MEMORIAS DE MÉXICO
Cádiz, signo mágico en el origen del mundo antiguo, ciudad de Venus, blanca y ondulante, nunca inmóvil, nunca muerta. No puedo olvidar su extraordinaria belleza, cuando uno la contempla desde el mar, en el momento en que comienza a divisarse la línea ondulante del Campo del Sur, dominada por la mole de la catedral que, seguramente, oculta en sus cimientos los restos del templo de Cronos.
En las mañanas calurosas de verano se bajaban las persianas, se dejaban los balcones entreabiertos y se pulverizaba Flit, un insecticida que dejaba en las habitaciones un olor resinoso, dulce y embriagante, como los mangos. Y, en la penumbra del salón, me escondía a leer, imaginando que vivía en un país extraño, que me había criado en la selva, que no tenía padres y que aquel perfume provenía de misteriosas plantas exóticas. Más tarde supe que el insecticida era cancerígeno y peligroso para la salud.
Mi padre me llevaba en las mañanas de verano a la Caleta, donde él pasaba una hora nadando. Recuerdo perfectamente el paisaje misterioso que afloraba, en las horas de marea muy baja, con canales bien trazados que parecían abiertos por cautivos y peones antiguos. En la bajamar se veían lagunas y cabos, islotes y cuevas, además de una gran roca de forma piramidal que, en mi fantasía, me imaginaba un resto del antiguo faro fenicio. Mi padre me contaba la historia del viejo faro que, según él, estaba rematado por una estatua de mármol que señalaba hacia el mar. Y tengo memoria borrosa de grandes calzadas de piedras redondeadas, cubiertas de verdín, en las que bailaban su temblorosa danza los cangrejos, como marionetas torpes, movidas por hilos de agua.
Cádiz parecía entonces una ciudad colonial y los serios burgueses, como mi padre, se vestían de blanco al llegar el verano y endosaban un sombrero panamá, como si fuesen hacendados del Caribe. Cuando, muchos años más tarde, tuve que escribir un libro sobre Puerto Rico, pinté el viejo San Juan con mis recuerdos de Cádiz. Y guardo una carta de un lector isleño que me escribía: “Nos ha transportado usted al viejo San Juan de nuestra infancia, incluso más allá, como si este libro estuviese escrito en tiempos de nuestros padres”. Cada vez que regreso a San Juan lo veo como lo soñé entonces, abrazado por el mar luminoso, protegido por sus altas murallas rematadas por torres, dormido en el ensueño tranquilo de sus calles blancas –vestidas con flores tropicales, en vez de geranios y jazmines– y arrullado por las calesas que cantan en la noche estrellada, como sonaban los cas-cos de los caballos en la noche de Cádiz.
Recuerdo también, en la azotea de nuestra casa, una especie de desván prohibido, donde los niños no podíamos entrar. Naturalmente, habíamos conseguido con mis primos la fórmula secreta para penetrar a escondidas. Era una habitación llena de muebles antiguos y otros recuerdos familiares: libros, legajos de herencias, medicinas –recuerdo un botiquitín homeopático del siglo XIX–, antiguos daguerrotipos, pinturas y unos baúles donde se guardaban un sinfín de objetos que constituyen todavía el “tesoro” más rico y proustiano de mi infancia.
En esos cofres, decorados con etiquetas de grandes hoteles, estaba todo mi mundo infantil, incluyendo una colección de libros alemanes con magníficos grabados eróticos que eran, probablemente, la causa de que mi madre se esforzase tanto en prohibirnos la entrada a aquel paraíso. Había dos preciosos baúles-armarios con cajones y perchas; además de algunos cofres con bandejas extraíbles.
En esta Arca de Noé se forjaron mis primeros sueños, cuando me escondía entre aquellos papeles y me disfrazaba de todo lo que encontraba a mano: un turbante de seda que debió pertenecer a un antepasado que viajó hasta Persia, unas gafas de conducir que debieron ser de mi abuelo, un viejo frac y unas condecoraciones académicas de mi padre, una espada de diplomático que tuvo que formar parte del uniforme de alguno de mis parientes de Hamburgo y una Cruz de Hierro que ganó con su sangre algún héroe de la familia.
