Navidades Blancas enViena

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Mañanas tranquilas de «dolce far niente», sobremesas de café y concierto, tardes de paseo y compras, noches románticas de cena y baile…

Viena tiene un encanto especial en invierno. Con el Adviento se instalan los mercadillos de abetos y adornos navideños, se iluminan los escaparates, se inauguran las subastas de antigüedades. Los días blancos de las Navidades ofrecen la posibilidad de conocer una Viena más íntima, más profunda, más romántica: los cafés históricos, las exposiciones, las representaciones de ópera y ballet, el concierto del Primero de Año, el pintoresco mercado navideño del Niño Jesús, el gran Baile del Emperador, la ciudad engalanada para las fiestas…

Para los latinos, Viena es una ciudad del norte: ordenada, limpia, eficiente, trazada como las líneas de un pentagrama a orillas de un río azul que va a perderse en un Mar Negro. Para los europeos del norte, Viena es una capital del sur: alegre, amante del café y de la tertulia, indolente y nostálgica, a veces malhumorada pero siempre seductora. No en vano el nombre de Austria, hace referencia al Auster, el austro, el viento del Sur que expande el perfume de las uvas por las orillas del Danubio, y que hace madurar las oscuras zarzamoras en los patios interiores de Viena. Si venís a Schönbrunn en Adviento, veréis florecer todavía las rosas de noviembre…

Quizás Viena lo es todo, incluso una capital del Este, la puerta de un antiguo imperio: el Österreich, que se abría hacia el Oriente. Gérard de Nerval, escribió que “Austria es la China de Europa”. Quizá pensaba en los vientos secos del Este, en las invasiones de los pueblos nómadas de Asia, en el inquietante curso del Danubio que fluye hacia el tumultuoso Oriente. También Metternich pensaba que Oriente comienza en la Landstrasse. A veces la mariposa de la indolencia se posa elegantemente sobre la frente de los vieneses. Fue la enfermedad mortal del Kavalier: el señorito vienés que creía que era posible vivir siempre entre el champagne, las rosas, los valses, las mujeres y la música.

Yo diría que Viena es la más meridional de las ciudades europeas del Norte, la más nórdica de las ciudades latinas. A los españoles se les acoge con cariño; pero los únicos españoles que conquistaron Viena son la Escuela Española de Equitación, el merengue (Spanische Wind, suspiro de España) y el Español Negro (Schwarzspanier, probablemente un monje benedictino) al que se consagró una iglesia y una calle. No profundicéis más, porque los soldados de Carlos V no dejaron aquí huellas más trascendentes, aunque enseñaron a los vieneses a dormir la siesta, a jugar a la canasta y a decir Karacho… O, en otras palabras “Das kommt mir Spanish vor” (eso me suena a español, que es lo que los españoles traducimos por eso me suena a chino).

La verdad es que en Viena no hay extranjeros, no debería haberlos. Los Habsburgo procedían de las montañas suizas, aunque hicieron fortuna en Austria y España. Los Colloredo —los soberbios príncipes de la Iglesia que tuvieron entre sus posesiones a los Mozart— procedían de Italia. Los poderosos Lobkowitz eran originarios de Bohemia, los nobles Schwarzenberg habían nacido en Franconia, los Esterházy —amos y señores de Haydn— salieron de Hungría… Hasta los más grandes artistas de Viena tenían el pasaporte repleto de sellos. Beethoven era un flamenco nacido en Bonn. Rilke era un bohemio nacido entre los santos de Praga. Zweig, Freud, Stifter y Hugo von Hofmannsthal tenían la alegre sangre vienesa mezclada con las melancólicas rosas de Judá. Pero todo el mundo —Mozart, Haydn, Chopin, Liszt, Paganini, Brahms— venía a triunfar a Viena.

