LOS CAFÉS DE VENECIA

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Los cafés de la Piazza San Marco (el Florian, el Quadri y el Lavena), son un auténtico museo de la vida veneciana: los espejos dorados, los divanes, los techos pintados, los frescos alegóricos, las vitrinas donde aún permanecen expuestos los servicios de plata… En estos salones chinos y en estas mesas diminutas, donde un camarero ceremonioso deposita el servicio del café y la jarra de agua, cabe toda la historia de la vieja Europa.

Entre las doce cosas mágicas que vinieron de Oriente, yo me quedaría la luz del sol, los gazales de Hafiz (“escúchame hoy a mí, como yo escuché los dulces cuentos que me contó tu perfume”), las palomas, y los cafés de Venecia…

Mágica, noctámbula y abandonada, como las lunas de nuestra primera juventud, Venecia se me apareció siempre como una reencarnación inesperada y repentina de las cosas más hondas, románticas y olvidadas de mi vida. Entre esos recuerdos se encuentran los cafés de Piazza San Marco –el Florian, el Lavena, el Quadri– y los viejos amigos que nos reuníamos en sus terrazas o en sus salones a sentir en el alma el chapotear indolente de la vida veneciana. Cada vez que abro un piano de cola me parece sentir entre mis manos los dedos de una sombra y el remo de una góndola. Cada vez que suena la música en la ominosa siesta de los cafés, me parece que –en la oscura velada del martes de Carnaval– se hunde, se acaba, se apaga Venecia.

Las palomas, que hoy son el símbolo de la Piazza San Marco, vinieron también de Oriente. Las trajo un embajador turco para alegrar a una dogaresa triste, enferma de melancolía. Y los cafés llegaron detrás de las palomas …

Venecia era el primer puerto europeo en la ruta de Oriente. Sus dogos habían establecido alianzas y amistosas relaciones con todos los pueblos del Este: los fatimíes de Egipto, los abasíes de Siria, los sultanes de Egipto, los emperadores de Bizancio, los sultanes otomanos, el Khan de los tártaros, los emperadores de China… En 1585, el embajador veneciano en la Sublime Puerta explicó ante el senado que “los turcos bebían un agua negra, muy caliente, extraída de una semilla llamada kahvé, que permite vencer el sueño”. La conquista no fue inmediata, porque los europeos estábamos acostumbrados a beber frío y dulce: aguas heladas, vinos, sorbetes o zumos de frutas. Pero el café nos acostumbró a beber caliente y amargo.

Bajo su apariencia soñolienta y tranquila, Venecia es el decorado ideal para las intrigas del amor y del vino, del juego y del café. Ninguna otra ciudad del mundo puede ofrecer a un espíritu delicado y viciable tantas tentaciones oscuras, tantos paseos malditos, tantos pensamientos amargos. Hay una Venecia dulce, de luna y rosas amarillas, de azúcar, malvasía, moscatel y picolit, que conocen todos los turistas. Pero hay una Venecia amarga, de agua alta y posos de café, que sólo conocemos los que hemos perseguido sombras en la laguna, perdidos en un laberinto de barcas negras y violetas olorosas.

Venecia en góndola

Venecia, como todas las ciudades míticas, tiene un subconsciente poblado de sombras; pero el intramundo veneciano está sumido en las aguas, en los pozos, en los ríos de verdín y mármol que van desgranando las cuentas de su rosario por estas húmedas calles que tienen nombre de oficios antiguos y de beatas solteras: Calle de la Fava, Ponte di Donna Onesta, Fondamenta dei Cereri, Canal Orfano, Sottoportico del Capello Nero, o Calle Larga dei Proverbi.