Entre los legajos de nuestros antepasados había muchas cartas escritas en diferentes idiomas, incluso en chino; porque creo que uno de mis parientes pater-nos fue médico en la legación alemana en Pekín. Y, entre esas carpetas amarillentas, había algunas cartas de la familia Solís León, propietaria de la hacienda Xcanchacán, cerca de Mérida, en el Yucatán. No sé quién las puso allí; pero sospecho que pertenecían a la primera mujer de mi padre, que mantenía correspondencia con estos hacendados mexicanos, porque su hermano había patentado un ingenio textil que se usó en esta fábrica.
Bailarín azteca en la plaza del Zócalo, en Ciudad de México. / AGE FOTOSTOCK
En los desiertos del western
Así llegué un día a México, pensando que aquella bella tierra era también la de mi infancia. Y llevaba en mi maleta una pequeña astilla, no mayor que un fósforo, porque un amigo sevillano me la dio y me dijo que era una reliquia: un resto del árbol en el que Hernán Cortés se había apoyado a llorar en la Noche Triste de su derrota frente a los aztecas.
Podría decirse que hay dos Méxicos muy diferentes. El Este, el Sur y el Centro forman parte de América Meridional, ya que el Caribe y el golfo de México mantienen la humedad tropical; pero al Norte comienza otro mundo: las regiones áridas que son una prolongación de los desiertos de Estados Unidos.
Detrás de las dunas de arena rosa que orillan el río Guaymas se ven la tierra árida y los espinos. Los ríos sedientos se mueren antes de alcanzar el golfo de California. Pero, cuando llegan las lluvias, los torrentes bajan amenazantes por estas tierras, cubiertas por una invisible capa de gramíneas, donde pasta el ganado.
En este paisaje de western, los ganaderos han ido construyendo sus estancias. El vaquero es un ser solitario que vive durante nueve meses en estos cañones y dunas, entre nubes de polvo, conduciendo sus rebaños por estas escarpaduras y mesetas donde la voz de la guitarra melancólica se confunde con el ruido de los cascos de los animales y el mugido de las vacas. Cada mes, el estanciero le deposita sus provisiones de harina, frijoles y pulque en alguna escarpadura escondida.
Cuando regresa a la estancia, para que los toros monten a las vacas, se gasta una parte de su sueldo, rumbosamente, en los hoteles de las ciudades.
Sonora se ha convertido en una comarca vinícola muy importante. Porque, gracias al regadío, han prosperado las viñas. Son vinos del desierto que están marcados por un agradable perfume de melón maduro.
En Sonora y Sinaloa nuestro camino atraviesa grandes plantaciones de tomate, el tomatl azteca, que los españoles tradu-jimos por tomate y que se aplica sólo a la especie de color verde. Porque los mexicanos distinguen también el jitomate (xictlitomatl) de color rojo.
Las lenguas europeas que no adoptaron el nombre azteca, identificaron el tomate con un fruto del paraíso. En francés se llama, además de tomate, pomme d’amour (manzana de amor). En italiano lo llaman pomodoro (manzana de oro); y en alemán Paradeisapfel (manzana del Paraíso).
Los españoles y portugueses trajeron el tomate a Europa, aunque entre los europeos despertaba temores y reticencias. En Francia se le tenía por un alimento afrodisíaco, que debían rechazar las damas de buena reputación y que no podía servirse en una mesa decente. Pero los conventos españoles lo adoptaron con fervor en todas las recetas, convirtiéndolo en la base de la cocina mediterránea.
Comiendo un ossobucco con los indios yaquis
Buscando tomates, vinos y cuentas de vidrio, llegué a Guaymas, donde viven los yaquis en su reserva de cuatrocientas mil hectáreas. No es precisamente un dorado imperio, pero para los yaquis es una bendición del cielo; después de haber sufrido todo tipo de injusticias.
Los yaquis son de estatura media, tienen la piel oscura y el cabello abundante y negro. Las mujeres llevan un sinfín de abalorios, pulseras, anillos y collares, hechos con cuentas de vidrio y simientes pintadas de colores.
