La revolución de Mao Tse Tung se apropió de los símbolos imperiales (el rojo del fuego, el amarillo que era el color del emperador –pródigo como las inundaciones del Huang Ho, ladrón como las sequías del gran río– y el blanco que evocaba las frías noches de luna). En la bandera revolucionaria, el emperador Mao prendió también las estrellas, que eran el símbolo de la Constelación Polar.
Los símbolos han sobrevivido a los hombres en un país que siempre estuvo sometido a los legisladores y a los escribas: un pueblo que vivió agobiado por sus escrituras, por su memoria, por sus archivos, por sus muertos.
La Ciudad Prohibida sigue hoy en pie, viendo pasar a los hombres hacia su incierto destino: hombres que se convierten en sombras, en gorras flotantes sobre la nieve, en bicicletas bajo la lluvia, en huellas de polvo arrastradas por los vendavales del noroeste que van dibujando pictogramas de tinta y seda en la prima-vera de Pekín.
La Ciudad Prohibida, como la soñó el viejo preceptor de Yung-lo, se levanta sobre la plaza de Tian an Men: plaza de la vida… y de la muerte. Los viajeros acuden en masa a este santuario profanado, como acudían ayer las legaciones extranjeras a postrarse delante del emperador. Las muchedumbres se desbordan por las calles de Pekín, mientras se escucha en la radio una canción de moda que se titula “Las milicianas llevan carbón al Ejército de Liberación Popular”. Aunque los románticos –siempre tan decadentes, tan ajenos a las glorias de la revolución– se enamoran tarareando La amistad nace alrededor de una mesa de ping-pong.
Los países –como ocurre con los hombres– no cambian. Y los turistas que hoy se sorprenden al visitar este país sometido a la propaganda política y al martirio pedagógico de los altavoces, deberían recordar que China fue siempre como un inmenso correccional donde los hombres no eran más que sombras de la autoridad celestial. Y que hace ya doscientos años, en la noche silenciosa de Pekín sólo se oía la voz de la ronda de serenos que tocaban las campanas gritando: ¡Obedeced a vuestros padres! ¡Respetad a los ancianos y a vuestros superiores!.
Los sueños de Marco Polo
En el mes de enero de 1324, el anciano Marco Polo –postrado ya en el lecho de muerte– llamó a un sacerdote para que escuchase su última confesión. Marco Polo había sido un hombre honrado, aunque algo codicioso al decir de sus contemporáneos. Tenía, sobre todo, fama de ser un incorregible mentiroso, que contaba prodigios y maravillas de un país lejano llamado Catái. En Venecia sus vecinos le llamaban “Millione”, porque hablaba siempre de millones: riquezas grandiosas que se ocultaban en palacios de oro, papeles escritos que tenían el mismo valor que una moneda, piedras negras que daban calor al encenderse, rebaños interminables de ovejas que pacían en altísimas montañas… Pero todo eso no era, al parecer, más que una parte de la verdad. “Sólo he contado la mitad de las cosas que vi –susurró Marco Polo al oído de su confesor– porque no me hubieran creído, de haberlo contado todo”. Quizá por eso el misterioso explorador veneciano no ha dejado en sus libros el testimonio de dos prodigios que forzosamente tuvo que conocer durante sus viajes a China: la imprenta y esa enorme muralla de más de 3.000 kilómetros que atravesaba el corazón del imperio.
Los despistes de la familia Polo eran bien conocidos en Venecia. Y ya el viejo Niccoló, cuando regresó en 1295 después de su largo viaje a Oriente, se olvidó de que había cosido un saco de joyas a su destrozada capa. Su mujer regaló la capa a un pobre, y al viejo Niccoló no le quedó otro remedio que vagabundear por las calles de Venecia, buscando al mendigo. Durante una semana se dedicó a montar espec táculos de magia oriental en el Puente de Rialto. Y, al fin, entre la muchedumbre que venía a aplaudirle, descubrió al mendigo que vestía su valiosa capa. La sabiduría china –esa forma intelectual de la paciencia– le había salvado.
Templo del Cielo en Pekín. (China)
Cuando Marco Polo visitó China, Kublai Khan había instalado ya su capital en Pekín, la fría ciudad del norte que nunca fue del agrado de sus predecesores. El emperador Kublai convirtió a Pekín en la ciudad más bella y próspera de Oriente y allí construyó un recinto amurallado para su palacio, rodeado de jardines. Sus costumbres eran tan refinadas que, cuando ofrecía un banquete a sus invitados, obligaba a sus coperos y mayordomos a servir la mesa con la cara velada para que su aliento no turbase el aroma floral de los más delicados vinos. ¡Extraña y civilizada costumbre para un descendiente de Gengis Khan, hijo de aquellos guerreros de la estepa que se alimentaban de leche y sangre, comían cecina de caballo o de topo, y que no se lavaban para no ofender a los espíritus de los arroyos!