La primera vez que llegamos a Venecia pensamos ingenuamente que ésta era la ciudad de las aguas, la reina de las lagunas, la novia del mar. Desembarcamos en las alfombras rojas del Hotel Danieli, como ingleses húmedos, como espárragos perdidos en una copa de champagne. Y, temerosos de haber cruzado el río del olvido, nos asomábamos una y otra vez a la terraza para contemplar la silueta negra de nuestro barco que arrojaba sobre la tranquila laguna bocanadas calientes de humo y carbón. Pero, al paso de los años, descubrimos también la misteriosa Venecia de los patios secos, de los sopor-tales oscuros, de las escaleras sombrías y los pozos cerrados. Y dejamos el Danieli y la sombra de sus lamentos proustianos para aventurarnos en los hoteles del Gran Canal: el Bauer, el Gritti, el Victoria… Hasta que al fin encontramos nuestro pequeño refugio veneciano en el romántico Hotel Flora y en su diminuto patio donde las mortecinas hortensias cabalgan sobre una fuente de piedra, mordida y quebrada, como las cuerdas de una vieja guitarra, por los dedos del tiempo.

En Venecia comienza ya el Oriente: las sedas rumorosas, los bulliciosos mercados, los cafés de terciopelo y humo, los amores furtivos, las epidemias, los ojos, las cúpulas, los vientres –el perfil de los vientres– y los celos, los venenos, las mentiras de Oriente. No hay otra ciudad europea que sugiera con tanta fuerza al viajero la idea de un sueño antiguo, lejano y falso.

A Ernest Hemingway le gustaba escribir en Venecia, y muchas veces nos encontramos en el Harrys Bar, curiosos y distantes, separados por su vaso de whisky y mi copa de vino. Pero, a mí, Venecia me pareció siempre una ciudad peligrosa para la literatura, como esas mujeres inesperadas que nos roban una noche el vino y nos hacen escribir, con pluma blanca y anillo de oro, una página negra.

También es verdad que los escritores hemos sucumbido siempre a los cafés, a las góndolas, y a esas caras pálidas de la noche mal dormida que nunca acaban de entonar sus maquillajes con los colores de Venecia.

Cuando Gustav Aschenbach, el protagonista de Muerte en Venecia, se dirige hacia el Lido a bordo de una góndola, piensa en “silenciosas y criminales aventuras… en la taciturna y suprema travesía de la muerte”.

Ya Wagner se había inspirado en los cantos de los gondoleros para componer los lamentos del Tristán. Desde su habitación en el Palazzo Giustinian escuchaba el grito de los remeros que se abrían camino entre las brumas del Canal Grande, lanzando al viento su contraseña que sonaba como un profundo gemido y que culminaba con un grito in crescendo: ¡oh…Venezia!

Dicen que góndola significa concha (conchula). Y estas góndolas negras, que quizás cayeron en la laguna Veneciana cuando nacieron las primeras plumas en el vientre de Venus, se convirtieron en verdaderos salones de amor. Iban cubiertas con una cabañuela de madera que permitía a sus ocupantes ocultarse de todas las miradas indiscretas. Y no era infrecuente que, a bordo, viajara una joven escapada de cualquiera de los conventos nobles que había en la ciudad. Porque los monasterios venecianos eran verdaderas escuelas de intriga y de tercería, que rivalizaban incluso a la hora de proporcionar compañía en el lecho para el nuncio pontificio cuando éste visitaba la ciudad. Y, cuando en 1525 el obispo ordenó que todas las monjas se cortasen sus trenzas, las alegres hermanas del Monastero delle Celestie organizaron un sonado motín.

El cuerno no era sólo el atributo del Dogo, y algunos maridos consentidores llevaban en un libro de contabilidad las infidelidades de sus esposas…y las ganancias que les proporcionaban. Pero, al llegar la noche, el Gran Canal se convertía en un río de luces centelleantes donde sólo se escuchaba el grito acompasado de los gondoleros y aquella hermosa barcarola que cuenta las aventuras de Marina Benzon: “La biondina in gondoleta, l’altra sera g’ò menà”…

La rubia Marina Benzon era el más bello candelabro de los salones venecianos del siglo XIX. En su casa había recibido a un joven escritor que utilizaba el seudónimo de Stendhal y que apostaba al rojo y al negro en una época en que las ruletas rodaban siempre por el tercio de Napoleón. Algunos años más tarde este joven desconocido morirá de repente en una calle de París, sin que nadie sepa que ha sido el novelista más completo de su siglo. Pero quizás Marina Benzon llegó a intuirlo, porque era una de esas mujeres que desnudan, en pocos segundos, la cabeza de un hombre. Entre sus amantes suele incluirse al guapo Lord Byron; ella tenía casi sesenta años cuando conoció al “bel zovaneto ingrese”.