A pesar de que fueron una obsesión para los españoles y para el gobierno mexicano, debido a su carácter rebelde, los yaquis son hospitalarios. No puedo olvidar el magnífico plato de carne con tuétano, frijoles y guisantes, que me ofrecieron en una de sus chozas de madera y paja, porque el huacabaque de los yaquis es uno de los más sabrosos pucheros que he comido en América.
Sin embargo, los yaquis son un pueblo duro, acostumbrado a sobrevivir en condiciones adversas, manteniendo sus antiguas tradiciones; entre ellas, la pena de muerte.
Una simple borrachera, un cuete o una cruda, como se dice en la jerga popular mexicana, puede llevar a un hombre a la cruz. El borracho es azotado e injuriado en la plaza principal y, luego, debe recorrer las estaciones de su viacrucis, atado a la cruz, a través de las calles del pueblo.
Quizás el origen de esta costumbre brutal proviene de que los mexicanos llaman también una cruz a una borrachera, y los indios han interpretado las palabras al pie de la letra.
Es triste observar que sólo los pueblos armados o más duros sobreviven en este mundo de coyotes.
– Las razas más pacíficas –me comentó el chófer que conducía la camioneta que había alquilado– ni sobreviven, ni existen, ni tienen reservas.
Cruzamos unos desiertos abrasantes y oscuras poblaciones mineras –Dinamita, Mapimí, Ojuela–, a veces abandonadas, hacia el río Bravo. Y llegamos, así, al Cerro de San Ignacio, en las proximidades de Ceballos: un mundo extraño, hermético, vacío, donde ya no se aventuran los zopilotes, ni se oye la radio. La tierra está sembrada de rocas extrañas y de un polvo misterioso, venido de las estrellas. En unas pocas horas pueden caer en este de sierto más de cincuenta meteoritos, y algunos visionarios aseguran que, entre ellos, aterrizan a veces algunos ovnis. Dicen también que el nivel de absorción de energía solar es aquí muy superior a la de gran parte de México. Los científicos de la Nasa saben que las comunicaciones por radio son imposibles en este lugar. Lo llaman la Zona del Silencio. Probable-mente por causa de que el subsuelo está formado principalmente por magnetita, este desierto impresionante interfiere el funcionamiento de muchos aparatos eléctricos.
Las tribus indias de Hermosillo: los hijos de Águila Libre
Sisibutari Águila Libre, señor de las sesenta y cuatro naciones ópatas, vivió en Sonora, luchando contra los apaches. Águila Libre ya sólo sobrevive en la marca de algún refresco. Le encontré, retratado con sus plumas, en el mejor estilo cómic, en la propaganda de Hermosillo.
Barranca del Cobre en Chihuahua (México). / AGE FOTOSTOCK
Los ópatas fueron muy valientes, pero se crearon tantos enemigos que su nombre significa “pueblo hostil”. Y, cuando llegaron los españoles, se integraron en la cultura de los conquistadores, aceptaron las virtudes y flaquezas de la civilización, dejaron las armas y favorecieron los saludables matrimonios mixtos.
Los ópatas son andarines muy duros y, por eso, no es extraño que algunos estudiosos de esta cultura piensen que tienen algún parentesco con los tarahumaras de la Barranca del Cobre. Pero los hijos más directos de Águila Libre viven en los alrededores de Hermosillo, criando el gusano de seda y disfrutando de un país que, gracias al riego, hoy produce de todo.
En la zona de Hermosillo, en los alrededores de Bahía Kino y en Isla Tiburón, viven otras tribus indias. Si queréis comprar un collar hecho con los huesos de una serpiente de cascabel, tendréis que buscar a los últimos indios seris.
Algunos dicen que se trata de la etnia más antigua del continente americano. Probablemente cruzaron el estrecho de Behring antes de que los mongoles establecieran su dominio en Oriente. Cuando se les oye pronunciar las consonantes explosivas de su lengua (aak, agg, abt) uno cree oír un idioma antiguo, primitivo y duro. Los expertos dicen que su lengua tiene algún parentesco con el tibetano, lo que explicaría también su estatura más elevada que la del resto de los indios. Se llaman a sí mismos Konka´ac (gente), pero los yaquis les dieron su nombre actual: “hombres de la arena”.
