que se emitían en 1921.

Aunque los estrenos y su trabajo le obligaban a viajar, Puccini no podía componer lejos de estos paisajes de Torre del Lago y de estos rincones –Chiatri, Bargecchia, Celle– donde escondía a sus innumerables amantes. A pesar de su apariencia teatral –con el sombrero gacho, inclinado sulle ventitré– era un hombre solitario, a menudo amargado por un carácter depresivo y pesimista; pero se transformaba cuando podía estar entre sus amigos, al amparo de las gentes sencillas y honestas de su Toscana. Vestía como un dandi, pero con una disciplina tensa, sufrida, exagerada; porque sólo se sentía espontáneamente a gusto en el campo, con su franela de cazador. Tímido e inseguro, torpe de palabra, se había acostumbrado a defenderse con el silencio. En estos pueblos aprendió a valorar las cosas pequeñas y a convertirse en el poeta de las vidas sencillas: Mimí, Musetta, Butterfly, Manon…

Hace ya muchos años, una pintora loca que se llamaba Anna Manfredi me llevó a Celle para enseñarme la cama donde nació Puccini. Yo le conté mi teoría de que es bueno hacer el amor en todas las camas de hombres ilustres que puedas encontrar en tu vida. Y ella, que ya debía haber practicado esta culta costumbre con otros, me respondió:

Chi t’ha ventilata l’idea? Este colchón da más gusto… vuoi sapere perché?, porque está relleno de hojas de maíz.

Luego supe que esta familia Manfredi había dado una larga serie de amantes al Signore Puccini. Sior Giacomo, como le llamaban en la lengua de su pueblo, no era un hombre muy alto; pero tenía una presencia elegante y aparente, siempre bien vestido, aficionado a los grandes coches, las motos con sidecar y los yates lujosos. Se cambiaba de ropa varias veces al día, cuidando los mínimos detalles de su atuendo, y tenía infinitos sombreros que le regalaba –a cambio de su publicidad– la firma Borsalino. Era bastante avaro, a veces tremendamente vulgar en sus instintos eróticos y en sus bromas; pero tenía pinta de figurín. Una simpática anciana de Torre del Lago, que lo había conocido, me explicó con encantadora ingenuidad que «Sior Giacomo era el único señor educado y bien vestido que teníamos a mano las muchachas». Los campesinos del lugar le tenían miedo a sus artes amatorias, y le llamaban –con frustrada rabia– il figurino.

Cazador, campesino, mujeriego

En Chiatri construyó el maestro otra casa descabellada, que no tenía carretera de acceso. Era ya tremendamente rico, y con los beneficios de Manon y La Bohème podía permitirse comprar un palacio. Pero compró una finca de saldo, en mitad de un bellísimo paisaje, y se hizo construir una casa, más sencilla y campesina que elegante, como todas las suyas. Él era, sin duda, un compositor de aire libre: cazador, campesino, mujeriego. No hubiese sido capaz de componer música psicológica en un despacho, como Richard Strauss o Hindemith. Puccini necesitaba el escenario, los personajes, la luz, el teatro. Pero la casa de Chiatri era demasiado. Quizá la construyó para enterrar en vida a la fiera de Donna Elvira, su desgraciada y celosa mujer.

Cuando Puccini compuso La Bohème no conocía París. Yo creo que el olor de frittelle que siente Schaunnard en el apartamento de los bohemios, lo había olido el maestro en las fiestas de estos pueblos de Toscana y de Versilia, en las ferias de septiembre y de Navidad que llenan de frituras las viejas plazas de Lucca.

