Jesús Mosterín (Bilbao, 1941) no se cansa de repetir que a la ciencia hay que ordeñarla, no temerla. Como filósofo ha esquilmado las ubres de la investigación hasta el punto de ser considerado uno de los filósofos de la ciencia más relevantes de nuestro país. Fruto de ese análisis es su reciente Diccionario de Lógica y Filosofía de la Ciencia, publicado junto a Roberto Torretti, una hazaña intelectual nada comparable a la ingente tarea que va a emprender ahora y que anuncia en esta entrevista: la creación de una filosofía que nos brinde el secreto de la buena vida.
Profesor de investigación del Instituto de Filosofía del CSIC y catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Barcelona.
«EL EMBRIÓN HUMANO NO MERECE CONSIDERACIÓN MORAL»
En el prólogo de su libro Ciencia viva usted habla del «indeseable divorcio entre ciencia y filosofía». ¿Cuáles son los peligros de ese divorcio? Según yo lo veo, ciencia y filosofía forman un continuo. Son partes distintas del mismo árbol del conocimiento. La savia circula entre ellas y tanto la una como la otra fructifican en virtud de esa conexión. Obviamente, el peligro de la separación es que la ciencia y la filosofía acaben secándose. Si la filosofía pierde el contacto con la ciencia se convierte en pura palabrería y, del mismo modo, una ciencia alejada del pensamiento filosófico no es más que una gimnasia técnica árida y aburrida. Pero esto no es una idea nueva. Aristóteles, por ejemplo, escribió más de zoología que de metafísica, ética y lógica juntas y el mismísimo Kant formuló la primera hipótesis coherente acerca de la formación de nuestro sistema solar. La separación académica de ciencia y filosofía no se produjo hasta el siglo XIX, en Alemania, por efecto de una reacción romántica antimoderna.
¿El peligro radica en que esa separación académica termine en un divorcio real? Así es. Está claro que los investigadores pueden hacer ciencia sin tener en cuenta la reflexión filosófica y que los filósofos pueden pensar sin considerar los avances científicos. Pero en ese caso lo que se hace es pequeña ciencia y pequeña filosofía. Si lo que se quiere es hacer gran ciencia y gran filosofía tiene que existir el contacto. La reflexión crítica y analítica de la filosofía detecta problemas conceptuales y metodológicos en la ciencia y la empuja hacia un mayor rigor. Y los nuevos resultados de la investigación científica echan por tierra viejas hipótesis especulativas y estimulan a la filosofía a progresar.
¿Qué papel cumple la filosofía de la ciencia en estas interacciones mutuas? La filosofía de la ciencia se ocupa de dos asuntos distintos pero relacionados. Por un lado, investiga y expone todo aquello que hace la ciencia, tratando de sintetizar los resultados. La ciencia actual ha progresado tanto que su desarrollo sería inconcebible sin una extremada división del trabajo, lo que ha llevado a una parcelación del conocimiento, a un espejo roto que no da una visión de conjunto del estado en el que se encuentra el saber. El filósofo de la ciencia recopila los resultados de la actividad investigadora, que andan desconectados los unos de los otros, y los presenta como un todo más o menos cohesionado.
¿Y la otra gran misión? Por supuesto, la filosofía de la ciencia no se detiene en la mera recopilación de los resultados de la actividad científica, sino que también lleva a cabo un análisis de las teorías científicas a las que dan lugar y los conceptos con los que se formulan. Del mismo modo que un botánico analiza al detalle las plantas, el filósofo de la ciencia estudia cosas como qué es una teoría, cuándo una teoría se reduce a otra o si un concepto se está aplicando correctamente. En definitiva, la filosofía de la ciencia estudia a la empresa científica como un fenómeno más del cosmos.