Solamente he tratado una vez con los seris, porque tuvimos que refugiarnos en la Isla Tiburón, en medio de una tormenta feroz que nos arrastraba por las peligrosas corrientes del Estrecho del Infierno. Nos habíamos jugado la vida, ayudando a un grupo de pescadores seris que luchaban en su barca: una barcaza larga con un motor fuera borda. Y conseguimos remolcarlos hasta la playa, pero no pudimos evitar que uno de los hombres cayese al agua y se ahogase, arrastrado por la corriente.
Los seris conocen bien estas tempestades del Mar de Cortés que hacen, a menudo, naufragar sus barcas. Y, a pesar de que no sienten simpatía por el hombre blanco, al que llaman ikamatisslag (mentiroso), nos habíamos encontrado en unas condiciones muy especiales. Quizá por eso nos trataron hospitalariamente y pudimos visitar algunos de sus asentamientos, formados por cabañas con techos de lona y unas viviendas extrañas en forma de túnel. Mi aspecto de gringo rubio era para ellos una buena carta de presentación, porque prefieren tratar con extranjeros que con los propios mexicanos.
Cuando, dos días más tarde, el mar devolvió el cuerpo del pescador, asistí a la ceremonia sobrecogedora e inolvidable del entierro de un seri, en mitad del de sierto. Desde cierta distancia pudimos ver cómo removían lentamente la tierra con grandes caparazones marinos, para no hacer ruido y no alterar el sueño del muerto. Cuando la fosa era ya muy profunda dispusieron el cadáver en posición fetal, mirando al norte, y lo enterraron con sus artes de pesca y otros objetos. Al final, cuando el sol ya se ponía, me dejaron aproximarme para que pudiese arrojar unas piedras sobre la tumba, mientras ellos plantaban un cactus en el lugar de la sepultura. Luego, para disimular su dolor, los parientes del difunto se cubrieron la cara de ceniza y se cortaron el cabello.
Desde aquel día, cuando cruzo el de sierto y veo los candelabros melancólicos de los cactus, pienso que, cubiertos con sus abrigos de plumas de pelícanos, desfilan los espíritus de los seris. Nada hay tan melancólico como el crepúsculo en estos desiertos. Y, a veces, he aparcado mi coche al borde de la carretera y he dado rienda suelta a mi tristeza, gritando con todas mis fuerzas para calmar ese dolor que, en ocasiones, nos lleva a los seres humanos a sentirnos perdidos en el camino de los muertos. Es el rito fúnebre que aprendí de los seris, y ellos quizás aprendieron de los coyotes.
A pesar de su elevada talla y su aspecto duro, reseco, consumido por el sol y la sal del mar, los seris no han resistido al aislamiento y a las enfermedades. Sometidos a un régimen de matriarcado, adoran a la luna. Ellas, las indias –misteriosas como gatas, el pelo negro, largo y lacio, y los ojos rasgados y bellísimos–, hacen cestas que llaman coritas y ensartan curiosos collares de semillas y vértebras de pescado o de serpientes de cascabel.
Les dimos todas las confituras que llevábamos en el barco y, a cambio de nuestro obsequio, nos invitaron a compartir la pesca del día y sus tortillas de harina. Fue una comida inolvidable, porque nunca he oído relatar tantas historias de tiburones, tempestades, héroes y guerreros. Nos explicaron que hay minas de uranio escondidas, cuyo secreto sólo los seris conocen, porque los minerales radiactivos se ocultan entre piedras verdes.
En la fría noche se oyó un lamento lejano y uno de los seris se caló misteriosamente el sombrero de paja, se llevó una mano al pañuelo que tenía anudado al cuello, y me dijo:
– El coyote ha salido a cazar borregos cimarrones, o venados…
Los perros estaban inquietos, comenzaba a caer un relente helado y la fiesta acabó con el estruendo de unas matracas de hojalata y una especie de zambomba que los seris hacían sonar frotando unos palos.
Los tres clanes que sobreviven tienen su tótem: la serpiente, el pelícano y la tortuga. Y, cuando se pintan con los colores de fiesta y de guerra, dibujan en su cara los símbolos geométricos de estos animales. Sus fiestas son muy pintorescas, sobre todo cuando las muchachas alcanzan la pubertad y organizan las danzas alegres de l’aabt am Issaack (la sangre de la luna), en las que participan todas las mujeres con sus más bellos adornos.
