Imagen de Estambul

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El turismo conoce sólo una cara superficial de Estambul. Pero esta ciudad tiene, además de una historia fascinante, una tradición intelectual muy fundamentada. Parece mentira que ciertos políticos piensen hoy que cabe construir una Comunidad Europea prescindiendo de la capital del Imperio romano de Oriente: la culta Constantinopla de los bizantinos, la bella Estambul de los otomanos.

Pienso que Estambul es la más bella de las ciudades que he conocido. Tuve la suerte de vivirla durante largas temporadas, aprovechando viajes de trabajo. Llegué por primera vez en barco, a bordo del Cabo San Vicente, y he repetido luego en otras naves esta impresionante entrada a través de la maravillosa bahía.

¡Estambul! No conoce el mundo quien no ha visto amanecer en Estambul. El muecín llama a la oración desde los alminares de la Yeni Cami, desde los balcones de Sultan Ahmed, desde la mezquita de Solimán. La media luna, perdida en los caminos inciertos del amanecer, se va posando en todas las cúpulas.

He regresado mil veces, entreteniendo mi estancia en Estambul con muchos pretextos: unas veces como etapa del Orient Express, cuando preparaba mi libro sobre este tren famoso; otras veces cuando trabajaba en temas de Historia del Arte. Pude conocer desde dentro el palacio de Topkapi, residencia de los sultanes durante los trescientos años de máximo esplendor del Imperio otomano, cuando el harén estaba todavía cerrado a la curiosidad de los turistas.

Recuerdo los tiempos inolvidables del viejo Orient Express, cuando el desvencijado pullman en el que habíamos cruzado toda Europa entraba en la misteriosa ciudad de los harenes, orillando las murallas y el mar de Mármara para dejarnos en la estación de Sirkeci. Al bajar del tren, uno sentía de repente una excitación extraña: ¿los olores? ¿los gritos? ¿las rosas que se abrazan a las estelas de todos los cementerios en primavera? Era algo más; algo fascinante, sensual, vertiginoso, que se manifestaba como una fiebre.

Pero aún es mejor llegar en barco. No hay visión más dramática que la imagen de Estambul recortándose en las nieblas del amanecer, mientras el barco rodea majestuosamente la punta del Serrallo, se desliza entre las luces temblorosas del palacio de Topkapi, y –como un ladrón furtivo– se lleva las últimas estrellas en su penacho de humo.

Sólo el barco puede ofreceros otra visión mágica, si tenéis la suerte de entrar o salir a la hora del crepúsculo, cuando todas las naranjas y las rosas de los jardines de Alá se derraman sobre la ciudad, tiñendo el río de oro, el mar de vino, las colinas de sangre, las mezquitas de gloria. Es la hora definitiva, cuando el sol desaparece por las montañas de la orilla asiática; la hora del mogareb, la oración del ocaso; el momento en que un vendaval de voces se levanta de todos los alminares repitiendo la plegaria, hasta que todo queda envuelto en sombras.

En mis últimos viajes a Estambul he podido comprobar que el ruido infernal de la enorme ciudad no deja ya oír la voz de los muecines. Pero existen rincones privilegiados –como el comedor del hotel Arcadia, en una azotea que se levanta frente a la mezquita de Sultan Ahmet– donde todavía podéis escuchar la oración de los mejores muecines de Estambul.

Tuve la suerte de conocer el palacio de Topkapi en una época en que los turistas no tenían acceso a las dependencias del harén. En 1972 conseguí un permiso especial para trabajar en estas estancias del viejo palacio de los sultanes que, entonces, estaban cerradas. Durante horas, sin ser molestado por nadie, envuelto en un silencio mágico, sólo entrecortado por el gotear de una fuente, podía hojear los maravillosos incunables miniados de la biblioteca del Sultan Ahmet III. La luz amarillenta de una lámpara arrancaba reflejos de oro en las miniaturas del antiguo Octateuco bizantino que tenía ante mis ojos. Un par de guardias con metralleta me escoltaban cuando les pedía que me abriesen una de las vitrinas donde se guardaban, bajo sofisticadas alarmas, las joyas y los tesoros más valiosos. Podía pasear, libremente, por estos patios y jar-dines, por estas habitaciones prohibidas donde vivieron sus intrigas las sultanas, las kadin y las ikbal favoritas del emperador; las gobernantas imperiales, las kalfas de los príncipes, los eunucos y las esclavas. A veces nuestras sesiones de trabajo, estudiando y fotografiando los códices y las piezas de arte, se prolongaban hasta altas horas de la noche, y salíamos atravesando los patios oscuros, al borde de la madrugada, entre la nieve, la luna y los escalofríos de marzo; acompañados siempre por un Abdulgani, el viejo eunuco negro –quizás el último superviviente de todos los musahib que habían servido al sultán Abdülhamid– que conducía nuestro coche y transportaba valientemente nuestros pesados equipos fotográficos. Lo habíamos contratado en el Park Hotel, porque mi buen amigo Kaya Bey nos recomendó sus servicios. A pesar de que el sultán lo había enriquecido, tuvo mala fortuna cuando se estableció el nuevo régimen republicano. Había malvendido sus joyas y sus casas, cayendo casi en la indigencia.

