Paisajes de cámara

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Ni el propio autor contaba con el éxito de crítica y público que ha tenido en el Museo del Prado la exposición Historias naturales. Un proyecto de Miguel Ángel Blanco. Se trata de 22 intervenciones en el entorno de otros tantos cuadros en los que el artista introduce una serie de elementos naturales más o menos alusivos a sus con-tenidos: un gorrión albino en la parte superior derecha de Las Meninas de Velázquez, un toro disecado frente a El rapto de Europa, de Rubens, cornamentas y pezuñas en
El Aquelarre, de Goya, una caja entomológica
con 75 insectos al lado de El
carro de heno, de El Bosco, etc.

Lo que pudiera parecer una ocurrencia más de artista o de museo ansiosos
de llamar la atención del pú blico tiene,
sin embargo, intenciones de mayor
calado, como la de recordarnos que en
el siglo XVIII no había una separación
tajante entre los museos de arte propiamente
dichos y los de ciencias naturales.
A propósito de esta exposición se
recuerda que el edificio del Prado,
diseñado por Juan de Villanueva en 1875, iba a ser originalmente el Real Gabinete de Historia Natural, formando lo que entonces se llamó un eje científico con el Jardín Botánico y el Obser vatorio Astronómico. En realidad, el Museo del Prado estaba destinado a la colección de maravillas naturales que el rey Carlos III había comprado al ilustrado criollo Pedro Franco Dávila en 1771 y que en un primer momento se expuso en la Real Academia de Bellas Artes ubicada en el anti-guo palacio de Goyeneche, en cuya fachada estaba inscrito el lema Naturam et arte sub uno tecto (Naturaleza y arte bajo el mismo techo).


“POCO A POCO LA NATURALEZA NO SOLO SE HA DISTANCIADO DEL ARTE,SINO DE NUESTRAS PROPIAS VIDAS.CONVIENE RECORDARLO”

La brillante idea de Miguel Ángel Blanco, que con tanto entusiasmo acogió el Prado, ha servido, además, para revalori-zar su propia obra, la maravillosa Biblioteca del Bosque que ha ido formando casi en silencio (se expuso parcialmente en La Casa Encendida y en la Biblioteca Nacional) durante estos últimos años con elementos naturales recogidos en lo que ahora, por fin (¿nos habíamos felicitado por ello?), es el Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama. Muy pocos han pateado este espacio natural con la minuciosidad que lo ha hecho Blanco, recogiendo piedras, palos, musgos, frutos, raíces, etc., con los que ha ido constru-yendo sobre cajas paisajes insólitos de una sofisticadísima belleza a los que añade a veces grabados de gran calidad. No en vano fue Premio Nacional de Grabado en 1995.

Paisajes encajados. Paisajes de cámara. Paisajes a pequeña escala para contemplarlos y disfrutarlos de cerca, como si fueran jardines en miniatura en el salón de nuestra casa. Coincide esta exposición de Miguel Ángel Blanco con otra de Esther Pizarro en el Matadero de Madrid titulada Un jardín japonés: topografías del vacío. No sé si esta exposición va a itinerar por otros lugares de España, pero si pueden no se la pierdan. Es un respiro de muy alta calidad estética que, sin duda, nos aliviará
de las angustias cotidianas provocadas
por esta crisis especulativa (¿no
les parece que ya llevamos toda una vida
entera inmersos en ella?).

La gastronomía moderna también se
ha convertido en paisaje y, en parte, por
eso muchos quieren elevarla a la categoría
de arte, no sé si mayor o menor. Sea
como fuere, algunos platos de la llamada
nueva cocina, que con tanto éxito ha arraigado
en nuestro país, a partir del maestro
Ferran Adrià sobre todo, alcanzan una
belleza sobrecogedora. Arte efímero, frágil
y consumible en un bocado que engorda las facturas, pero que también da satisfacciones sin cuento a quienes puedan pagarlas. Los demás debemos conformarnos con los programas de cocina en la televisión.

El uso de alimentos y elementos de culturas exóticas, los nue-vos modos de manipulación con aplicaciones imaginativas que llevan detrás un serio y profundo trabajo de investigación cientí-fica y de desarrollo tecnológico. La imaginación, en fin, de nues-tros jóvenes cocineros que han convertido un acto tan vulgar-mente cotidiano en experiencia estética de alto voltaje. En el pro-grama de charlas y demostraciones de Madrid Fusión 2014, cele-brado a finales de enero, se incluye este enunciado: 50 preguntas que cambiarán la manera de entender la cocina, decodificando el genoma culinario. Ahí queda eso.

La influencia de esta corriente gastronómica en la revaloriza-ción de la pluralidad de cultivos y productos nacionales o forá-neos, así como en la defensa de métodos limpios (ecológicos) para su producción (no hay cocinero de postín que no presuma de huerto propio o de una red de abastecedores de confianza que cumplen sus requerimientos de calidad), es otra de las apor-taciones de la nueva cocina a la cultura ecológica de la que, por otra parte, tanto ha bebido. ¿Habría sido posible todo esto sin el trasfondo de dicha cultura? Creo sinceramente que no. Con-sulto el catálogo de una firma comercial que vende hierbas de sabores variados (nabo negro, rábano, nuez tostada, apio, wasabi, cilantro, regaliz de palo) y flores de nombres y aspectos nada comunes que, además de un toque de sabor, decoran el plato. Pero a lo que iba, que se me ha ido el santo al cielo: la gastro-nomía se ha convertido también en paisaje. Otro paisaje de cámara para la vista y el resto de los sentidos. Paisajes de plenitud sen-sorial encima de la mesa. Que aproveche.

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