La endogamia va aniquilando a los seris. Pero lo más grave es que los jóvenes tienen que comprar a sus mujeres con una dote y, si son pobres, deben conformarse con una viuda o una mujer mayor que no les da descendencia.
La última vez que estuve en la Isla Tiburón –convertida hoy en una reserva ecológica– me dijeron que los seris ya no vivían en estas playas y que los habían obligado a asentarse en otras poblaciones del litoral.
Más al Sur viven los pimas y los mayos. Cuando Owen –el visionario creador del tren de la Barranca del Cobre– fundó sus colonias utópicas en Topolobampo, los indios mayos eran todavía rebeldes al gobierno mexicano. Ellas se dedicaban a la artesanía, creando preciosos bordados que lucen en sus fiestas. Y ellos se dedicaban a la caza del ciervo, del jabalí y de los patos, como lo habían hecho sus antepasados. Pero, con el tiempo, han sido muy influidos por la civilización occidental.
Cazadores tenaces, los mayos se especializaron en el comercio de los huevos de pato, hasta que los ánades perseguidos huyeron a la isla de Farallón, donde hoy conviven con las focas. Todas las danzas de los mayos nos recuerdan sus ritos de caza, los movimientos del ciervo, las astucias del coyote y el vuelo de los patos. Le tienen terror a un perro negro y monstruoso de ojos encendidos y grandes colmillos que se aparece en la noche. Y puede decirse que donde hay un indio mayo no hay animal que pueda vivir tranquilo: ni siquiera un camello.
Un genio gringo tuvo, a fines del siglo XIX, la idea genial de importar camellos para los desiertos de Arizona y Nuevo México, sin pensar que una cosa es el Sahara, y otra muy distinta una tierra seca, cubierta de cactus, choyas, sabrosas pitahayas y tunas. Los pobres animales, diezmados por el consumo de frutas espinosas, demostraron enseguida que no eran apropiados para el desierto americano.
Para tener un detalle de amistosa generosidad, los Estados Unidos regalaron sus camellos a México, mandándolos en caravana hacia las tierras de los indios mayos.
En cuanto los mayos vieron aparecer en sus tierras a aquellas bestias tan feas desenvainaron sus armas de caza y decidieron acabar con todos o arrojarlos de la bahía de Topolobampo. Un amigo de Ciudad de México me dijo que, si quería ver a los últimos descendientes de estos desventurados y sufridos camellos, preguntase en el parque zoológico…
La Barranca del Cobre
No conoce México quien no ha hecho el trayecto en tren desde los Mochis hasta Chihuahua, atravesando los impresionantes paisajes de la Barranca del Cobre. Nos esperan aquí veinte cañones que for-man un escenario más vasto y no menos bello que el Gran Cañón del Colorado.
Los Mochis es una pequeña población del estado de Sinaloa, en la costa del Pacífico, que debe su fama a un proyecto de ingeniería absolutamente insólito: el Tren Escénico o Vista Tren. Más de ochenta túneles y 39 puentes hubo que construir para tender esta vía férrea que cruza los fabulosos cañones de la Barranca del Cobre.
Albert Kimsey Owen, ingeniero inglés, socialista utópico, extravagante y genial, tuvo la idea visionaria de crear esta vía férrea en 1898. Owen descubrió, además, en el territorio de los indios mayos, en la costa del Pacífico, una hermosa bahía que no aparecía en los mapas del siglo XIX: la bahía de Topolobampo.
Owen construyó otras vías férreas en México y fue el fundador de Ciudad Pacífico: una colonia libertaria en la bahía de Topolobampo, donde vivieron algunos de sus discípulos, intentando crear una sociedad feliz y solidaria. La colonia de Ciudad Pacífico fracasó cuando los primeros pioneros, venidos de San Francisco, comenzaron a desvirtuar la ingenua utopía, estableciendo relaciones capitalistas en su entorno, y explotando a los indios mayos como mano de obra barata. Owen, como tantos genios, se adelantó a su tiempo y no tuvo tampoco la dicha de ver acabado el tren de la Barranca del Cobre. La ambiciosa obra no sería concluida hasta 1961, mucho después de su muerte.
