Faros: símbolos de luz en vías de extinción
Los faros son símbolos de luz, amigos imperturbables que orientan al navegante en la oscuridad. Durante miles de años han ayudado a los marineros a evitar los escollos, ejerciendo de guías para impedir que las naves encallen, como vigías solitarios que alertan del peligro.
En nuestra memoria colectiva, los faros tienen ese componente positivo, pero, al mismo, tiempo están cargados de otras connotaciones que los hacen fascinantes. La imagen de esas torres sobre rocas escarpadas donde rompen las olas y la idea del torrero solitario, apartado del mundo y entregado a que la luz nunca se apague, evocan un sentimiento romántico, una comunión del hombre solitario ante el poder de la naturaleza capaz de hechizar nuestro pensamiento.
Por todo lo que representan, los faros son motivo de atracción para mucha gente. Existen asociaciones con fines históricos y educativos que acogen como miembros a todos aquellos interesados en el tema, como la United States Lighthouse Association, mientras que internet está plagado de páginas creadas por amantes de estos poderosos guardianes de piedra, ladrillo, metal o madera que han sido retratados por todo el planeta. En su fascinación influye seguramente una sensación de nostalgia, al reconocer que, en cierto modo, sus días están contados. La tecnología moderna de navegación ha hecho que pierdan su razón de ser. Algunos hace tiempo que no iluminan el camino a ningún barco. En el siglo XXI, la figura del torrero, salvo por unas pocas excepciones, prácticamente pertenece al pasado.
A Pepe Isbert, el torrero de Calabuch (Luis G. Berlanga, 1956) que jugaba al ajedrez con el cura del pueblo por teléfono, lo recordamos en blanco y negro. De hecho, la presencia de los faros en literatura y el cine ha sido frecuente, como símbolos de luz y soledad que, a veces, van cargados de misterio. Julio Verne nos llevó a El faro del fin del mundo, en Tierra de Fuego, donde el único superviviente de los hombres enviados a construir un faro se enfrentaba a los piratas y a las fuerzas de la naturaleza. Allí, en el fin del mundo, levantaron la construcción en la isla de los Estados, donde hoy día se encuentra el llamado oficialmente faro de San Juan de Salvamento, que fue reconstruido hace pocos años.
El faro de Shutter Island, la novela de Dennis Lehane llevada al cine por Martin Scorsese, se nos presenta más tétrico. El protagonista sospecha que allí se realizan operaciones experimentales dirigidas a manipular el cerebro de los enfermos psiquiátricos que se encuentran presos en la isla. El faro que vemos en la película ni siquiera es real, sino una imagen recreada por ordenador sobre un decorado de apenas tres o cuatro metros de alto levantado en una pequeña isla de la bahía de Boston.
Maravillas a lo largo de la historia
Sí que fue real el faro de Alejandría, una de las siete maravillas de la Antigüedad, que quedó destruido definitivamente por un terremoto en 1349. Durante más de 15 siglos iluminó el Mediterráneo desde la isla de Pharos, donde lo mandó erigir Ptolomeo II, gobernante de Egipto entre el año 285 y el 246 antes de Cristo. La torre, que según las fuentes alcanzaba una altura de entre 115 y 150 metros, constaba de tres cuerpos de paredes inclinadas en forma de pirámide truncada, que se alzaban sobre una plataforma cuadrada. El primer cuerpo tenía cuatro lados, mientras que los superiores eran octogonales. En lo alto se encendía la hoguera, cuya luz era proyectada gracias a un gran espejo y podía verse de noche desde varias decenas de kilómetros.
Además del faro de Alejandría, entre las siete maravillas de la Antigüedad había otro probable faro: el Coloso de Rodas. Aquella gigantesca estatua de bronce sostenía en su mano derecha la luz que guiaba a las naves para llegar a puerto. También lo destruyó un terremoto, aunque su vida fue mucho más corta que el de Alejandría. Tan sólo unos 75 años.