La repostería austriaca es, quizás, la mejor del mundo. Pero entre los infinitos dulces vieneses hay muchas conquistas que vinieron de fuera y se aclimataron en Austria. Las deliciosas “crêpes” que, en todos los países del viejo imperio austrohúngaro llaman “palatschinken”, son de origen rumano. Mi amigo Kaya Bey me contó hace muchos años en un café de Eyüp, que los “croissants” fueron un panecillo turco en forma de media luna, antes de convertirse en un desayuno vienés que conquistó el mundo entero. Lo mismo cabe decir de la cocina: el goulasch es húngaro, pero sabe distinto cuando lo prepara un cocinero vienés. Y el “Wiener Schnitzel”, el escalope empanado vienés, fue primero un plato español. Los españoles lo llevaron a Milán; los milaneses le añadieron un poco de queso rallado, y los austriacos aprendieron a cocinarlo en Italia, convirtiéndolo en un escalope rebozado con pan y huevo, que se prepara a la vienesa; es decir, como usted guste Señor, Señora, como prefiera gnädige Frau, como desee Exzellenz, con dos anchoas y una rodaja de limón, con un huevo a caballo, o quizás al “cordon-bleu” envolviendo unas lonchas de jamón y queso…

Los cafés, que hoy son una institución en la vida vienesa, tampoco nacieron en Europa; fueron, en el siglo XVI, refugio de griegos, circasianos y turcos, en los bajos fondos de Estambul; garitos oscuros donde la canalla indolente fumaba el narghilé y jugaba al trictrac o al ajedrez. El café se consideraba entonces un filtro turbio y afrodisíaco. Los turcos, cuando asaltaron Viena en el siglo XVII, trajeron el café hasta las puertas de Occidente. Los vieneses hicieron el resto: inventaron el café con leche, endulzado con miel o azúcar, que los médicos recomendaban como remedio para muchos trastornos, incluyendo los resfriados.

En realidad, los cafés no se popularizaron en Viena hasta finales del siglo XVIII. Eran locales muy sencillos, decorados con unas pocas mesas y un par de espejos rococós. Pero los vieneses los fueron refinando y sofisticando. El dueño del Café Hugelmann tuvo la idea de instalar una mesa de billar —¡la afición preferida de Mozart¡—, y un tal Kramer llegó más lejos, convirtiendo su café en una sala de lectura donde no faltaban los periódicos. Pero ninguno fue tan elegante como el Silbernes Kaffeehaus, que estaba totalmente decorado en plata; incluyendo las perchas y las vajillas. Tenía tres salas: la primera, dedicada a los jugadores de billar; la segunda, a los ajedrecistas, y la tercera, a las mujeres valientes que se atrevían a entrar en un local público. No era difícil encontrar a Beethoven, conversando con Grillparzer, en Silbernes. Johann Strauss también frecuentaba este café, quizás porque tenía una cajera muy guapa. En el Café Bogner organizaba su tertulia diaria Franz Schubert. Otro café famoso fue el Griensteidl, donde se reunían los nacionalistas y demócratas de 1848, aunque el lugar era peligroso, porque tenía un camarero que servía de confidente a la policía. Cuando el Griensteidl tuvo que cerrar en 1897, su desaparición fue un drama para Viena.

Los clientes del Griensteidl tuvieron que emigrar al Herrenhof y al Café Central, que sería desde entonces el cuartel general de la bohemia artística. Mahler era cliente asiduo del Cafe Central. Muy a menudo, jugando al ajedrez, podía encontrarse en el Central a Sigmund Freud o a Leon Trotsky. En octubre de 1817, el ministro de Asuntos Exteriores, Czernin, se enteró de que había estallado una revolución en Rusia, y comentó con incredulidad: “¿Una revolución en Rusia? No será una de esas sublevaciones que proclama Herr Trotsky, el jugador de ajedrez del Cafe Central”…

Stefan Zweig reunía su tertulia en el Cafe Beethoven, o se citaba con Rilke en el Imperial; mientras que Elias Canetti frecuentaba el Café Museum, que era también el preferido de los pintores. Decorado por Loos en un estilo despojado y diáfano —espejos y apliques de línea sencilla— era una reacción sobre los excesos barrocos y ornamentales del modernismo.