Recuerdo las noches lejanas, cuando salía, ya de madrugada, por las puertas de Topkapi; siempre acompañado por Abdulgani que conducía un viejo coche americano que habíamos alquilado. Me sentía cansado de trabajar, estudiando los códices de la biblioteca y documentando las fotografías. Pero las estrellas eran entonces más alegres: como los fuegos de artificio que dibujaban formas diferentes –relámpagos, gallos, halcones, tulipanes, torres, mariposas– en las fiestas que celebraban los sultanes en las Aguas Dulces de Europa.

Algunos días almorzábamos en el mismo Topkapi, en un pequeño y lujoso comedor que dominaba una soberbia vista sobre el Bósforo. Allí he comido la mejor merluza del Bósforo, pescada a la luz de la luna; sin olvidar los más finos hojaldres, los más frescos rodaballos, los tomates y pimientos rellenos, las albóndigas de cordero y ternera, las doradas, y mi postre preferido: los revani emborrachados de almíbar, a los que añadíamos, disimuladamente, unas gotas de moscatel.

Mis amigos turcos, los guardianes del harén, me llamaban Barbarroja, sin duda por el color de mi pelo. Y como me veían pasear alguna vez con guapas y elegantes kadinas, estaban convencidos de que mis aventuras y enredos en Topkapi eran más numerosos y divertidos que los de James Bond…

Buscando a la baronesa Valentine

Desde finales del siglo XIX, el Pera Palace era el hotel de los viajeros que llegaban a Estambul en el Orient Express. Cuando yo escribí mi libro La Belle Époque de l´Orient Express era una reliquia sagrada pero casi ruinosa. Tenía, sin embargo, un encanto romántico hospedarse en aquel hotel que había sido nido de espías durante la Primera y Segunda Guerra Mundial.

Siempre he pensado que se podría realizar una magnífica película de Estambul, ambientándola en aquellos años de las guerras mundiales, cuando Kim Philby, Mata Hari y Cicero se hospedaban en el Pera Palace. Muchos viajeros frecuentan también este hotel para ver la famosa habitación 411, donde Agatha Christie estuvo “desaparecida” en 1926 durante varios días.

Pienso que algún día escribiré más extensamente mis memorias de Estambul; pero no era el viejo Pera Palace mi hotel preferido. Había sido un verdadero palacio donde se hospedaban los viajeros más ilustres, incluso los invitados del sultán. Era famoso por sus vinos y su cocina, así como por el primer ascensor que se instaló en Estambul. Pero, en los años sesenta y setenta, cayó en una melancólica decadencia que a mí me entristecía. Por eso frecuentaba solo el famoso Orient Express Bar, donde encontraba al poeta Yahya Kemal y algunos de los mejores vinos franceses; sobre todo, el champagne Veuve Cliquot.

Mi hotel preferido era entonces el Park Hotel, en el barrio residencial de Ayaspasa, con una vista impresionante sobre el Bósforo.

En el inolvidable bar del Park Hotel, en una penumbra que todavía recuerdo perfumada por vapores de menta y brandy, mi amiga Adilé me contaba melancólicamente los tiempos en que su familia enviaba cofres con regalos en la caravana de la Meca, recibiendo, al año siguiente, perfumes y anillos de coral que les enviaban sus amigos mequíes.