Pero antes de estos ejemplos ya había faros. La historia de las señales marítimas nace con la misma navegación. Los primeros marineros se orientaban de día por los accidentes naturales del paisaje, pero, a medida que los viajes por mar fueron aumentando en distancia, necesitaron más señales y comenzaron a utilizar marcas artificiales. De noche, recurrieron al fuego como medio de señalización, y no se tardó en construir estructuras elevadas y cubiertas donde encender hogueras que pudieran verse desde la lejanía. Estas construcciones necesitaban hombres que mantuvieran vivo el fuego nocturno. Fueron los primeros fareros, encargados de alimentar las fogatas de leña o las lámparas de aceite por todo el Mediterráneo.
Las construcciones dedicadas a esta función fueron cada vez más sólidas, aunque había para todos los gustos en cuanto a forma, altura y dimensiones. Con el Imperio Romano se extendieron por todos los mares conocidos, desde las costas de Asia y el norte de África a las de la actual Gran Bretaña. De los escasos ejemplos que han llegado a nuestros días, el más famoso es la Torre de Hércules, a la que se dedica un apartado en este reportaje.
Sin embargo, tras la caída del Imperio Romano, el auge que habían alcanzado las señales marítimas decayó, lo mismo que los viajes comerciales. Como en tantas otras cosas, gran parte de la Edad Media fue un largo periodo de estancamiento en la evolución de los faros. Dejaron de construirse y de perfeccionarse, y su función fue más de carácter defensivo y de vigilancia que de señalización. Pero, más adelante, sobre todo a partir del siglo XII, el comercio marítimo comenzó a recuperarse y, con él, la construcción de faros en el norte de Europa y el Mediterráneo.
La evolución de la tecnología
En cualquier caso, durante siglos continuaron siendo poco más que hogueras en lo alto de construcciones elevadas. Eso sí, cada vez más numerosas debido a la expansión de la navegación. La madera, el carbón y el aceite eran los combustibles utilizados habitualmente, que en algunos casos ardían en el interior de linternas de vidrio.
A partir del siglo XVIII comenzaron a producirse algunos avances tecnológicos cruciales, entre ellos la lámpara que patentó el suizo Aimé Argand en 1780. Consistía en un quemador circular y contaba con una mecha trenzada protegida por un tubo de cristal que absorbía el aire del exterior, el cual podía regularse y dirigirse hacia la llama, reduciendo así el parpadeo. En las casas, la lámpara de Argand fue la alternativa al clásico candil, puesto que proporcionaba mucha más luminosidad y un foco de luz más estable. Evidentemente, también fue una invención que se aplicó en los faros. El invento de Argand fue modificado pocos años más tarde por el de Bertrand Guillaume Carcel, cuya versión de la lámpara tenía un mecanismo de relojería que ponía en marcha una bomba con la que se alimentaba de aceite a distintas mechas.
Por esa misma época, el ingeniero francés Joseph Teulère fue otro de los responsables de un avance clave. En 1786 se encargó de la reconstrucción de uno de los faros más célebres del mundo, el de Cordouan, situado en la costa occidental francesa, junto a la desembocadura del río Gironda. El «faro más bello del mundo», tal como algunos lo describen, se erigió a finales del siglo XVI por orden de Enrique III sobre un islote hasta el que hoy día se puede llegar a pie cuando baja la marea. En aquella época ya había una torre bastante deteriorada que el ingeniero-arquitecto Louis de Foix comenzó a reconstruir con un diseño ostentoso y espectacular, con un vestíbulo circular de 16 metros de diámetro, fuentes decorativas junto a la entrada y amplias escaleras de granito.
Sin embargo, la hoguera de leña fue deteriorando la piedra hasta tal punto de que, a principios del siglo XVIII, tuvo que derribarse la porción superior del faro, hecho que redujo el alcance geográfico de su luz. En esa época se sustituyó la madera por el carbón y se construyó una linterna con pilares de hierro para proteger el fuego de las inclemencias del tiempo. Sin embargo, transportar el carbón hasta Cordouan era complicado y en la segunda mitad del «siglo de las luces» se optó por instalar lámparas de aceite junto a un reflector esférico. Las quejas de los marineros no se hicieron esperar, pues la antigua hoguera de carbón se podía ver mucho mejor desde la distancia. Fue entonces cuando Joseph Teulère recibió el encargo de resolver el problema. En 1782 comenzó sus trabajos, colocando reflectores más grandes. No aplacó las quejas de los marineros, pues el faro no tenía la altura necesaria para alcanzar el rango suficiente, así que recomendó elevarlo. Derribó la porción más alta del faro y la reconstruyó con un diseño más simple que el del resto del edificio, aunque respetando su estilo. La nueva linterna, con un diámetro de 3 metros, tenía unas altas ventanas de 4,5 metros, inusuales para la época. Una maquinaria de relojería hacía girar la fuente de luz, y a cada lado había cuatro reflectores parabólicos de unos 80 centímetros de diámetro. De ese modo, Teulère consiguió en 1790 que los flashes del faro de Cordouan pudieran verse una vez por minuto a más de 30 kilómetros en noches claras.