Pero Kublai Khan, conquistador de China, se había convertido en un emperador majestuoso, amante de la elegancia y el lujo. Marco Polo lo conoció cuando ya tenía cerca de sesenta años y soportaba los dolores de la gota, envuelto en su capa de armiño. No había abandonado, sin embargo, la pasión predilecta de los mongoles: la caza. En su palacio de Chiandú vivía rodeado de ciervos, grullas, búfalos y liebres. Kublai se hacía transportar en un palanquín de maderas nobles, tapízado por dentro con panes de oro y recubierto de pieles de leones. Cuatro elefantes le conducían a través de las llanuras de Chiandú, mientras sus pequeños leopardos y sus tigres –que se educaban junto a los perros para amansar un poco su ferocidad– rastreaban la caza.
Cuando los ardientes vientos del verano se retiraban de las laderas del monte Verde y el cielo azul de Pekín volvía a reflejarse en las aguas del lago imperial, Kublai regresaba a la capital.
El nombre mongol de Pekín –Cambaluc– proclamaba su condición de “Ciudad del Gran Khan”. Era una extensa fortaleza amurallada, cruzada por anchas avenidas que los mongoles trazaron a galope de caballo. En el centro se levantaba el palacio imperial con sus pabellones barnizados, adornados con esculturas y relieves guerreros, y recubiertos de paneles de oro. Pero Cambaluc –la capital de Kublai– y su palacio cayeron arruinados en los últimos años de dominio mongol. Los emperadores mongoles, acostumbrados al pastoreo y a la caza en sus inmensas estepas, no conquistaron nunca el aprecio del pueblo chino: vieja nación de campesinos sedentarios que amaban el ritmo pacífico de sus cosechas y el silencio de seda y humo de sus templos.
Nankin, la vieja capital de los agricultores, regada por el Yang Tsé y dormida como un tigre a los pies de la Montaña de Púrpura, recobró su condición de ciudad imperial. Y, mientras se sucedían las rebeliones contra el dominio mongol, las nieves de enero y los monzones de agosto pudrieron las maderas del palacio de Kublai Khan, cubriendo sus avenidas de hierba, sepultando sus estatuas, apagando sus humos.
Un monje rebelde de Nankín, llamado Chu Yüang-chang, consiguió derrotar al último emperador mongol, instalándose en su trono. Nacía así, en 1364, la nueva dinastía Ming, que reinaría en el país durante más de tres siglos.
Chu Yüang-chang, que era un monje previsor, tuvo la prudencia dinástica de traer al mundo una docena de hijos. Entre todos ellos destacó, por su fuerza y su ambición, Yung-lo: leopardo celoso que conspiraba contra sus hermanos desde su exilio en Pekín. Guarecido entre las ruinas de la vieja capital, el ambicioso Yung-lo planeó su venganza: eliminó a sus parientes y se convirtió en emperador.
La Ciudad Prohibida
Yung-lo trasladó nuevamente la capital a Pekín y comenzó la reconstrucción de la vieja ciudad del Norte. De 1407 a 1420, legiones de hombres trabajaron en aquellas ruinas que, ciento cincuenta años antes, habían sido palacio de Kublai Khan.
Más de 400.000 manos trabajaron durante veinte años en la construcción de la ciudad imperial, dividida en tres recintos concéntricos: la ciudad interior (donde vivía el pueblo y los funcionarios de menor rango), la ciudad imperial propiamente dicha (donde vivían los altos funcionarios) y la misteriosa ciudad prohibida (destinada al emperador y a su familia). Más tarde se añadiría un nuevo suburbio, denominado “La ciudad china”, cuando los manchúes ocuparon la ciudad interior y segregaron a los chinos en los barrios exteriores.
Yung-lo se ocupó personalmente de la construcción de la Ciudad Prohibida, que debía servirle de palacio y morada. Siguiendo la tradición ancestral de la arquitectura china, gran parte de la obra se hizo de madera, con los árboles tallados en los bosques de Yünnan y Szechwan. Ningún despilfarro se consideró excesivo para levantar la morada del Hijo del Cielo, tal como había sido imaginada en sueños por un santo monje de la corte.
Según los textos religiosos, el Señor del Cielo residía en la constelación del Recinto Rojo (la Osa Mayor). Por eso la nueva ciudad imperial recibió el nombre de Tzu ching ch’eng: la ciudad púrpura (ch’eng) de la estrella polar (tzu) donde está prohibida la entrada (ching).
El Universo, para los antiguos chinos, tenía la forma de una tortuga: un caparazón convexo (el cielo) y una base esquemáticamente cuadrada (la tierra). De acuerdo con esta geometría se construyeron las murallas, las habitaciones y los pabellones de la Ciudad Prohibida. La fortaleza purpúrea ocupa el centro de la ciudad de Pekín, como la estrella polar presidía el orden celeste del firmamento chino.
