Heterodoxos

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“En el país de los ciegos el tuerto es el rey”, proclama el refrán; “en el país de los ciegos el tuerto está en la cárcel”, corrigió el dibujante y humorista catalán El Perich. La experiencia muestra que, al margen de su carácter jocoso, la segunda frase se acerca mucho más a la realidad; que el discrepante capaz de atisbar el mundo con una perspectiva novedosa o de proponer una idea revolucionaria suele ser despreciado, condenado al ostracismo y calificado de ignorante.

La historia de la ciencia está repleta de propuestas heterodoxas que en su momento no recibieron más que burlas por parte de los expertos, que fueron descalificadas de raíz y que, con el tiempo, acabaron siendo reconocidas sin discusión y cambiaron por completo los fundamentos de una disciplina. Y es que cuando uno se encuentra inmerso en el conocimiento de una disciplina, aunque tenga la mente abierta y esté dispuesto a escuchar a los herejes, resulta muy complicado discernir la verdad que pueda anidar en las propuestas que parten de presupuestos muy diferentes a los axiomas aceptados.

Thomas Khun describió muy bien este fenómeno en su libro La estructura de las revoluciones científicas, que el año próximo cumplirá medio siglo, en el que acuñó los conceptos, hoy universalmente conocidos, de paradigma, como cuerpo aceptado de conocimientos dentro de una disciplina, y revolución científica como propuesta que socaba los cimientos de la misma. También describió en su obra el proceso por el cual las ideas novedosas arrancan con el rechazo más o menos unánime de la comunidad de expertos y terminan imponiéndose y reemplazando los fundamentos anteriores.

“LA HETERODOXIA A VECES ESCONDE LA GENIALIDAD, PERO CON FRECUENCIA NO ES MÁS QUE FRUTO DE LA IGNORANCIA, EL SEUDOCIENTIFISMO, LA FRUSTRACIÓN (QUE ENGENDRA EL HOSTIGAMIENTO A LO OFICIALMENTE INSTITUIDO) Y LA ENAJENACIÓN MENTAL”

Uno de los casos más célebres y de los de mayor calado d los últimos años es el de los médicos australianos Barry James Marshall y Robin Warren, que a principios de la década de 1980 propusieron que la causa de la gastritis y de la úlcera de estómago era la bacteria Helicobacter pylori y no el estrés o las comidas picantes, como sostenía el dogma imperante, y que para curar estas patologías bastaba con tomar un antibiótico durante unos días, en lugar de los largos tratamientos con antiácidos y dietas estrictas que se empleaban en su época y que rara vez tenían un éxito definitivo. La verdad acabó imponiéndose sobre el escepticismo de los gastroenterólogos y con-siguieron el reconocimiento más satisfactorio, el premio Nobel de Medicina de 2005.

Peor suerte corrieron otros heterodoxos que no vivieron lo bastante como para ver reconocidos sus hallazgos, porque se adelantaron demasiado a su tiempo o porque chocaron demasiado bruscamente con el establishment de la disciplina. Además, con frecuencia el postulante es un outsider, alguien ajeno al mundo académico del ámbito que se trate y, por tanto, despreciado por los expertos oficiales. Y es que resulta más sencillo proponer ideas innovadoras, que suelen exigir perspectivas diferentes, a quienes no se encuentran inmersos en el paradigma imperante, quienes no visten las orejeras que la especialización va colocando a la mayor parte de los científicos.

Ese fue el caso de Alfred Wegener, un meteorólogo alemán que hace justamente ahora un siglo se atrevió a proponer una hipótesis revolucionaria en una disciplina ajena a su actividad, la geología. Wegener sostenía que en el pasado algunos continentes hoy muy distantes entre sí, como África y Sudamérica, habían estado unidos y se habían separado por algún cataclismo. La idea había sido expuesta ya con anterioridad por otros científicos, como Francis Bacon y Humboldt, pero Wegener profundizó en ella y recopiló numerosas pruebas basadas en las similitudes de las estructuras geológicas y los fósiles encontrados a ambos lados del Atlántico. El punto flaco de su teoría era la ausencia de explicación del mecanismo que podría haber originado una separación tan gigantesca. Tardó medio siglo en empezar a ser reconocido, cuando a finales de la década de 1950 se descubrió la expansión del suelo oceánico y se propuso una explicación para la deriva de los continentes. Pero Wegener había fallecido mucho antes, en 1930.

Incluso Albert Einstein sufrió la mayor parte de su vida la incomprensión de buena parte de sus colegas, reacios a aceptar algunas de sus ideas más revolucionarias. En la Academia de Ciencias sueca, el escepticismo sobre sus dos teorías de la relatividad (la especial y la general) estaba tan extendido que, a pesar de su trascen-dencia y popularidad, nunca fueron premiadas con el Nobel. El físico y químico sueco Svante Arrhenius ejerció su poderosa influencia para mantener vivas las dudas sobre la seriedad del trabajo del científico más reconocido del siglo XX, aunque no pudo evitar que se le concediera el premio por un hallazgo importante pero menor, la explicación del efecto fotoeléctrico.

Claro está que junto a estos ejemplos podrían exponerse muchísimas más propuestas igual de excéntricas, pero consideradas aún hoy absurdas y alocadas, sin muchos visos de ir a ser aceptadas algún día. La heterodoxia a veces esconde la genialidad, pero con frecuencia no es más que fruto de la ignorancia, el seudocientifismo, la frustración (que engendra el hostigamiento a lo oficialmente instituido) y la enajenación mental.

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