¿Y cómo le ha ido hasta ahora? Bastante bien. Las obras de filósofos como Bertrand Russell, Karl Popper o Thomas Kuhn son bien conocidas. En concreto, Conjeturas y refutaciones: el desarrollo del conocimiento científico de Popper y La estructura de las revoluciones científicas de Kuhn se han vendido mucho y son muy recomendables. Ahora existen estudios muy rigurosos dedicados al análisis de teorías concretas como las de la relatividad o la mecánica cuántica. No obstante, la filosofía de la ciencia todavía está en ebullición y las cosas aún no están maduras para síntesis definitivas.
Es curioso observar en usted una cierta manía por incluir en sus libros comentarios biográficos de los filósofos de la ciencia cuya obra expone. ¿Lo hace para acercar a estos intelectuales a un público lego en temas de filosofía de la ciencia o porque sus vidas ayudan a entender las ideas que desarrollaron? Más por lo primero que por lo segundo. Se trata de una cuestión de marketing, sobre todo en el caso de Los lógicos. Pensaba que si únicamente escribía sobre la obra de esos autores sólo lo iban a leer los colegas. El interés por fisgar en la vida de los demás siempre está ahí y pensé que el libro tendría más éxito si incluía episodios de su vida privada.
Muy a menudo se hace referencia al escaso desarrollo de la ciencia en España. ¿Cuál es el estado de la filosofía de la ciencia en nuestro país? Es verdad que España no ha tenido nunca una relevancia científica decisiva. Si hemos destacado en algo ha sido en biología, campo en el que contamos con dos premios Nobel. De hecho, cuando ahora se habla de recuperar cerebros, se habla sólo de biólogos. En las demás ramas de la ciencia los éxitos son más discretos, y lo mismo ocurre con la filosofía de la ciencia. Pero sí que se están haciendo cosas en nuestro país, donde incluso estamos mejor que en Francia e Italia.
Usted ha calificado el desciframiento del genoma humano como un hito en el desarrollo de nuestra autoconciencia. ¿Significa eso que los genes responderán por fin a la vieja pregunta filosófica de quiénes somos? El debate sobre la naturaleza humana es muy antiguo, pero siempre ha sido una discusión bastante bizantina. Los partidarios de la influencia del ambiente y los defensores del poder de la herencia han mantenido sus posturas con argumentos bien razonados pero sin ninguna base empírica, con lo que el problema nunca se ha resuelto. El conocimiento de lo que hay en los genes le pondrá punto y final. Antes dábamos respuestas míticas para explicar lo que somos. Platón escribió que nuestra alma es un espíritu que cayó del cielo, donde vivía antes de nacer, precipitándose sobre el cuerpo que ahora lo aprisiona.
¿Y qué nos dirán nuestros genes de nosotros mismos? Muchas cosas útiles para formar nuestra autoconciencia. Estamos aprendiendo que descendemos de un linaje de protobacterias que vivieron hace 3.800 millones de años. Se trata de un tarea de arqueología, cada gen es un fósil que vamos desenterrando y comprobando con qué otros seres vivos lo compartimos. Eso debería dar al traste con todas las viejas ideas antropocéntricas que queden por ahí. Hasta ahora el debate entre los genes y el ambiente ha sido un debate más ideológico que científico, pero antes de que termine el siglo XXI estas cuestiones podrán quedar zanjadas y sabremos el porqué de cada una de las cosas que atañen a nuestro organismo, ya sea una enfermedad, la calvicie o asuntos más complicados como el maltrato de un hombre hacia su pareja.
Parece que esa autoconciencia debe tener bastante más de lo que muchos creen de animal que de humano, si tenemos en cuenta que compartimos el 99% de los genes con los primates. Aún no sabemos en qué genes nos diferenciamos, pero pronto lo sabremos, porque estamos acabando de secuenciar el genoma del chimpancé. Una vez descifrado, no tendremos más que compararlo con el nuestro.
¿Y qué encontraremos? A priori parece que la única diferencia estriba en el lenguaje. Por lo demás, somos bastante parecidos.