En los días brumosos de invierno, el Bósforo amanecía envuelto en gasas de misterio, en un extraño silencio que se iba disipando poco a poco; primero interrumpido por el grito de las gaviotas solitarias, luego por el zureo de las palomas, y finalmente por el canto de los muecines que llamaban a la plegaria desde los altos alminares de la mezquita de Tophané, desde los lejanos alminares de Scutari….

Evocábamos los años de gloria, cuando los afilados caiques –ligeros como una góndola– surcaban las aguas del Serrallo, deslizándose a golpe de remos. Los grandes navíos del imperio entraban majestuosamente en el puerto. Y, siete veces al año, el sultán citaba a su favorita en esta orilla para escuchar el alegre alboroto que levantan las caballas del mar Negro cuando llegan a las aguas de Estambul.

No puedo olvidar las madrugadas de luna en el invierno nevado, cuando los barcos se recortaban espectrales mientras se iluminaban las orillas de Scutari y se oían las sirenas confundidas con la primera oración del muecín.

El bar del Park Hotel

El Park Hotel fue derribado en 1979, llevándose muchos de mis recuerdos. He visto en el hall a muchos personajes de la aristocracia europea, incluyendo a Eduardo VIII, duque de Windsor. Pero el bar del Park Hotel era, sobre todo, el lugar de cita de los artistas turcos. Aquí fue donde conocí a la baronesa Valentine Taskin: una mujer cuya vida novelesca forma parte de la leyenda de Estambul.

Mosaico en el ábside de la basílica de Santa Sofía de Estambul, convertida luego en mezquita.

Valentine era nieta de un cosaco del Don y llegó a Estambul huyendo de los bolcheviques. En aquellos años de principios de siglo, la ciudad era el refugio de muchos rusos emigrados. Algunas de aquellas muchachas, educadas como princesas, fundaron escuelas de ballet. Otras continuaban su viaje hasta Ginebra o París, buscando una vida más burguesa. Huían de la revolución y se entregaban, a veces, en brazos de los soldados aliados con la idea desesperada de que alguno de aquellos jóvenes les haría conocer en un país lejano una vida mejor. En estos rincones se forjaron leyendas mágicas, como la de Roussy –hija de una princesa y de un general– que se convirtió en la amante de Josep Maria Sert.

Valentine se quedó en esta fascinante Turquía, donde tuvo que ganarse la vida como pianista. Había tocado en cines, bares, hoteles y restaurantes. Cuando yo la conocí tenía ya más de setenta años, pero era una mujer interesante y maravillosa. Su marido, Todori Negroponti tocaba la guitarra y cantaba, entre trago y trago de vodka. Llevaba siempre un botellín escondido en el bolsillo de su chaqueta. Pero Valentine, más elegante, sólo bebía coñac.

A veces íbamos a las tabernas del Pasaje de las Flores y conversábamos, en mesas improvisadas sobre barriles de cerveza, compartiendo unas raciones de cangrejo y de bonito o una cazuela de mejillones. Era el lugar de cita de los intelectuales y un día encontré aquí a Yehudi Menuhin, absorto delante de un trío de gitanos que tocaban un clarinete, un violín y un tambor. No sabíamos entonces que aquel patio encantado estaba en ruinas y que una noche se vendría abajo, sin haber emitido nunca un solo quejido. Lo han reconstruido luego, pero no he vuelto a encontrar en este lugar el encanto de aquellos tiempos, como aún puedo evocarlo en mi cuaderno de viajes.

Valentine Taskin me llevó por primera vez al Restaurant Rejans, el refugio de los rusos en Estambul. Era también el comedor preferido de Von Papen y del embajador inglés en los años de la Segunda Guerra. Se sigue comiendo todavía –¿cuánto tiempo durarán estas ruinosas reliquias?– el mejor pato de Estambul.

En la atmósfera melancólica del Restaurant Rejans, Valentine se transformaba en princesa. Yo la llamaba siempre baronesa, porque sabía que le gustaban estos homenajes galantes. La última vez que la vi, poco antes de su muerte, me contó que también había tocado el piano en Rejans a cambio de una copa de coñac.

–Franz Liszt –murmuró, cansadamente, como intentando disculpar su vida bohemia– tocó el piano en Estambul.

Nieve en el Serrallo

Cuando los jazmines de agosto se marchitan sobre la oscura tierra mojada, Topkapi parece un cementerio de palomas envenenadas. Pero el Serrallo es aún más romántico, más bello, cuando la nieve comienza a caer blandamente sobre los árboles y va cubriendo los jardines con un chasquido misterioso que suena como un beso.

