La experiencia como fuente de conocimientos y su traslación a los ámbitos profesional y universitario

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La Real Academia de la Lengua define el vocablo experiencia, entre otras acepciones, como “El conocimiento de la vida adquirido por las circunstancias o situaciones vividas” o “La práctica prolongada que proporciona conocimiento o habilidad para hacer algo”. Puede decirse que estos dos significados del vocablo se complementan, puesto que al experimentar adquirimos conocimientos y estos conocimientos almacenados en nuestra mente nos capacitan para adquirir nuevas destrezas y habilidades que sirven de base para adquirir nuevos conocimientos.

Este es uno de los procesos básicos del aprendizaje: adquirir por mediante práctica los conocimientos, destrezas y saberes. De esta forma se aprendían antes los oficios, donde el maestro transmitía conocimientos a los aprendices para otorgar la maestría a sus sucesores en el oficio.

En la sociedad actual, la transmisión de saberes ha superado las barreras de la comunicación personal y del papel impreso, por la existencia de los más variados medios de transmisión de la información: radio, televisión, Internet, etc. Ya no hace falta que busquemos la fuentes del conocimiento, porque este viene a nosotros sin solicitarlo, somos bombardeados por multitud de informaciones, unas útiles y otras totalmente innecesarias.

Nuestro sistema educativo se basa en la superación de unas pruebas o exámenes, sobre un número limitado de saberes, y habilita, en muchos casos a los recién titulados, sin apenas experiencia, para obtener una licencia que les facultará para desempeñar una profesión y realizar tareas que llevan consigo la necesidad de obtener de unos resultados prácticos, concretos y, en muchos casos, sin que admitan la posibilidad de error, tales como los que afectan a la seguridad de proyectos e instalaciones.

Los jóvenes titulados llegan al mercado del trabajo sin tener práctica profesional y dándose por supuesto que los saberes que poseen les capacitarán para desempañar una profesión de carácter práctico, tales como son las relacionadas con la ingeniería.

Por otra parte, las universidades, en su mayoría, están poco predispuestas a dar valor académico a los saberes obtenidos mediante la práctica profesional. Y son valores sobre los que se apoya esencialmente la contratación de profesionales y la demanda social, en los que el título importa menos que la experiencia real, el conocimiento adquirido en el desempeño profesional y la inteligencia emocional.

La Universidad da una formación intelectual básica, pero apenas imparte formación práctica para el desempeño de tareas. Las profesiones se aprenden trabajando en ellas, pero los estamentos docentes (no así las empresas y la sociedad) dan escaso valor al conocimiento que da la experiencia. Es decir, solo se prima el saber adquirido por los libros e impartido por los estamentos docentes: no se da validez oficial al saber extrauniversitario.

Habilitación y formación

En España, la Universidad tiene el monopolio de la habilitación para el ejercicio de profesiones tituladas. Con poca participación de los estamentos profesionales y de la sociedad. El resultado es que para insertarse con posibilidades de éxito en el mercado de trabajo, los recién titulados deben completar su formación por la experiencia o práctica para transformarse en verdaderos profesionales. Por otra parte, a los ejercientes profesionales de contrastado valor y años de experiencia, no se les reconoce su formación real en estamento oficial o académico alguno, aunque paradójicamente sean ellos los que impartan muchos de los cursos de formación o especialización universitarios tipo master.

Estos dos conceptos señalados: conocimientos adquiridos y habilidad o actitud para aplicar esos conocimientos solos o complementados por otros, separan lo que es el aprendizaje de una carrera profesional y lo que es su ejercicio real. El título académico es la puerta de entrada en el campo de las profesiones, pero debe ser complementado con un mecanismo de acreditación, sobre todo en el caso de que el ejercicio profesional actúe en campos que pueden, en el caso de ignorancia o negligencia, ocasionar riesgos para terceros, tales como ocurre con la profesión de ingeniero.

Lo anterior nos lleva a la necesidad de que existan dos mecanismos: el de la acreditación profesional y el reconocimiento académico de la experiencia profesional. El primero deben establecerlo los colegios profesionales; el segundo, los estamentos universitarios, de forma justa y ponderada, de acuerdo a la realidad social, para que la experiencia contrastada sea reconocida como mecanismo de adquisición de conocimientos y como instrumento fiable, además del aprendizaje universitario y tenga su equivalencia en grados, etapas o créditos docentes. Así, la Universidad se conectaría con el mundo real y los titulados se sentirían estimulados para que sus logros profesionales tuvieran un respaldo académico, sin perjuicio del otorgado por los estamentos colegiales.

El título universitario debería ser el inicio de un itinerario que permita a los profesionales inteligentes y capacitados progresar sin otras limitaciones que su capacidad y estímulo para adquirir conocimientos combinando trabajo, experiencia y estudio. Los colegios profesionales ya hemos establecido a través del DPC los mecanismos de reconocimiento profesional de la experiencia. La Universidad debería seguir su ejemplo, dando reconocimiento académico a la experiencia como forma de adquisición de los saberes y destrezas imprescindibles para el ejercicio profesional, posibilitando la existencia de una Universidad abierta, capaz de mantener una relación continua con sus egresados que supere las barreras temporales de una carrera y de sus cursos académicos. Este reconocimiento se da ya, de hecho, en muchos de los países más avanzados y debe hacerse efectivo en España, si la Universidad quiere ser algo más que un centro de enseñanza reglada: algo vivo capaz de evolucionar con la sociedad y sus propios titulados.

Francisco M. Avellaneda Carril

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