¿Será la última estocada que se dé al antropocentrismo? Debería serlo. Un énfasis excesivo en lo que es únicamente humano puede dar lugar a confusión. De hecho, la visión antropocéntrica del mundo es completamente falsa y distorsionada, pues finge para nosotros un centro que no ocupamos. No es de extrañar que siempre acabe chocando con la ciencia. Hay personas que piensan que la evolución es un proceso lineal que termina en el hombre. Sin embargo, más que a una línea, la evolución responde mejor al esquema arbóreo. Quizá lo peor de esta visión antropocéntrica es que contribuye a la falta de sensibilidad moral hacia las criaturas no humanas.
Libros como Vivan los animales le han valido su reconocimiento como defensor de los derechos de los animales. ¿Cómo nació en usted este interés? Por estas reflexiones sobre nuestra autoconciencia de las que hablábamos. Porque me parecía que muchos maltratos a los animales estaban basados en concepciones biológicas falsas. La idea de que los animales no pueden sufrir nos ha servido durante cientos de años como excusa para autorizar acciones crueles contra ellos. Pero ahora sabemos bien que efectivamente sí tienen la capacidad de sufrir, pues disponen de un sistema nervioso bien parecido al nuestro. En el diencéfalo, en el centro del cerebro de todos los mamíferos, se producen emociones como el miedo, el estrés, la impaciencia, la agresividad, el hambre, el dolor, el aburrimiento, el placer, la ternura o el cariño, mediadas por ciertos neurotransmisores, como la dopamina y la serotonina. Todas estas estructuras cerebrales, todos esos neurotransmisores y el sistema endocrino son básicamente comunes a todos los animales craniados, por lo que en todos ellos pueden darse tales emociones.
Es curioso que los sectores sociales que piden derechos para los embriones humanos son poco sensibles a la concesión de derechos a los animales. Los embriones sobre los que se discute son los blastocistos, de los que se sacan las células madre totipotentes. Estos blastocistos son unas pelotitas de células indiferenciadas; no contienen ni una neurona, por lo que carecen de cualquier asomo de sistema nervioso. Estos embriones humanos de cuatro días no pueden sentir ni pensar nada, no pueden sufrir de ningún modo, de forma que no merecen ninguna consideración moral. Con los animales ya desarrollados ocurre lo contrario. Ellos sí tienen un sistema nervioso, sí pueden sentir y sufrir, y merecen que se les reconozcan unos derechos mínimos.
¿Cuáles? Por supuesto, no digo que haya que tratar a los animales como a nosotros mismos. Basta con no obligarlos a ir contra su naturaleza. Evidentemente, no tiene sentido pedir la libertad de expresión para las gallinas, pero sí lo tiene pedir que se les otorgue el derecho a estirar las alas y a escarbar, algo para lo cual están genéticamente programadas y que no pueden hacer en las baterías de jaulas de alambre en las que se las apretuja. En definitiva, hay que tratar a los animales como miembros de la especie a la que pertenecen y no inflingirles dolor. Por ejemplo, el Proyecto Gran Simio propone empezar por conceder derechos legales a los animales que más se nos parecen, los hominoides o grandes simios. En concreto, propone que les otorguemos tres derechos fundamentales: el derecho a la vida, a la libertad y a no ser torturado. De todos modos, los derechos, animales o humanos, no son algo que pertenezca a la naturaleza de los seres que los ostentan. Son una convención y, por tanto, nada impide que acordemos concedérselos a los otros animales.