Venecia, como la rubita Marina Benzon, tiene un crepúsculo fascinante. Todos los románticos se enamoran de ella en la hora mágica de su decadencia. Y en esas fechas del siglo XIX es cuando se escribe la leyenda fúnebre de la góndola, al gusto romántico. La famosa cantante Maria Malibrán, que llega a Venecia para estrenar el Otello de Rossini, protagoniza el primer escándalo cuando se niega a “sepultarse viva en estos ataúdes negros”. Y el pintor Leopold Robert se suicida entre las góndolas para que el mundo recuerde siempre sus desgraciados amores con Carolina Bonaparte, princesa de España.

La góndola, como toda Venecia, está pensada para dos. Pero George Sand la convierte en protagonista de un juego para tres. La extravagante escritora llega al Hotel Danieli con su amante de turno, el delicado y cínico Alfred de Musset; pero al cabo de pocas semanas ya se entiende con un médico veneciano llamado Pagello. Y como la Sand tiene la pérfida costumbre de repartir insultos y cuernos allá donde llega, una moza veneciana –llamada Arpalice– le baja los pantalones y le propina una soberana paliza para que recuerde siempre lo que valen las faldas en el Mediterráneo.

La hora de Venecia es el amanecer, la hora de Venus. Y en ese momento, cuando las zapatillas encantadas se convierten en guantes oscuros, cuando los cuerpos cansados exhalan ya el oleoso perfume de los narcisos indios, se desperezan las góndolas agitándose en sus embarcaderos como esclavas de ébano, como rebaños de ovejas prietas, como se abren las puertas cerradas y los ríos dormidos el día en que las niñas en flor despiertan, sin saberlo, alegres, cansadas, después de haber soñado con violines negros…

El primer café de redacción

El más célebre de todos los cafés de la Piazza San Marco sigue siendo el Florian. Nació en 1720 con un nombre muy sonoro, poco apropiado para pasar desapercibido: Alla Venezia Trionfante. Decorado con simples banquetas, como una hostería, no era un salón lujoso. Su fundador, Floriano Francesconi, lo había creado con un propósito honesto: abrir un café para la clientela seria y burguesa, que quería mantener su reputación al margen de cualquier denuncia.

El Café “Alla Venezia Trionfante” sólo se permitía una pequeña debilidad veneciana: una terraza que permitía espiar a cualquier parroquiano que pasase por la Piazza de San Marco y a cualquier persona que se dirigiese al cercano Palacio Ducal. La Piazza era todavía un zoco animado donde podían encontrarse los tipos más diversos y extravagantes que mostraban sus mercancías en los tenderetes y barracas: los feroces albaneses –cortadores de orejas– con sus largas trenzas y sus calzones atados a los tobillos, los turcos con sus turbantes, los altivos catalanes y genoveses con sus barretinas, los moros con sus chilabas, pálidos ingleses, bigotudos borgoñones, portugueses vendedores de naranjas, músicos alemanes, domadores de caballos húngaros, pobres mendigos y falsos miserables venidos de todas partes, disfrazados de peregrinos y monjes, fingiendo ser dolientes leprosos lacerados o eunucos escapados de los harenes. El ruido de la Piazza llegaba hasta el café, donde se oían los gritos de los vendedores, de los adivinos y de los albaneses que vendían cacahuetes tostados (bagigi); el sorteo de la tómbola y de la lotería; el pregón de los dentistas, los escribanos y los vendedores de hierbas…

IMÁGENES DEL CAFÉ FLORIAN, EL MÁS CÉLEBRE DE TODOS LOS DE LA PIAZZA SAN MARCO. FUE INAUGURADO EN 1720 CON EL HIPERBÓLICO NOMBRE DE “ALLA VENEZIA TRIONFANTE” Y ESTABA DECORADO CON SIMPLES BANQUETAS.

