La libertad como destino

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El desempleo es una de las principales preocupaciones de los políticos, los editorialistas y los moralistas de toda laya, no así de los mismos desempleados, más pendientes de sus propios asuntos. Abandonada toda esperanza, por lo demás inútil, de alcanzar el pleno empleo, las sociedades occidentales viven en la contradicción entre unas aspiraciones irrealizables y unas necesidades inaplazables. El estado de bienestar, creado durante los “años gloriosos» posteriores a la Segunda Guerra Mundial y pensado para sociedades industrializadas con pleno empleo, trabajo masculino y familia tradicional, se encuentra en retroceso, más que por los embates ideológicos por su propia incapacidad de adaptación a las nuevas realidades sociales.

La antigua división de la sociedad en clases ya no puede explicar toda la multitud de situaciones que se dan en su seno. Por la misma razón, las ideologías ya no son capaces recoger todas las aspiraciones de la gente para, simplificándolas y reduciéndolas a unas pocas opciones, ofrecer soluciones para todos. La sociedad se nos aparece ahora como un caleidoscopio, múltiple y cambiante. Lo que antes parecía firme y sólido ahora se nos presenta líquido e inestable.

Sin embargo, los problemas concretos y singulares de personas concretas existen, incluso más agudizados al desaparecer las antiguas solidaridades familiares y de clase. Es más, ya no tenemos un «sistema» a quien responsabilizar de las deficiencias de las sociedad. El fracaso de los desempleados y/o subempleados es personal e intransferible. Como nos advierte Tolstoi, «todas las familias felices se parecen, y las desgraciadas lo son cada una a su manera.» La dicha, segura y sólida, de la parte satisfecha de nuestra sociedad, que tiene su paradigma en los parques temáticos donde reina una felicidad tan homogénea como artificial es el contrapunto de la desdicha de los excluidos del festín del consumo. Ya tenemos, pues, aquí, a nuestro desdichado desempleado, que puede ser un obrero especializado, un licenciado, una madre soltera o un separado, viviendo libre de ataduras sociales y familiares como nunca los hombres han vivido, una libertad como jamás se haya visto nunca en la historia humana, afrontando su destino a cada paso, construyéndose su propia biografía de la crisis, sin más referencias que las estadísticas, y con la única certeza de la incertidumbre. Dueños de su propia vida, sí, pero al mismo tiempo, vagabundos de su propia biografía errática y quebrada.

Donde antes se decía «juntos, pero no revueltos» ahora se dice «juntos, pero individualmente». Cada cual debe asumir su éxito o su fracaso en solitario, pues tenemos libertad, la libertad de elegir y construir nuestras propias vidas, aunque luego, timeo danaos et dona ferentes, «temo a los griegos aunque nos den regalos», se sienta con más fuerza que nunca la tiranía de un destino caprichoso, azaroso y volátil. Es lo que tiene la libertad: tanto sufrimiento para conseguirla y ahora que la tenemos, diríase que ya no tiene importancia. Como nos advierte Leo Strauss ,»la otra cara de la libertad sin cortapisas es la insignificancia de la elección». O dicho de otro modo, la libertad del individuo solitario no es elección sino destino.

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