Las lentes de Fresnel
Otro de los avances fundamentales se produjo en ese mismo faro francés unas décadas después de los reflectores parabólicos de Teulère. Fueron las lentes de Augustin Fresnel, instaladas por primera vez en el faro de Cordouan en 1823. Hijo de arquitecto y dedicado a la física, Fresnel fue una de las mentes que más contribuyó a la teoría de la óptica ondulatoria. Las lentes que llevan su nombre consisten en un vidrio central rodeado de una serie de anillos circulares que comparten el mismo foco principal. En el caso de lentes grandes, este diseño escalonado -como alternativa a la superficie curvada- permite disponer de un grosor muy inferior respecto a una lente convencional. El invento fue un avance crucial en el campo de los faros que se extendió por todo el mundo y dio lugar a múltiples aplicaciones en otros ámbitos. En Cordouan, la lente dióptrica de Fresnel permitió conseguir una intensidad lumínica nunca vista hasta entonces. En los siguientes 15 años, más de una veintena de faros franceses fueron equipados con lentes de Fresnel.
Electrificación y declive
Los adelantos tecnológicos fueron sucediéndose a lo largo del siglo XIX, aunque el aceite seguía siendo el combustible principal. En la segunda mitad del siglo llegó la parafina, que en España se implantó de forma generalizada a partir de 1877, sustituyendo al aceite de oliva por ser más barata. También comenzó a emplearse petróleo y, más tarde, el descubrimiento del acetileno en 1892, que se aplicó en muchos campos como fuente de luz y calor, abrió la posibilidad de construir faros mar adentro, si bien su almacenamiento exigía su disolución en acetona para evitar detonaciones.
A finales del siglo XIX, la iluminación eléctrica comenzó a instalarse en calles y casas. A partir de entonces comenzó el proceso de electrificación de los faros, que fueron conectados a la red eléctrica cuando era posible o utilizaron grupos electrógenos y energías alternativas -solar, eólica, etcétera- en casos determinados.
El progreso tecnológico del siglo XX permitió dotar a los faros de otros avances complementarios a lo que es la propia emisión de señales de luz. Fue el caso de las ayudas radioeléctricas, que no dependían de las condiciones atmosféricas, alcanzaban una distancia mucho mayor y permitían determinar la posición de los barcos con más precisión. La mayor parte de faros que siguen hoy en activo disponen de equipos radioeléctricos, con los que emiten señales que permiten a los bar-cos conocer su posición exacta mediante el radiogoniómetro.
Asimismo, la navegación hiperbólica, el radar, el racon y el GPS han revolucionado el panorama de tal manera que la utilidad de los faros, tal como los hemos concebido desde siempre, se ha puesto en entredicho. En la disposición adicional sexta de la Ley de 24 de noviembre de 1992, Transformación de las Juntas de Puertos y Puertos Autónomos, en su apartado quinto «se declara a extinguir el Cuerpo de Técnicos Mecánicos de Señales Marítimas». Eso significó el principio del fin de la profesión de farero en España. Desde entonces, no se han convocado plazas y hoy día apenas quedan en nuestro país 40 representantes de un oficio en proceso de extinción que ha sucumbido víctima del progreso.