Tampoco los reyes faltaron en la Piazza San Marco y en los salones del Florian: el emperador José II de Austria, el emperador alemán Leopoldo, y los grandes duques de Rusia fueron recibidos por los dogos con desfiles, arcos de triunfo y, a veces, una carnicera caza de toros. Ocultos bajo sus máscaras de car-naval frecuentaban el Florian, los reyes Federico IV de Dinamarca y Gustavo III de Suecia, el rey más inteligente del siglo

XVIII. Su afición por las máscaras le costó la vida. Murió asesinado en un baile, en el viejo Teatro de la Ópera de Estocolmo. Verdi basó su ópera Un ballo in Maschera en el trágico final de aquel rey galante del siglo XVIII, que fue un incansable constructor de castillos, promotor de academias y protector de artistas.

En los Carnavales del año 1751, los parroquianos que acudían al Florian vieron en la Piazza un espectáculo insólito: un extraño animal, provisto de un unicornio, que llamaban “rinoceronte”. El pintor Longhi retrató el extraño animal, que pesaba 5.000 libras, devoraba cada día 60 libras de heno, 20 de pan y bebía 14 cubos de agua…

Floriano Francesconi demostró también buen sentido comercial, cuando decidió convertir su café en redacción y sede de la Gazzetta Veneta, el periódico que acababa de nacer en la capital de la República. Se creó así el primer “café de redacción”. Pero la Gazzetta era, además, un reclamo para los anunciantes que buscaban casa y trabajo, para las demandas de empleo y servicio (“Se busca criado de honesta conducta que sepa peinar bien, preparar el café, el chocolate, las limonadas y poner bien la mesa”), para los anuncios (“Quien haya encontrado un perrito de aguas de España color tabaco, perdido en el barrio de San Moisé, que lo traiga al Café Florian y se le dará un cequí de propina”), y para la compraventa de mil objetos diferentes. Los extranjeros acudían al Florian a leer la Gazetta, en cuanto llegaban a Venecia. Y para mantenerlos mejor informados, Floriano se preocupó de suscribirse a los tres o cuatro periódicos extranjeros que la Inquisición permitía distribuir en Venecia.

Alrededor del Florian “Alla Venezia Trionfante”, nacieron otros cafés: Aurora, Degli Specchi, o el famoso Alla Minerva donde se reunía la gente de teatro. El Café Aurora era, probablemente, el más elegante, con su cubertería de plata, su magnífica vajilla y su refinado mobiliario. En el Café Alla Minerva se dejaba ver, de tarde en tarde, el sabio e intrigante Giacomo Casanova, que tenía gustos gastronómicos tan exigentes. Viajaba siempre con un molinillo para prepararse su propio chocolate batido –naturalmente, turinés– y sólo bebía café expresso, en una época en la que los cafeteros dejaban reposar el café de un día para otro. En el Florian se daban cita Goldoni, Domenico Cimarosa y el mago Cagliostro. A menudo se veía también al pintor Francesco Guardi que, cuando andaba corto de dinero, se paseaba entre las mesas intentando vender sus cuadros de ambiente veneciano.

Cuando murió Floriano Francesconi, su sobrino Valentino supo mantener su herencia; aunque se vio obligado a permitir el juego en los salones del mezzanino. Era imposible evitar esta plaga en Venecia, de la misma forma que no podían cerrarse las puertas de un café a los vástagos de aquella aristocracia bienpensante que producía, sin cesar, “travestis (gnoghe) y prostitutas”. Los espías de la Inquisición le acusaban de “ruffiano, barattore di carte, e perfino col titolo di magnamaroni”. Pero Valentino era un hombre inquieto, progresista y genial. Cuando el estrépito de las revoluciones conmovía a media Europa, en 1791, organizó un viaje por Francia e Inglaterra para conocer de cerca las nuevas ideas, los acontecimientos y los adelantos. Precursor de los más audaces corresponsales de prensa, publicó sus impresiones en la Gazzetta. La firma del “famosissimo sir Valentin” se cotizaba en Venecia.

