Palacio Valdés

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«EL NOVELISTA ASTURIANO PLANTEA LA CONTRADICCIÓN ENTRE LO URBANO Y LO RURAL, LA TRADICIÓN Y EL PROGRESO, EL DESARROLLO INDUSTRIAL Y LA PRESERVACIÓN DE LA NATURALEZA, QUE NO HEMOS SIDO CAPACES DE RESOLVER»

El pasado mes de octubre se celebró en su pueblo natal de Entralgo (Asturias) el segundo congreso sobre Armando Palacio Valdés (1853-1938), un escritor de éxito popular en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX, incluso después de la Guerra Civil, como bien demuestran las más de 30 adaptaciones cinematográficas o televisivas de algunas de sus obras más emblemáticas. En nuestros días, sin embargo, las novelas y algunos inteligentes ensayos de este escritor vinculado a la corriente naturalista han sido olvidadas en España y en Asturias, donde otrora hiciera furor La aldea perdida, un alegato contra los impactos ambientales de la minería sobre los paisajes verdes que bordean el río Nalón.

La presencia gozosa del paisaje es una característica común en buena parte de la novelística decimonónica, y aun no siendo infrecuentes las denuncias sobre su deterioro por causas diversas, no sólo por los procesos industriales, probablemente nadie fue tan lejos en sus compromisos explícitos como Palacio Valdés. “Hasta ahora –dice don Félix, uno de los personajes de La aldea perdida– hemos vivido a gusto en este valle sin minas, sin humo de chimeneas ni estruendo de maquinaria (…) ¿Para qué buscar debajo de la tierra lo que encima de ella nos concede la Providencia?”

Pero no sólo es la pérdida de los paisajes ennegrecidos por las escombreras de carbón y el humo de la incipiente siderurgia. Desde posiciones conservadoras o progresistas también se asocia, no sin fundamento, la degradación ambiental con la degradación moral de las gentes que trabajan y habitan en esas zonas. Dice don César, otro personaje de esta novela que sin duda forma parte de la cultura ecológica a la que tantas veces hago referencia: “El genio del hombre excitado por la necesidad, e irritado por los obstáculos, se arroja a la conquista de la tierra, y descubriendo sus secretos los utiliza para su alivio. Mas, con frecuencia (…) va más allá de lo que dicta la santa naturaleza (…) Entonces, la sabia naturaleza, que vela por los destinos del hombre, dice: ‘¡Basta!’. Y las naciones corrompidas degeneran y se extinguen”.

¿Piensa Palacio Valdés lo mismo que sus personajes? Sin duda alguna. En 1900 escribe un prólogo titulado Verde y negro para un libro del abogado y sociólogo adelantado Salvador Canals en el que dice, entre otras cosas: “El Asturias que usted tan magistralmente describe no es el mío. Es el Asturias Negro que apenas conozco. Yo no conozco ni amo más que el Asturias Verde. Pero ¡ay! éste todos los días pierde algunos palmos de terreno. ¡Si usted lo viera, amigo Canals, como lo he visto yo en mi infancia! ¡Si usted hubiera trepado por sus augustas montañas, si se hubiera bañado en sus ríos cristalinos lloraría, como lloro yo, sobre su tierra deshonrada y profanada, y maldeciría de la industria, como maldigo yo!” El novelista lamenta la pérdida de los paisajes de la infancia, como todos lo lamentamos, y plantea con toda crudeza la contradicción entre lo urbano y lo rural, la tradición y el progreso, el desarrollo industrial y la preservación de la naturaleza, una contradicción que a estas alturas todavía no hemos sido capaces de resolver, pero él toma partido y hace diagnósticos: “El industrialismo fomenta el egoísmo, no lo acalla (…) Al cabo vale más ser pobre que neurasténico (…)”.

Aunque en nuestros días persisten algunos sectores sociales próximos a esta posición que cabría calificar de simple y hasta de fundamentalista, es evidente que no nos sirve como respuesta para resolver la complejidad del problema, pues si finalmente esa respuesta fuera el tan mentado desarrollo sostenible la pregunta sigue siendo pertinente: ¿Y eso cómo se hace? Palacio Valdés no se anda por las ramas, aunque de niño le gustara tanto trepar a los árboles, y opta por lo ya conocido: la vida rural, el trabajo en el campo y la austeridad. No caben reproches. Cada uno es hijo de su época y en la suya estos planteamientos tenían más sentido que en la nuestra, si bien cabe decir que él nunca tomó esa opción y se afincó en Madrid como casi todos los escritores que querían triunfar.

En todo caso, lo admirable del novelista asturiano no es que fuera capaz de resolver el entuerto sino de detectarlo con una carga sentimental que aún hoy logra conmovernos. Digamos, por cierto, que algunas de esas aldeas de ríos cristalinos y frondosas arboledas que describe en sus obras han recobrado hoy parte de la belleza perdida debido precisamente al cierre de las minas, otro problema de difícil solución. Termina La aldea perdida con este diagnóstico: “Decís que ahora comienza la civilización (…) ¡yo os digo que ahora comienza la barbarie!”. ¿Estamos a tiempo de evitarlo?

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