Faros de España
De los 187 faros que hay en España, buena parte están desde hace tiempo abocados al abandono. Para evitarlo, el Gobierno quiere estimular su uso privado, facilitando su conversión en hoteles, albergues o restaurantes. De hecho, ya hay algunos que funcionan como restaurante, museo o acogen centros de investigación marina, pero no había hasta el momento ningún hotel autorizado. La idea no es del gusto de ecologistas ni de la Dirección General de Costas, dependiente del Ministerio de Medio Ambiente y que prefiere mantener estos enclaves públicos lejos de manos privadas, aunque cabe considerarla un intento de preservar los faros como patrimonio arquitectónico y cultural.
En la península Ibérica ya había faros en época romana. El más antiguo es la mencionada Torre de Hércules. También se construyó por entonces el de Chipiona, que señalaba la entrada desde el océano Atlántico al Guadalquivir, aunque ya no queda nada del faro original, sobre cuyos restos se construyó a mediados del siglo XIX la actual torre de piedra que, con sus 69 metros, es la más alta del país y la quinta del mundo. Entre los más antiguos de Europa se encuentran el de Porto Pi, en Mallorca, levantado en el siglo XIII cuando el reino insular se incorporó a la Corona de Aragón, y el del gaditano castillo de San Sebastián, cuyas referencias más antiguas se remontan al siglo XII. Junto con la Torre de Hércules, son los únicos exponentes que quedan en nuestro país de época antigua y medieval.
A lo largo de los siglos, y antes de la implantación del Primer Plan de Alumbrado Marítimo de 1847, se erigieron faros en Tarragona, Barcelona, Alicante, Tarifa, Málaga y Santander. El citado plan, aprobado durante el reinado de Isabel II, preveía la construcción de 111 faros. De hecho, la mayor parte de los que existen hoy día en nuestro litoral son consecuencia de aquel plan, que 10 años después se extendió a Canarias, con la creación de seis faros y cuatro fanales.
El primer faro eléctrico en España fue el de cabo Vilán, en la Costa de la Muerte (A Coruña). Allí había naufragado el buque escuela inglés Serpent en una histórica tragedia que se cobró 172 vidas. La escasa seguridad que ofrecía el faro preexistente en una costa tan peligrosa obligó a construir el nuevo, que fue encendido por primera vez el 15 de enero de 1896. Ya entrado el siglo XX se fue extendiendo progresivamente la energía eléctrica en los faros. El siguiente en disponer de ella fue el de Cádiz en 1913, y los primeros que tuvieron lámparas de filamento fueron los de Palamòs y Roses (Girona), el de Torrox (Málaga) y el de Montjuïc (Barcelona).
En 1902 se aprobó el Plan de Reforma del Alumbrado Marítimo, que introdujo mejoras importantes, como es el caso de las linternas con cristales curvos y montantes helicoidales, los motores eléctricos para la rotación -que sustituían los mecanismos de relojería convencionales- o los basamentos sobre mercurio para reducir la fricción de las ópticas al girar.
Además de emitir luz, los faros comenzaron a emitir señales sonoras para que los barcos estuvieran advertidos en situaciones de poca visibilidad. Se utilizaban petardos, campanas y sirenas activadas con aire comprimido. El primero en emitir este tipo de señales fue el del cabo de Finisterre en 1889, pocos años antes de que en 1907 se aprobara el primer Plan de Señales Sonoras del país. En 1916 se autorizó la instalación de los dos primeros radiofaros de chispa en los cabos gallegos de Finisterre y Vilán, y en 1922 se aprobó un plan para instalar transmisores Morse.
El paso del tiempo trajo más avances, nuevos edificios y otros proyectos de mejora, como los sistemas de posicionamiento radioeléctrico o los radiofaros direccionales, entre otros. Asimismo, el progreso condujo a la automatización de los faros y a su gradual abandono como viviendas, a pesar de que en el año 2003 todavía había 67 faros habitados. En la actualidad, lo normal es que se controlen mediante el sistema de supervisión remota que empezó a funcionar en España 1996 y que hace innecesaria la presencia de personal.
El último plan que conllevó la construcción de nuevas torres de alumbrado marítimo fue el de 1985, en el que el Ministerio de Obras Públicas estableció que se levantaran 56 nuevos faros, algunos de moderno diseño arquitectónico, como los de Punta Hidalgo, (Tenerife) y Punta Lava (La Palma).