En realidad, Valentino se había adelantado a los terribles acontecimientos que estaban por venir, también en Venecia. Los confidentes de la Inquisición comenzaban a escuchar conversaciones y rumores inquietantes en el Florian. El 12 de mayo de 1797, el último Dogo Ludovico Manin, vio cómo le arrebataban de la cabeza el cuerno de sus mayores. Los parroquianos del Cafe Florian vieron cómo ardían y se profanaban en la plaza los símbolos ducales, mientras el pueblo quemaba el Libro d´Oro donde figuraban los nombres de todas las familias nobles de Venecia en las que podía recaer la corona ducal. Los extranjeros que llegaban al café comentaban, alarmados, que los franceses avanzaban ya sobre Cerdeña.

Bonaparte se apoderó, finalmente, de Venecia. Los soldados franceses plantaron en mitad de la Piazza San Marco un “árbol de la libertad”, en torno al cual el pueblo tuvo que bailar la Carmagnola. La Venezia Trionfante se convirtió en Florian: un melancólico café provinciano, que cerraba a hora muy temprana de la noche, cuando las góndolas dormían en los silenciosos ríos de la mortecina ciudad conquistada.

El Risorgimento se anima con cafeína

Las pelucas y los miriñaques, que eran los símbolos de Venecia, desaparecieron para dejar paso a las nuevas modas. La academia filosófica del café se había convertido, además, en una escuela de ideas liberales: centros de reunión de los carbonarios y de los “patriotas” que luchaban contra la dominación austríaca, preparando la unidad nacional italiana. La difusión de la prensa y los libelos, bajo la apariencia discreta de una lectura que acompañaba a la amena tertulia, permitía la propagación de estas ideas revolucionarias y progresistas.

Cuando los austríacos se apoderaron de Venecia, el Florian se convirtió en cuartel general de la sedición. Algunos le llamaban “il Senato”. Los revolucionarios que se reunían en los salones del primer piso, redactaron un manifiesto en el que reclamaban la liberación de sus jefes, Manin y Tommaseo. El 22 de marzo de 1848 se creó la República de San Marco. Pero este sueño apenas duró un verano. Antes de caer derrotados, los insurrectos tuvieron que batirse duramente en los ríos y canales, y el Florian sirvió de enfermería para atender a los heridos.

Pero el café es, en cierta manera, el mejor remedio para la melancolía. En contraste con las mansiones tristes, a menudo malsanas y oscuras, los cafés ofrecían el ajetreo de la conversación y del negocio, las risas, la tertulia, la compañía y hasta la intriga de amor…

Los años dorados del romanticismo dieron vida al Florian. Allí se reunían el escultor Antonio Canova y sus amigos. Era fácil encontrar en sus salones a Antonio Selva, el arquitecto que levantó el que fue, para mi gusto, el más bello teatro de ópera que ha existido en Europa; el Teatro de la Fenice, hoy tristemente destruido por el fuego. En el Florian se enteró Stendhal de que Napoleón había sido derrotado en Waterloo y de que los reyes volvían a “envilecer” la historia de Francia. En estas mesas se daban cita los artistas más a la moda: el ceremonioso poeta-ministro Goethe que contempló, por primera vez el mar, desde el campanile de San Marco; el monárquico Chateaubriand, que escupía sangre azul en sus accesos de tisis; el amanerado Alfred de Musset y la delirante George Sand, el pendón más frívolo y disparatado que salió de los colegios de monjitas del viejo régimen; el incansable y prosaico cuentista Honorato de Balzac; el generoso y bonachón Dumas; el pintor Hubert Robert, que se suicidó tras un amor desgraciado; el loco Byron que enseñaba el “corno inglese” a los venecianos; el más delicado músico de la Italia romántica, Vincenzo Bellini; y los poetas Ugo Foscolo y Alessandro Manzoni.