Al amanecer salimos de Los Mochis, atravesando en las primeras luces un paisaje tropical y llano de palmas y cocoteros. Luego, mientras ascendemos en la bruma de la aurora, la tierra se vuelve hosca y severa, como un altar preparado para el sacrificio. Poco a poco, el sol abrasante enciende los candelabros sedientos de los cactus. El tren corre entre desfiladeros, atravesando túneles y escalofriantes puentes de hierro, colgados en el precipicio; cruzando estrechos cañones; ascendiendo entre cascadas que resuenan en las inmensas quebradas como un tambor de guerra. El tren se mueve entre las rocas, haciendo un ruido estrepitoso, como si escapase de esta naturaleza voraz que se lo traga todo.
En la fría estación de Divisadero, a 2.500 metros de altura, se contempla una visión inolvidable de la Barranca del Cobre y sus abismos. Aquí vivió en 1936 Antonin Artaud, el poeta surrealista, que buscaba una nueva visión antropológica del mundo. A veces he pensado que algunas de sus alucinaciones tienen como fondo el confuso viaje del peyote, hongo que también consumen los indios tarahumaras.
“Los tarahumaras –escribió Artaud– no se convierten en filósofos, paso a paso, igual que un niño se hace hombre al crecer; ellos son filósofos desde que nacen”.
La primera vez que vi a un indio tarahumara pensé que me había extraviado de repente en un estudio donde rodaban una película de apaches. Su rostro oscuro, de piel roja, surcado por nobles y enérgicas arrugas, mostraba una seca expresión de voluntad salvaje. No era duro, sino orgulloso, misterioso, distante… Sus largos cabellos negros, con mechas plateadas por los años, caían sobre sus hombros, contrastando con una banda de color amarillo que llevaba en la frente. Dos pañuelos anudados al cuello completaban su estampa…
– Nosotros –me dijo el tarahumara– envejecemos más rápido, porque el trabajo de la tierra desgasta mucho.
Gracias a su voluntad de hierro, los tarahumaras han sobrevivido a los duros inviernos de estas montañas nevadas. Despreciándolo todo han conseguido vivir como los bosques que les rodean, como las cataratas de sus montañas, como las fuerzas misteriosas de la naturaleza…. Aunque en mi juventud me consideraba un andarín incansable y no recuerdo nunca haber tenido la debilidad de rendirme, ni siquiera tras una jornada de diez o doce horas de trekking, soy incapaz de seguir el ritmo de un tarahumara. Acostumbrados a caminar por estas rocas y precipicios, su forma de andar es inconfundible, haciendo honor a su apodo de “saltadores” o “pies ligeros”. A diferencia de los apaches, que son unos glotones y unos bebedores insaciables, los tarahumaras son más sufridos. Más de una vez compartí con ellos su almuerzo de frijoles y tortillas de harina y, en un detalle de generosidad muy apreciable en gente que vive en condiciones de pobreza, me ofrecían un vaso de teshuino –una cerveza de maíz, oscura y espesa– para que no tuviese que acompañar la comida con café.
Chihuahua, capital de la tierra seca
Después de atravesar la Barranca del Cobre, Chihuahua parece el paraíso del consumo, a pesar de que su nombre significa “tierra seca y arenosa”. Es verdad que el calor es ahora agobiante, y que el paisaje verde se ha vuelto ocre y gris.
Chihuahua, ciudad fronteriza, se levanta en un ancho valle, al pie de las montañas de la Sierra Madre. La proximidad de Texas labró en el siglo XIX la fortuna de muchas familias que construyeron magníficas mansiones y bellos edificios modernistas. Nunca he visto un pequeño chihuahua en Chihuahua. No sé de dónde le viene el nombre a esta raza de perros. Pero la estampa de Chihuahua me ha parecido siempre impresionante y suntuosa, como sus plazas, su catedral, sus avenidas y parques.