Viena en Adviento

Hace muchos siglos los pueblos no tenían un concepto rígido del tiempo. Vivían al ritmo de las campanas que marcaban las horas canónicas de la oración; trabajaban con la cadencia de las faenas del campo; se amaban al ritmo de las estrellas y de las estaciones, organizando sus fiestas en la vendimia y en la recolección, en la noche del solsticio de invierno y en la luna de Pascua.

Viena tiene un encanto diferente en cada estación del año; más alegre en primavera, cuando el perfume del saúco se derrama como un vino blanco por los bosques; cuando cantan los mirlos en el Volksgarten. Y es más sensual en verano, cuando las parejas se besan bajo las acacias de Grinzing.

La Viena de invierno es más serena, más misteriosa, más romántica. A mí me gustan sobre todo las mañanas nevadas, cuando la ciudad despierta cansada, doblada como un cisne sobre sus más bellas gasas de vals. Mujeres y hombres se encaminan a su trabajo con su calzado de nieve, llevando en una bolsa los zapatos de vestir que se cambiarán al entrar en la oficina o en casa. Es la hora embrujada del Burggarten, cuando los niños van al colegio, envueltos en sus bufandas, mientras la nieve los va convirtiendo en enanitos del bosque. Los cocheros —con su sombrero hongo— conducen las calesas entre los árboles enteleridos, dejando que la nieve envuelva en terciopelo las patas de sus caballos. Las campanas de invierno suenan distintas, más cristalinas, más frágiles, como si las infinitas torres de Viena estuvieran a punto de convertirse en abetos de hielo. Hay algo muy profundamente austriaco en este sentimiento ingenuo de la nieve, en este sueño infantil que nos hace creer firmemente que una Virgencita de piedra —colocada en lo alto de una cima salvaje— nos protege de todas las avalanchas.

Probablemente, los austriacos supieron siempre que el cristianismo fortalecía su identidad nacional frente a las amenazas de los invasores de Oriente. Así se fue forjando esa mezcla entre los ritos paganos de los pueblos alpinos, aislados por las montañas, y la tradición cristiana. Todavía las diabólicas máscaras de madera alternan en algunos pueblos montañeses con las capillas consagradas a los santos. En cualquier taberna podemos encontrar un crucifijo. En todas las ciudades hay una columna votiva, consagrada a la Virgen. En cualquier teatro podemos asistir, como en la vieja España católica, a una representación medieval de autos sacramentales. Miles de peregrinos acuden, cantando y rezando, al santuario mariano de Mariazell. Pero, en plena montaña, la santa Misa se mezcla con el sonido de las esquilas, el vino con el incienso, las campanas con los trajes típicos, y el baile con los obispos.

Las pastelerías Sacher son el lugar ideal donde probar la célebre Sachertorte.

El sentido del orden vienés también es distinto. Es protocolario, muy dado a respetar las fórmulas, las prioridades, las tradiciones. No es extraño que el emperador Francisco José —aquel hombre sufrido y callado, que había asistido a la muerte trágica de toda su familia—, cuando estaba en su lecho de muerte, se diese cuenta de que su médico —llamado con urgencia— no vestía el frac de rigor. Francisco José tenía reglamentados el número de vagones de los trenes, los veinte ingredientes del caldo, la división de los barrios donde habitaba la nobleza, los trabajos que podía aceptar un aristócrata sin desdoro, los tres saludos sucesivos y los pasos hacia atrás que había que dar en su presencia… Hasta el solomillo hervido con patatas y verduras, el Tafelspitz, tiene una receta especial, supervisada por Francisco José. Así se comprende que el Congreso Eucarístico de Viena, celebrado en 1912, plantease entre los cortesanos un problema: saber si el emperador debía preceder al Santísimo Sacramento.