El Risorgimento se había alimentado de cafeína, se estimulaba con puros habanos, se entretenía con el billar y había escrito su historia heroica en los cafés, entre ramos de rosas. Pero aquel sueño romántico, que había dado nueva vida a los cafés, volvió a dejar los salones desiertos cuando, en 1860, los revolucionarios conquistaron su deseada victoria.

Gasparo Gozzi, el fundador de la Gazzetta Veneta, nos ha dejado un fiel retrato de aquellos viejos cafés venecianos: “Más que establecimientos, parecen deliciosos espectáculos teatrales… Los mejores pintores han representado jardines, pájaros salvajes, cascadas. Los ebanistas se han esforzado tallando las maderas para crear bellos frisos dorados, en medio de los cuales han dispuesto esplendorosos espejos… Los sillones mullidos te ofrecen sus brazos, junto a los cómodos divanes y a las banquetas”.

En 1839, los clientes del Cafe Florian vieron, con gran escándalo, cómo la Piazza San Marco cambiaba la amarillenta luz de los fanales de aceite por modernas lámparas de gas. Pero el progreso conquistaba la vieja plaza donde se habían dado siempre cita las maravillas: los extraños animales que trajo Marco Polo de sus viajes a Oriente, las esclavas negras que vendían los mercaderes de Levante, las corridas de toros, los torneos caballerescos a los que asistió Francesco Petrarca, los animados espectáculos de la Fiera della Sensa, la insólita figura del feroz Barbarroja que se arrodilló delante del Papa, los castillos o torres humanas que llamaban “forze d´Ercole”, o el globo aerostático en el que el conde Zambeccari sobrevoló la ciudad en 1784. Sin olvidar el milagroso desplome de la inmensa mole del campanile que se vino abajo en la mañana del 14 de julio de 1902, llenando la plaza de escombros y sin matar ni siquiera una paloma.

Los cafés venecianos se habían convertido, en pocos años, en salones lujosos, bien decorados, mejor servidos, y célebres por la calidad de sus bebidas. El viejo Cafe Florian también modernizó su apariencia en 1858, intentando disimular su pasado revolucionario. Su nuevo propietario, Massimiliano Pardelli mandó renovarlo completamente. A las órdenes del ingeniero Cadorin trabajaron los mejores pintores y ebanistas de la época. Por eso, la decoración que hoy podemos admirar está impregnada de ese espíritu positivista, salido de la revolución industrial. ¿Puede haber algo más ingenuamente masónico y “fin de siècle” que esas dos salas que decoró el pintor Casa con sendas alegorías?: en la primera, las ciencias y la técnica, presididas por la Civilización con una estrella en la frente; en la segunda, unas mujeres orientales y una negra desnuda. Todo ello en medio de un delirio grutesco y de un sinfín de adornos manieristas, realizados por Pascutti.

Los cafés de la competencia: el Quadri y el Lavenna

Cuando el nuevo Florian se inauguró en 1858, los militares austríacos interpretaban todavía en la plaza la mejor música alemana. Manteniendo una vieja costumbre, la magnífica acústica de la Piazza también sirvió para representar algunas óperas, como Cavalleria Rusticana y Pagliacci. Wagner escuchó, desde los salones del primer piso, las oberturas de Rienzi y Tannhäuser. Pero los alemanes, preferían los cafés del otro lado de la plaza.