Los jesuitas fundaron las primeras misiones en esta ciudad minera, que explotaba la plata. La vida de los indios en las minas es una de las páginas más indecentes de la historia colonial de México. Quizá por eso Chihuahua tiene mucha tradición revolucionaria; quizá también porque guarda en su memoria la afrenta infame de haber visto el fusilamiento de los primeros patriotas mexicanos, Hidalgo y Allende. Juárez se estableció en Chihuahua hasta que las tropas francesas de Maximiliano le obligaron a huir hacia el Norte.
También Pancho Villa estableció aquí su cuartel general, en la lucha contra Porfirio Díaz. Después de haberse dedicado a robar ganado, Villa se instaló en Chihuahua y se enriqueció vendiendo caballos y negociando en carne, siempre especializado en el comercio de mercancías dudosas. Pero luego, cuando se unió a los revolucionarios que luchaban contra la dictadura, se hizo muy popular en estas tierras como protector de los desheredados.
El verdadero nombre de Pancho Villa era el de Doroteo Arango. Pero sus sobrenombres –el Centauro del Norte y el Atila de Durango– dan fe de su legendaria cruel-dad. Como tantos otros déspotas no fumaba, ni bebía, ni tenía vicios menores. Se compensaba con perversiones mayores, como el robo, la brutalidad sanguinaria y la violación de las mujeres. Sin embargo, cuando una mujer le gustaba de veras, la llevaba a la iglesia y se casaba con ella, inscribiendo su nombre en el libro parroquial. Luego, su lugarteniente amenazaba al cura para que le entregase el registro, y arrancaba la página.
Algunos recuerdos de la Revolución, incluyendo el coche en que fue asesinado Pancho Villa en 1923 se guardan en la Quinta Luz, donde el caudillo rebelde instaló su cuartel. El automóvil, oxidado y polvoriento, exhibe los impactos de las balas en la carrocería y en las ventanas. La ciudad conserva también su mausoleo, aunque no está enterrado aquí.
No es extraño que Chihuahua haya sido la patria de David Alfaro Siqueiros, pintor revolucionario y fanático, dotado de una capacidad genial para expresar con un dinamismo fascinante los conflictos de la violencia social. Fue amigo de Trotski y algunos dicen que también su más implacable enemigo, partícipe incluso en la conspiración que le llevó a una muerte cruel e infame. Encarcelado y exiliado varias veces por sus ideas radicales, nunca me pareció un personaje simpático, a pesar de su genio expresionista.
Algunas familias de ganaderos poseyeron aquí enormes latifundios. Es el caso de los Terrazas, que fueron propietarios de territorios tan extensos como Bélgica. Los apaches atacaron muchas veces Chihuahua, hasta que el legendario coronel Joaquín Terrazas venció al jefe Victoria.
Viendo a la gente se adivina enseguida que pertenecen a una increíble variedad de razas: desde el andaluz semítico, de rasgos afilados como un caballo cartujano; hasta el mediterráneo de ojos brillantes y pelo rizado, de rostro más redondeado; desde el melancólico indio, altivo y triste; hasta el mestizo de piel oscura y pelo lacio; sin olvidar las bellísimas criollas de trenza negra que llevan el rebozo, con infinita elegancia, sobre su carne morena.
Para conocer un país hay que escuchar también su idioma. El mexicano busca la melodía, alargando y saboreando las palabras en su boca, como si el ácido, elegante y seco español de Castilla hubiese madurado en sus labios y tuviese la suavidad de sus frutas.
– Sí señor; el camino sube o baja, según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja.
Los turistas americanos vienen a Chihuahua a comer y a beber bien; pero también se puede comprar artesanía de los indios tarahumaras y magníficas botas de cuero.
Mientras paseo por Chihuahua pienso que el Norte de México es la grandeza: enormes distancias, vastos pastizales, sobrecogedoras quebradas; tierras para el vaquero, para el vagabundo, para el caballo. El Sur es la belleza, la gracia, la sensualidad. El Norte es el desierto viviente. Hay que conocerlo para sobrevivir. La vida me dio la suerte de recorrerlo a caballo y a pie, en coche y en tren, como el indio que sabe encontrar en las mesetas áridas el dátil cimarrón o el agua escondida en la roca, o los que buscan raíces comestibles y frutos harinosos, o los que cultivan la uva en estos valles conquistados al coyote.