La casa de Torre del Lago, donde nació La Bohème, se levanta casi a orillas de la laguna de Massaciuccoli, dominando un paisaje silvestre de matorral húmedo, juncos y cañaverales que se dibujan sobre el fondo difuminado de las montañas toscanas: un cuadro alegre en verano, dulce y colorista en otoño, misteriosamente triste y melancólico en los días tormentosos del invierno y de la inclemente primavera mediterránea. Puccini eligió esta inmensa laguna, porque era un magnífico cazadero de aves, donde de antiguo cazaban los Borbones de Parma. Destrozado por la injuria de los años, mordido por la voracidad de las herencias familiares y los pleitos, el viejo y abandonado caserón apenas es ya sombra de lo que fue. Pero conserva el piano donde Puccini compuso –siempre de noche, cuando todos dormían– sus más románticas páginas… El piano tiene los mazos forrados para no molestar a los que duermen. Pero la casa, donde vivieron hasta ayer los descendientes de Puccini, es hoy un polvoriento y tremendo nido de fantasmas: retratos de amigos queridos (Caruso; Rosina Storchio, la primera Butterfly; Sybil Seligman, la fiel amiga inglesa de Puccini), una máscara mortuoria realizada por los populares santeros de la Versilia, armas y chaquetones de caza colgados en los armarios, papeles pintados arrancados por las goteras, diplomas amarillentos, viejos sillones de cuero que crujen bajo el peso de su historia podrida y oxidada… un sinfín de detalles olvidados que dejan una impresión escalofriante, de hogar desahuciado, de familia rota, de puerta sellada, de casa abandonada repentinamente en la urgencia de la ruina y de la tragedia.

Cuando la araña de la muerte muda se fue aferrando a la garganta de Giacomo Puccini –entre cigarro y colilla, entre pipa y habano, entre nubes de dulce tabaco y humo acre– su voz sonaba ya en sordina, como el piano de los mazos forrados. Sus amigos se dieron cuenta de que ya no era capaz de acompañar a los personajes de su música con su aterciopelada voz de barítono. Ya no era capaz de hacer el falsete para imitar la voz de Mimí y de Manon, de Tosca y de Butterfly. Para colmo de males, durante la Primera Guerra, se construyó en Torre del Lago una gran refinería para extraer la turba del fondo del lago. Puccini se refugió en Viareggio; pero el humo de las chimeneas ya había anudado sus volutas en su enferma y dolorida garganta de fumador enloquecido. Los sabios médicos de Bruselas pensaron que ya ni siquiera merecía la pena alejarle del tabaco. Era mejor usarlo para que fuera fallando su corazón gastado, aquel corazón que había sentido como Rodolfo –ya tarde, demasiado tarde– la muerte de Mimí. Duró muy pocos días, se apagó en un semitono y fue enterrado –por un privilegio único, extraño y especial– en su casa de Torre del Lago. Su mujer, sus hijos y sus nietos, están también enterrados con él en esta casa, en un mausoleo de mármol, entre la cocina y el cuarto de estar: una especie de office lleno de muertos.

El Club de la Bohème

Muy cerca de la casa de Torre del Lago se levantaba la cabaña donde Puccini y sus amigos habían creado, a fines de siglo, el Club de la Bohème. Aquel garito, que había sido una especie de bar, les servía de refugio para sus fiestas y partidas de cartas. Es toda la bohemia que vivió, en realidad, Puccini. Pero él era un hombre de teatro, capaz de imaginarse todo y representarlo todo. Estudiaba como un actor todos sus movimientos, se hacía seguir siempre por un fotógrafo que le inmortalizaba en los momentos adecuados, con la ropa precisa, en las posturas indicadas. Se hacía pagar cada una de sus apariciones en la escena pública, ya fuese invitado a una fiesta, ya fuese cobrando sus gastos de viaje en los mejores hoteles y trasatlánticos, ya fuese incluso anunciando en revistas los modelos de Borsalino, la marca de su coche o los neumáticos Pirelli.