Recuerdo que, como tenía un permiso especial para moverme libremente por todas las salas de Topkapi, los guardianes me deja-ban tocar y curiosear todas las piezas, excepto el famoso diamante Kasikçi. Probablemente era la joya que más im-presionaba a los gorilas del museo. Sin embargo me dejaban pasear por los almacenes secretos donde se guardaban las piezas no expuestas al público –alfanjes damasquinados, pistolas cuajadas de diamantes, copas de ágata para servir el dulce Tokay, copas labradas en una turquesa– y algunas esmeraldas sin tallar que pesaban más de un kilo.

A veces trabajábamos hasta altas horas de la noche en la biblioteca de Topkapi, estudiando y fotografiando viejos manuscritos bizantinos y turcos. La biblioteca de Ahmed III es uno de los rincones más románticos del Serrallo. Es un elegante pabellón de mármol blanco, cubierto por una cúpula central. La fachada está decorada con cerámicas multicolores, adornos de yeso y lapislázuli, arabescos, relieves de alabastro y puertas de bronce. He trabajado muchas horas en este santuario, rodeado por antiguos manuscritos y magníficos códices miniados, fascinado por el reflejo de la luz sobre los azulejos, embriagado por el olor de las maderas, y escuchando sólo el gotear de la fuente o el murmullo de la lluvia en los patios desiertos del Serrallo.

Una noche, al acabar el trabajo, cuando ya los muecines habían voceado la última oración en los alminares de Estambul, nos dimos cuenta de que los porteros nos habían dejado encerrados en la biblioteca. Pero Adilé, mi amiga bibliotecaria, conocía un camino secreto, un corredor que llevaba hasta la vieja mezquita de los Aghas y, siguiendo un laberinto de subterráneos y corredores, penetraba directamente en las calles desiertas del harén. Así salimos a una terraza que dominaba una vista impresionante sobre el Bósforo. Nos miramos a los ojos como si acabásemos de violar un secreto centenario y prohibido. Todo Topkapi –torres, jardines, minaretes, pabellones– parecía cubierto a esa hora por el misterioso velo blanco que derramaba la luz lechosa de la luna.

No conoce bien Oriente quien no ha recorrido de noche los senderillos de Topkapi, cuando el olor de los pinos y el dulce perfume de la flor de azahar se pierde por los corredores oscuros; no lo conoce quien no ha paseado por sus callejas, contándole a una mujer las mil y una leyendas que se aprenden en Estambul: las proezas del turco gigantesco que dejaba caer piedras como castillos sobre las cabezas de los cruzados; los encantamientos del hada maligna de la Meca que esparcía zarzas y ortigas delante de la casa del Profeta; las historias de Jemal Eddin, el sabio de Bursa que se sabía de memoria todo el diccionario árabe; o las maravillas de Karabulut, el corcel negro de Selim II.

Un día, andando por los jardines de Topkapi me pareció que me estaba acercando al Profeta, porque la lluvia fresca me caía sobre la frente como si fuera el agua del Paraíso. Salté un seto, robé unas rosas de Judea y se las regalé a las amigas turcas que me habían acompañado durante tantas semanas en Topkapi. Pero vi que Abdulgani, mi musahib, me miraba con un gesto de sorpresa.

– Hace cien años –le dije, poniéndole una mano en el hombro– el sultán me habría decapitado.

El gigantesco negro sonrió con tristeza, contempló con una mirada enigmática a las muchachas que nos acompañaban, y murmuró:

–Tú eres un poeta, bey efendi, y el Profeta te habría regalado su manto de lana negro.

Estaba feliz, porque se ganaba bien la vida conmigo. La última vez que nos vimos le di un abrazo y le regalé mi abrigo. Volví, 20 años más tarde, a Estambul y me acerqué a su humilde casa, en Kasimpasa. En medio de la niebla y del humo me costó trabajo localizar aquel ruinoso konak de madera que se estaba desmoronando como un barco podrido en las orillas del Cuerno de Oro. En la habitación del sofá, oscura y fría, sólo había una anciana, arropada en un viejo abrigo.

– Él murió, bey efendi. Nunca pudo darme lo que los hombres dan a sus mujeres. Pero fue bueno conmigo y me regaló este abrigo.

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