Todo tiene su orden en Austria, incluso el ritmo de las estaciones y de las fiestas. El invierno nevado viene precedido del mágico Adviento, tiempo canónico de otoño, que anticipa ordenadamente la alegría navideña. Durante cuatro semanas, adornadas por alfombras otoñales de hojas caídas —fermentando ya los vinos en el lagar, el ganado al abrigo del establo—, los pueblos austriacos preparan la llegada festiva de la Nochebuena.

En Adviento, Viena recobra su viejo espíritu ferial. Los escaparates iluminados se adornan con ramas de otoño, con velas talladas, con figuras de cera, con corazones encendidos: mil temas navideños que surgen, como poemas ingenuos, de la imaginación de los vieneses. Los narradores de cuentos y leyendas emboban a los niños en los jardines del Ayuntamiento. Hasta las fuentes de los parques parecen más alegres en otoño, como si los angelitos barrocos que juegan entre las hojas caídas, se hubiesen mareado bebiendo en los surtidores burbujas de champagne.

En la Schottengasse se encuentra Tostmann: la boutique clásica para adquirir un sobrio “Tracht” gris de vestir, con el cuello de fieltro verde, o un elegante “Dirndl”, que realza la belleza de las mujeres. Pero no olvidéis que todo tiene sus ritos y sus reglas en Viena; dejad que os asesoren, para que no salgáis de la tienda con una corbata rosa como un mozo que busca novia, o con unos botones de fantasía como una tirolesa de opereta. Además, de paso que hacéis vuestras compras, echad un vistazo al simpático mercadillo navideño que se monta en esta misma Schottengasse.

En vuestros paseos por la Kärtnerstrasse, deteneos un rato delante de la catedral, a escuchar los majestuosos conciertos de órgano. ¿Os interesan más las exposiciones? Acercaos a la Künstlerhaus o al Museo del Teatro. Pero no olvidéis, de camino, hacer un rodeo para visitar el Palacio Lobkowitz donde se estrenó la 4.ª sinfonía de Beethoven, o el Palacio Esterházy, donde Haydn dirigía los conciertos, o la casa de la Domgasse 6, donde estuvo el primer café vienés…

En Adviento se multiplican los bailes, los conciertos, las exposiciones, las subastas. Los vieneses son muy aficionados a las antigüedades, y se sienten orgullosos de poseer una cómoda barroca que perteneció al abuelo, o un escritorio Biedermeier como el que usaba el emperador Francisco José. A fin de cuentas, las antigüedades forman parte del recuerdo, de la nostalgia, de la tradición. Yo suelo frecuentar una librería del Kärntnerring para comprar autógrafos de personajes históricos o primeras ediciones de mis escritores vieneses favoritos: Stifter, Zweig, Hoffmannsthal… El mismo espíritu fetichista debía tener mi abuelo, cuando conservaba unas reliquias —cuatro astillas— del viejo Burgtheater construido por Maria Teresa. Una amiga vienesa de mi familia tenía un relicario con un mechón de crines del caballo de Fanny Elssler, la bailarina romántica. Mi padre quiso siempre cambiárselo por unos rizos de Strauss (mi padre estaba convencido de que todos los rizos que regalaba Strauss a sus admiradoras procedían de su enorme perro de Terranova). Pero así era —¿así sigue siendo?— el espíritu vienés: capaz de guardar, de generación en generación, un viejo programa del Bösendorf; capaz de conservar durante dos siglos las lágrimas de un concierto de Chopin, en una vieja sala que derrumbaron los ángeles negros de la piqueta.