El ángel y, sobre todo, la materia sufriente de las obras de arte, son, a veces, confusos y contradictorios. Torre del Lago es el calor; La Bohème es el frío. Toda la ópera transcurre entre heladas: los dos primeros actos en Nochebuena, el tercero en una mañana nevada de febrero, y el cuarto en un escalofrío de Mimí. Más de cien compases dura el frío de febrero, como un presagio de muerte, como una tormenta de quintas vacías. Sin ese frío saturnal de París, La Bohème no sería un poema. Ése es el arte, insuperable, de Puccini: saca un poema del frío, hace que una mujer temblorosa le pida fuego a un muchacho, enciende un amor desesperado en doce minutos, y nos deja sintiendo el beso del sol. Ma quando vien lo sgelo, il primo sole é mío. Cuando Mimí piensa en el sol que acaricia la piel, Puccini debía pensar en los tejados calientes de Toscana, en las siestas de Viareggio, en las ondas tibias del lago de Massaciuccoli.

El modelo real de Mimí fue Lucile Louvet, una pobre costurera que murió tuberculosa en el París que conocieron Gautier, Heine y Karl Marx. Murió sola en un hospital, y su cuerpo fue a parar a una sala de disección. Musetta –en la vida real, Mariette Roux– era un poco más despabilada; llegó a ser modelo de Ingres y trabajó para otros pintores, consiguiendo unos dineros. Pero murió ahogada en un naufragio, cuando se hundió el barco que la llevaba a Argelia, con sus ahorros, para iniciar una nueva vida.

Los personajes femeninos son lo mejor de La Bohème. Los personajes masculinos, a excepción de Colline, no tienen la misma altura que las mujeres; sobre todo Rodolfo, ambiguo, pasivo, arrebatadamente poético y caprichoso, que parece un retrato del propio Puccini. Siempre me he estremecido pensando lo que hubiese hecho Wagner con un poeta incomprendido, como éste, que guardaba en un cajón… ¡un poema épico en cinco actos!

Pero Mimí y Musetta son otra cosa. Cuando Mimí agoniza, derramando entre escalofríos las últimas rosas de sus pulmones, Rodolfo no se da cuenta de nada. Sin embargo, Musetta busca un manguito, se quita sus pendientes y dice: «Véndelos y vete a comprar medicinas».

No sé por qué me acuerdo de Misia Sert, aquella polaca que tuvo una vida tan loca y tan disparatada y que empeñó sus joyas –sus «noches de amor», las llamaba ella– para pagarle un entierro digno a Diághilev en Venecia. Merece la pena dedicarle un poema a estas mujeres.

Puccini sólo necesita una orquesta en tonos impresionistas, en delicados tonos pastel, exaltados por el color cálido del violoncelo, por los reflejos del arpa, por los terciopelos dorados de la flauta grave. Sonidos dulces, violines y otros instrumentos de arco, para Mimí y Rodolfo. Instrumentos de viento para la descarada Musetta. Sencilla música de cámara para la muerte de Mimí.

Me acuerdo que a la emperatriz Zita se le humedecían los ojos en una lejana tarde madrileña hablándome de estos rincones de Italia donde nació La Bohème. Siendo una niña había vivido en la Villa Borbone, con sus 24 hermanos, y no podía olvidar estos paisajes de Viareggio y de Torre del Lago, rodeados de inmensas lagunas y frondosos bosques de caza. El dolor y los años habían convertido a la última emperatriz de Austria en una mujer misteriosa y elegante; pero creo que recordaba con una emoción más íntima el paraíso per-dido de Italia que su irrecuperable imperio de Austria.

Sentados en el bar de un hotel madrileño hablamos de Italia, de Puccini, de La Bohème y de los pequeños sentimientos que, a veces, son más grandes que los grandes: los tremendos pequeños dolores, los inolvidables pequeños amores, las cosas insignificantes de la vida, los ingenuos recuerdos de la juventud bohemia…

–¿Y qué es la bohemia? –murmuró sonriendo, con un gesto cansado y escéptico.

Tuve miedo de que estuviese pensando en una provincia de su imperio.

–Los burgueses, Signora, piensan siempre en la miseria –contesté rápidamente. Los santos deben pensar en la pobreza. Nosotros, los escritores, pensamos en la bohemia; porque la bohemia es… un cristal.

Aimé! (¡ay de mí!) –suspiró, entornando sus bellos ojos húmedos.

Carteles de las óperas La Bohème y Madame Butterfly.

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.