Y los animales no sólo tienen sistema nervioso, muchos han desarrollado elaboradas manifestaciones culturales. Así es. La cultura no es un fenómeno exclusivamente humano, sino que está bien documentada en muchas especies de animales superiores no humanos. Y el criterio para decidir hasta qué punto cierta pauta de comportamiento es natural o cultural no tiene nada que ver con el nivel de complejidad o de importancia de dicha conducta, sino sólo con el modo como se transmite la información pertinente a su ejecución. Si se transmite genéticamente, es natural; si se transmite por aprendizaje social, es cultura. Los chimpancés aprenden a hacerse la cama en la copa de los árboles por imitación de su madre y otros adultos, por aprendizaje social. Los chimpancés criados en cautividad no resisten la reintroducción en su ecosistema originario, pues son incapaces de fabricarse su propia cama y de realizar otras tareas culturales imprescindibles para su supervivencia.
Todas estas reflexiones parecen decisivas para conformar esa cosmovisión global de la que habla en algunas de sus obras. Sin embargo, ¿ese ideal de una cosmovisión global no está en contradicción con la, según usted, inútil búsqueda de una teoría total que lo explique todo? No, no son la misma cosa. Una teoría total es un conjunto de ecuaciones con las que, introduciendo datos medibles, uno puede encontrar la respuesta a cualquier pregunta de cualquier campo, desde la fecha de su pro-pia muerte hasta el número que saldrá premiado en la lotería de la semana siguiente. Algunos físicos teóricos tratan de unificar la teoría de la gravitación (la relatividad general) con las teorías cuánticas de la física de partículas, aunque todavía no lo han conseguido. Se trata de una búsqueda noble y en la que hay que desearles éxito, aunque no llega a lo de la teoría total. La teoría total e incluso las unificaciones teóricas de la física son conceptos extremadamente fuertes, mientras que la cosmovisión de la que hablo es algo más débil, es simplemente una síntesis coherente y no contradictoria de todo aquello que sabemos y que es relevante para nuestra vida y nuestra filosofía. La sabiduría que busca la filosofía se basa en la lucidez y pasa por la construcción de una cosmovisión que sirva de marco de referencia último de los planteamientos vitales.
En su libro Ciencia viva afirma que la filosofía que necesitamos, la que nos debe indicar el secreto de la buena vida, todavía está por hacer. ¿Cuándo se pondrá usted manos a la obra? Pronto (ríe). No es la primera vez que me hacen esa observación y ya he decidido que voy a aparcar otros proyectos y me voy a poner a reflexionar hasta obtener un texto que responda, en la medida de lo posible, a esa necesidad.
MUY PERSONAL
¿En el comportamiento de qué animal deberían fijarse los seres humanos para mejorar el suyo propio? El bonobo (Pan paniscus). Son animales entre los que la violencia es prácticamente inexistente.
¿Qué acontecimiento del futuro no le gustaría perderse, aunque efectivamente se lo vaya a perder? El establecimiento de contacto con formas de vida o de inteligencia extraterrestres.
¿Qué le diría a un chimpancé si pudiera hablar con él? Hola, primo.
¿En qué parte de la sociedad es más necesaria la filosofía en estos momentos? Más que en la sociedad, la buena filosofía es conveniente en los cerebros de los individuos.
Colaboró con Félix Rodríguez de la Fuente durante un tiempo. ¿Qué recuerda de él? Era un gran tipo. Fascinaba a los niños y a los adultos, a los hombres y a las mujeres, a todos se les caía la baba escuchándole. Combinaba una gran vitalidad y alegría de vivir con una inmensa capacidad de trabajo. Tenía una comprensión intuitiva de la naturaleza y de los animales.
¿Cómo se imagina el fin de la humanidad? De varias maneras: una gran guerra o un cataclismo ecológico-social o un gran meteorito o un recalentamiento solar.
¿Cree en Dios? No.
¿La lectura de qué obra de la filosofía recomendaría a alguien que le pregunte por el sentido de la vida? El azar y la necesidad, de Jacques Monod.
¿Cuál es su estado de ánimo actual? Entre sereno y agobiado.
¿Qué político español le despierta mayores simpatías? Los españoles que me despiertan mayores simpatías no son políticos.
¿Con qué vicio o actitud es menos indulgente? La crueldad y el fanatismo.