Si sois aficionados a las antigüedades, no dejéis de acudir a las subastas del Dorotheum, donde se vende todo. A primeros de diciembre se subastan las platerías, siguen las pinturas, las porcelanas y joyas, los juguetes antiguos (muñecas, autómatas, teatros de cartón y madera, camiones de hojalata), las acuarelas románticas… En una de las últimas subastas vienesas se pusieron a la venta, en deliciosa confusión, las propiedades más íntimas de la familia imperial Habsburgo: los calzoncillos del emperador Francisco José y las apasionadas cartas de amor que enviaba a su amante Katherina Schratt. El catálogo de la subasta describe así las prendas imperiales: “calzoncillos del emperador Francisco José, algodón, con un monograma de la corona imperial bordado en seda, de color rosado, del año 1894, manchado. Precio de salida, 5.000 chelines”. Se subastaron también algunas docenas de pañuelos blancos de la emperatriz Sissi, y fundas de almohadas con monogramas bordados por las monjas. También se subastaron las palanganas de porcelana que usaba la pareja imperial para lavarse los pies, y el gorro de lana que llevaba el emperador para dormir.

Al salir de la subasta, en la misma Dorotheergasse, podéis soñar un rato en el tranquilo Café Hawelka, acompañando vuestro café con un dulce Buchteln, que es una reliquia del tiempo perdido.

El Mercado del Niño Jesús

El 6 de diciembre, los niños acuden a ver la llegada de San Nicolás, el emisario de la Navidad. Junto al simpático santo, con su mitra y su báculo, desfila siempre el Krampus: diablillo peludo que regala frutas y nueces a los niños buenos, pero que amenaza a los mozalbetes traviesos… Siempre he pensado que el sombrío Krampus se parece un poco al emperador Francisco I, que le dijo a su nieto, el desventurado hijo de Napoleón: “Tu padre está encerrado por haberse portado mal, y si tú sigues sus pasos te encerrarán con él”.

Pero la gran atracción del Adviento vienés es el Christkindlmarkt, el Mercado del Niño Jesús que se celebra desde mediados de noviembre hasta la Nochebuena: una fabulosa feria navideña donde encontraréis todo lo necesario para decorar el belén, el árbol y la casa. El escenario es el parque del Ayuntamiento. Todos los árboles, desde el más frondoso roble hasta el centenario tilo plantado por Francisco José, se adornan con luces y colgantes: cubiertos de corazones, de campanillas, iluminados con velas, cargados de caramelos. Hay una pista para patinar, un castillo encantado, un picadero de ponnies, un teatro de marionetas, y hasta un Expreso del Niño Jesús, un pequeño tren que atraviesa el Mercado, entre los puestos navideños donde se venden las artesanías ingenuas de estas fiestas: juguetes, velas de colores, abalorios de vidrio, guirnaldas plateadas, globos, bengalas, estrellas, figuras de belén, y una infinidad de golosinas (manzanas caramelizadas, merengues, nueces glaseadas, dulces de vainilla, tortas de Linz, Lebkuchen de miel, chocolates, y el típico Glühwein, vino caliente y reconfortante que huele a naranja, clavo y canela). Muchos niños acuden a la Tienda del Niño Jesús, donde aprenden a preparar los adornos navideños, a dorar las nueces y las manzanas, a pintar las figuras, a fabricar un Papá Noel de algodón y trapo, a tejer las guirnaldas, a confeccionar los dulces. Cada fin de semana, los coros y conjuntos musicales actúan también en el salón de gala del Rathaus.

Los amantes de las compras callejeras, de la bisutería, de las oportunidades y del regateo, pueden acudir a otros mercadillos navideños. Pero el más tradicional es el Viejo Mercado del Niño Jesús que se instala en la gran plaza del Freyung, entre viejas iglesias y palacios: un mercadillo sentimental que todavía huele a resina de abeto, y conserva el espíritu de las sencillas navidades de nuestra infancia.

Los artesanos vieneses organizan también, cada año, una interesante exposición de belenes antiguos en la monumental iglesia barroca de San Pedro, cerca del Graben.

Navidades en Viena

El Adviento es tiempo de espera. Por eso es mágico en Viena. Porque buena parte del espíritu vienés se tejió precisamente, como los tapices antiguos, en la postura resignada de la paciencia. Con cierta sorna solía decirse que “para poner en marcha a un vienés se necesita una banda de música y el cortejo de un archiduque”.