Los chinos nunca tuvieron una visión muy liberal del mundo. Para ellos la China es Chung-hua (el país del centro); la capital de China, era el centro del país del centro. Y la Ciudad Prohibida era el centro del centro del país del centro.
Una copia que vale por un original
No puede decirse que la Ciudad Prohibida que hoy conocemos sea sustancialmente distinta del diseño original. Pero, a lo largo de los siglos, ha sido mil veces reconstruida y copiada sobre sí misma. Las construcciones de madera china, destrozadas por la podredumbre y los incendios, siempre tuvieron ese efímero destino.
Sin embargo, los chinos no tuvieron nunca un concepto muy claro de la autenticidad. Excelentes cuentistas, capaces de convertir un sueño en realidad, no se paran a diferenciar entre la copia y el original; siempre que la imitación esté bien conseguida. Y basta visitar hoy cualquier museo chino para encontrar esa mezcla de valiosas piezas auténticas con otras tantas falsificaciones que se exponen sin rubor a la admiración de los visitantes.
Aunque los dirigentes de la nueva China destruyeron, en tiempos de Mao, algunas de las murallas y puertas que rodeaban Pekín, la histórica capital de los emperadores Ming sigue siendo una ciudad mística y sagrada. Los espíritus no han huido todavía de esos pabellones volantes, plantados como las tiendas en el desierto, lanzados al cielo como las cometas que unen a los vivos y a los muertos, vigilados por leones de bronce y diseñados como una oración a la armonía: a la armonía Perfecta, a la armonía Universal, a la armonía Eterna…
También es verdad que los chinos tienen un extraño sentido de la armonía, y cortar una cabeza o abofetear a un enemigo puede ser, para ellos, un asunto de refinada estética. La sociedad secreta de los bóxers –auténtica congregación fanática de delincuentes e inquisidores– se concedía a sí misma el delicado título de “sociedad de los puños de la justa armonía”…
La cárcel del último emperador
La Ciudad Prohibida dejó de ser la morada de los emperadores. El último hijo del cielo que la habitó fue el emperador P’u yi, que la recordaba en sus memorias como un sueño de ultramundo.
Pu-Yi Hsuan T´ung (1906-1967), el último emperador de China (1908-1912) fotografiado en 1910.
En el Palacio de la Tranquilidad Terrestre, el desventurado P’u yi vivió su primera noche de amor. La cámara brillaba como un santuario, iluminada por las lámparas mortecinas que proyectaban inquietantes sombras sobre los celadones verdes, sobre las porcelanas, sobre los bronces, sobre las figuras de cristal de roca, los pebeteros de dulce perfume y los abanicos de marfil y nácar. Los espíritus del pasado parecían volar sobre las pare-des rojas, los suelos rojos, las sábanas rojas, la colcha roja… y el camisón rojo de la novia que era igual que el que habían llevado todas las vírgenes imperiales desde el comienzo de la historia china. Ella se acercó al emperador y “parecía –dice P’u yi en sus memorias– como el resplandor de una antorcha que se está apagando”.
La antorcha se apagó, y P’u yi murió, destronado y despojado de todo, en un delirio de banderas rojas. La cámara nupcial de la Tranquilidad Terrestre es ahora un museo de relojes. La sala del trono del Palacio de la Pureza celeste se ha convertido en una extraña galería de recuerdos, en la que se amontonan los pebeteros, los estandartes, las campanas de oro… Ni siquiera los tejados, ayer esmaltados de verde y amarillo, brillan ya con su fulgor de esmeralda y oro.
La Ciudad Prohibida es sólo un símbolo de la memoria: deslucida como los antiguos signos de la escritura china que se despintan en los archivos de Pekín. Ni el biombo de sus murallas la protege ya de los espíritus malignos. Los tesoros del pasado siguen expuestos en sus salas, orientadas siempre al sur.
Sólo el pabellón de las concubinas caídas en desgracia estaba orientado a los temporales del Norte. Y quizá la Ciudad Prohibida ya no es más que eso: una concubina caída en desgracia, castigada por los vientos polares que arrastraban sobre China invasiones y heladas.
Pero ése es el misterio de toda la historia china. País de escribas, asfixiados por los fantasmas del pincel y del signo. Nación que no tuvo jamás un ágora abierta parta discutir sus ideas y donde la palabra de un hombre –la voz de un ser vivo– no valió nunca para acallar la danza hermética de los signos de los muertos.
La Ciudad Prohibida sobrevivirá a los hombres, como la letra escrita triunfa sobre las tumbas; como las banderas y los signos ceremoniales, los tambores imperiales y el clamor de un país superpoblado e inmenso, no dejan oír el ruido solitario de los corazones que –en estas calles de Pekín– se van convirtiendo en cifras, en bicicletas, en gorras, en polvo y bruma.