Nada se escatimó para ennoblecer estas bomboneras que me recuerdan todavía, los más lujosos departamentos del Orient Express: los divanes de terciopelo rojo, las pequeñas mesitas recubiertas de mármol, las puertas de caoba, las artísticas lámparas –sostenidas por bacantes y ángeles de amor–, los espejos, o el parquet de nogal y sus finas marqueterías… Hasta las vajillas y cuberterías eran obras de arte, piezas maestras de la orfebrería. Los clientes quedaron maravillados cuando el nuevo local reformado abrió sus puertas el 24 de julio de 1858. Algún periodista de la época lo llamó: “El triunfo del buen gusto”

Una nueva clientela acudía al Florian: Charles Dickens, John Ruskin, Heine y Nietzsche, Emilio Castelar e HipólitoTaine… Ese fue el Florian que frecuentaron, en la época de nuestros abuelos, Proust y Verdi, Ibsen y d´Annunzio, Liszt, Richard Straus, Thomas Mann y Stefan Zweig, Rilke y Hoffmannnsthal. Ese fue el Florian donde he encontrado, tantas veces, a Paul Morand y a Ernest Hemingway, a Strawinsky, a Artur Rubinstein o a Clark Gable.

La competencia del Florian, al otro lado de la Piazza San Marco, era el Quadri: el café donde se reunían los moderados. Bajo la dominación austríaca se había llamado Café Civil y Militar, con un rótulo en alemán que decía Kaffeehause. Después de la revolución y la independencia, el Quadri tuvo que disimular su “turbio pasado austríaco” cambiando frecuentemente de nombre: Caffé della Guardia Civica, Caffé dei Lombardi, Caffé della Guardia Civile… Para acallar las malas lenguas, el propietario mandó colocar sobre la puerta un gran retrato del rey Víctor Manuel, rodeado de guirnaldas de flores.

Como el Florian, el Quadri fue decorado por el ingeniero Cadorin y el pintor Casa, que pintó al temple unas alegorías de las estaciones, alternándolas con altos espejos. Otra de las salas, fue también consagrada a los “exotismos”: una fantasía morisca con cuatro paneles que representan la Ley, la Paz, la Guerra y la Riqueza. Y un tercer salón conserva dos frescos bien grandilocuentes: El Comercio de los Venecianos en Oriente, y Levantinos en Venecia. Pero otros pintores, como Carlini, Sala y Moretti, trabajaron en la decoración del Quadri, pintando alegorías y recurriendo, con frecuencia, al “trompe l´oeil” para imitar falsas tapicerías y falsos mármoles.

El Café Lavena conserva, en su fachada, una lápida dedicada al más fiel de sus clientes: Ricardo Wagner. El músico frecuentó este local durante sus largas estancias en Venecia: primero, después de huir de un matrimonio desgraciado; más tarde, con Cósima Liszt. Herido ya por la muerte, en el invierno de 1883, Wagner aún tuvo fuerzas para acudir al Lavena con Cósima, con Franz Liszt y sus amigos, cuando se celebraba la despedida del Carnaval. Allí se unió a las máscaras que bailaban en torno a una lamparilla agonizante, cantando en coro la última y más triste canción del Carnaval: El va¡ El va¡ (¡se acaba, se acaba¡).

También es verdad que los escritores hemos sucumbido siempre a los cafés, a las góndolas, a las palomas, a la luna y a esas máscaras pálidas de la noche insomne o mal dormida que, al amanecer, siguen intentando cambiar nuestros cuentos por sus perfumes.

Han pasado muchos años desde que dejé mi casa veneciana, en el Rio del Duca; pero todavía se conservan, pintadas con mis colores –negro y violeta– las “paline” donde amarraba cada madrugada mi corbata y mi barca. Todavía recuerdo el rostro de “la Lucia dei fiori”, la muchacha que traía a nuestra mesa ramilletes de camelias y gardenias, perfumados como los sorbetes de menta que el camarero nos servía a la hora del atardecer. Vestía, como Mimí con un anticuado sombrero de paja que tenía el color de su cara pálida. Murió una fría noche de Carnaval de 1968, y encontraron su cestillo de flores en un canal del Cannareggio… Y cuando me siento en la terraza del Café Florian, escuchando la música serena de la orquestina, pienso que Oriente lo sería todo –el sol, los gazales de Hafiz, las palomas, los cafés de Venecia– si no fuera por el vals. Venecia se va, se acaba, se hunde. No entiendo por qué las palomas venecianas regresan a Oriente cuando se sienten morir….

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