La ilusión del Adviento culmina en la noche mágica del 24 de diciembre, la Heiliger Abend, que es la gran fiesta hogareña. Al caer la noche todos los miembros de la familia se reúnen en torno al árbol adornado y encendido, cantando a coro los villancicos: O Tannenbaum, Adeste Fideles, Stille Nacht… Cada parroquia tiene su coral, que ensaya con paciencia las Misas solemnes, los Réquiems, los Oficios. La escuela más célebre es la de los Niños Cantores, creada por los emperadores. La componen ciento cincuenta niños que viven internos en el palacio Augarten, en el mismo edificio donde se elaboran las más bellas porcelanas vienesas.

Stille Nacht, el más famoso de todos los villancicos, fue compuesto por un maestro de escuela tirolés en 1818. Escucharlo cantar en el pueblo de Oberndorf es una delicia, pero el Tirol está lejos. Más fácilmente podéis oírlo en el magnífico escenario de la Burgkapelle, donde can-tan los Niños Cantores todos los domingos y festivos.

Viena se transforma, la tarde del 24 de diciembre, en un crepúsculo de poesía y silencio, que no se parece en nada al ajetreo navideño de los países latinos. Los ángeles vuelan por las esquinas, como golfillos detrás de los caramelos, columpiándose en los árboles iluminados, saltando sobre los semáforos helados, soplando las velas, agitando las campanillas, tocando los timbres de las puertas, tirando de la bufanda a los niños, empujando alegremente a los patinadores. Las calles se quedan, por un momento, desiertas, desdibujadas, en vilo; como si toda la alegría corriese a refugiarse en el interior de las casas. Las familias se reúnen para cenar la tradicional carpa de Nochebuena, antes de acudir a la Misa del Gallo. Pero en los pueblos se vive esta Heilige Nacht con un ritual todavía más emotivo: se cena frugalmente para encaminarse enseguida en trineo a la Iglesia, a la luz de las antorchas.

Cuando los ángeles se llevan las nubes de la ciudad nevada, el día de Navidad amanece, limpio y blanco, como un sueño infantil. La nieve le sienta bien al gótico de San Esteban. El sol le sienta bien a las fachadas barrocas de los palacios, y a esos gigantescos atlantes que —representando a esclavos turcos— soportan el peso de todos los balcones de Viena.

La Navidad es ya un día de ágapes y tertulias, de visitas y paseos. Se diría que el tono vital de la ciudad va subiendo poco a poco, en los días que siguen a la Navidad, hasta culminar en la Noche de Fin de Año. El 31 de diciembre, a las cuatro de la tarde, ya podéis comenzar a bailar el vals en la Konzerthaus. Todos los restaurantes, hoteles y locales de espectáculo permanecen abiertos en la San Silvestre; metros y autobuses no se detienen en toda la noche. Es la hora de ponerse el frac, darle el brazo a una mujer elegante y, sin quitarse los guantes, como mandan los cánones, iniciar el vals en los majestuosos salones del Hofburg… Alles Walzer¡ Comienza el Kaiserball. Los lacayos, vestidos de librea, sirven la cena y el champagne. Los cantantes y bailarines de la Volksoper y la Ópera del Estado amenizan este inolvidable espectáculo. ¡Medianoche! La Pummerin, la enorme campana de la catedral de San Esteban anuncia con su alegre repique el Año Nuevo. Alles Walzer¡

El Concierto de Año Nuevo

Viena es, sin duda, la capital de la música. Cuando las violetas azules se marchitan en los bosques, las muchachas vienesas se visten de flores. Cuando los mirlos dejan de cantar en el Prater, comienzan los conciertos.

El concierto que se celebra en la Sala Dorada de la Musikverein se ha convertido, indiscutiblemente, en la gran atracción internacional del Año Nuevo. Es difícil conseguir entradas, si no tenéis amigos muy especiales en Viena. Pero, durante todo el año, la Filarmónica ofrece conciertos en esta sala, tan bellamente decorada.

Los cafés son el mejor refugio para los paseos de invierno en Viena. No hay nada más agradable que ver cómo cae la lluvia y esperar que escampe, sentado en un diván, junto a una ventana del Café Mozart. Otro lugar inolvidable es el Café Central, donde los bizcochos saben siempre a magdalenas de la tante Leontine, y que conserva muchos recuerdos de su literario pasado. Pero los cafés, como todo en Viena, tienen su especialidad. Mis amigos de Bellas Artes me citan siempre en el viejo Cafe Museum, decaído, pero evocador. Para un “rendez-vous” galante os recomiendo el Landtmann, un café lujoso donde suelen reunirse los políticos. Si preferís la otra gente de teatro, más modesta y generalmente más honrada, elegid el Alt Wien, lugar de encuentro de los actores. Hay otros cafés históricos, como el Sezession, decorado con cerámicas italianas; o el “resucitado” Griensteidl, que ha renacido como un fantasma de sus cenizas. El rito del café, acompañado por el vaso de agua y la lectura de los periódicos, sigue siendo una costumbre muy vienesa. El viejo café es casi como el salón de casa y, si uno es cliente asiduo, puede hacerse enviar también la correspondencia.

La repostería es, evidentemente, la corona de la gastronomía vienesa: crujientes Strudeln, de hojaldre y nueces; infinitas tartas de fruta, de chocolate o de nata; maravillosos buñuelos de confituras (Krapfen), golosas crêpes. Preparar el hojaldre para el pastel de manzana tiene un secreto: las cocineras de mi infancia presumían de poder leer la carta de su novio, colocándola debajo de la pasta del pastel de manzana.

Las pastelerías son un capítulo aparte. En 1824, el cocinero del príncipe de Metternich, un tal Franz Sacher inventó la receta de la Sachertorte (la célebre tarta vienesa de chocolate), que se exportó enseguida a todo el mundo. Las pastelerías Sacher y Demel se disputan los derechos de propiedad de la receta. Por eso merece la pena probar las dos especialidades.

Desde Viena pueden hacerse muchas excursiones por los alrededores. Basta coger un metro para acercarse a las simpáticas tabernas (Heurigen) de Heiligenstadt, de Grinzing y de Nussdorf. No todos los ventorrillos están abiertos en invierno. Pero, a mediados de noviembre, algunas tabernas colocan una rama de abeto sobre sus puertas, indicando que han llegado los primeros vinos del año. Es el momento de citarse con los amigos en estos merenderos populares para comer un asado de cerdo, un buen jamón, y —como el vino tinto arrastra el colesterol— hasta unas lentejas con tocino…

Entre los bancos de madera no pueden faltar los violines y el acordeón, tocando Wien Bleibt Wien¡

Los bosques de Viena tienen también su encanto invernal, aunque en esta época no se escuche el canto de los papamoscas blanquinegros, ni de los simpáticos papirrojos; pero no es difícil —si paseáis con un perro— que veáis cruzar un ciervo asustado o un corzo entre los hayedos. Podemos acercarnos también a Baden —el elegante balneario de aguas termales, situado en un paisaje maravilloso— o podemos llegar hasta los privilegiados observatorios del Kahlenberg y del Leopoldsberg, que dominan un soberbio panorama sobre la capital y el valle del Danubio.

Bajo el cielo de Viena, triunfa la alegría de la vida: el barroco de los ángeles y las nubes blancas, las auroras, las volutas, las palmas y los tabernáculos de oro. Ha llegado enero y se anuncian los bailes del Carnaval. Una helada ha cubierto de blanco las avenidas del Prater. Los caballos de madera dan vueltas en el tiovivo, al son de la música. Las acacias, las hayas, los tilos, están esperando las violetas y el canto del mosquitero silbador..

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