En el momento en que sonaban las campanadas que daban paso al año 2000 se encendió el faro más reciente de los construidos en nuestras costas. Fue el de Torredembarra (Tarragona). Como manda la tradición, el ingeniero responsable de las señales marítimas remitió un telegrama al técnico encargado del cuidado del faro con el siguiente texto: «Coincidiendo con la entrada del nuevo siglo y del nuevo milenio, a las 00.00 horas, día 1 enero, año 2000 se procederá al encendido del nuevo faro de Torredembarra. Durante toda la noche y hasta el amanecer permanecerá al cuidado del alumbrado para prevenir cualquier anomalía que pueda producirse. Saludos». Es el faro más joven de España y, tal vez el último, nacido en una fecha cargada de simbolismo para iluminar el mar en un nuevo milenio en el que el protagonismo de los propios faros parece que quedará relegado a los libros de historia.
Torre de Hércules, patrimonio de la humanidad
La Unesco declaró la Torre de Hércules patrimonio de la humanidad el 27 de junio de 2009. En esa fecha quedaba reconocido el «valor universal excepcional» del faro más antiguo del mundo que sigue en activo.
El único faro del planeta que ha conseguido semejante distinción se levantó entre la época de Nerón y Vespasiano, en el siglo I después de Cristo, para guiar a los romanos en la esquina más occidental de lo que era entonces la tierra conocida.
Tal vez, la primera mención sea la que aparece en la Geografía Grecolatina, de Ptolomeo, que data de finales del siglo I o principios del II, y donde hay una referencia a Flavium Brigantium, que, probablemente, da cuenta del alto faro que se elevaba junto a la ciudad que en el futuro sería conocida como A Coruña. Más demostrable es la referencia de principios del siglo V que aparece en un texto de Paulo Osorio en el que dice: «El segundo ángulo (de Hispania) está orientado hacia el cierzo, donde la ciudad galaica de Brigantia eleva como atalaya de Britania su faro altísimo y digno de mención entre muy pocas cosas».
El origen de la torre no está exento de curiosas leyendas y mitos. De hecho, el nombre que tenía la ciudad por entonces deriva de Brigantia, ciudad mítica que construyó el rey de los celtas Breogán. Resulta que desde aquella alta torre su hijo íth divisó por primera vez las verdes tierras de Irlanda, según se relata en el Leabhar Ghabhála érenn, el libro mitológico de las invasiones celtas. Y desde Brigantia partieron los descendientes del rey para conquistar la isla.
También era frecuente que los romanos adaptaran sus dioses y héroes a los personajes legendarios locales. Aquí es donde entra en juego el mítico Hércules, que, según la leyenda, llegó a las tierras gallegas para luchar con Gerión, tirano rey de Brigantium. La pelea, como era de esperar, fue victoriosa para el hijo de Júpiter, quien enterró la cabeza del monarca, levantó un alto túmulo en el lugar y lo coronó con una antorcha. De esta manera, tenemos ya el origen mitológico de la torre.
Lo cierto es que existe una inscripción al pie del edificio que nos da el nombre y el origen del arquitecto que levantó la Torre de Hércules, un tal Cayo Sevio Lupo que procedía de Aeminium, la actual Coimbra.
Tras la caída del Imperio Romano se perdieron durante siglos las referencias escritas sobre aquel faro que dejó de guiar a los barcos para pasar a ejercer funciones defensivas.
Es fácil imaginarse la decadencia del edificio a lo largo de toda la Edad Media y el Renacimiento. Y en el siglo XVII, concretamente en 1682, se procedió a su restauración por encargo del duque de Uceda. La construcción acabó con dos torreones en lo más alto que acabaron desmoronándose con el paso del tiempo como consecuencia del progresivo abandono. Fue un siglo después cuando se restauró y adquirió la apariencia que conocemos hoy día. Fue a instancias de Carlos III, quien encargó Eustaquio Giannini la reconstrucción del faro. Lo que hizo este teniente de Marina extremeño de apellido italiano fue arreglar los tres pisos de época romana y revestirlos al estilo neoclásico con bloques de granito de color ocre. Por encima de ellos mandó construir un nuevo cuerpo octogonal desde donde la torre ejerce sus funciones de faro.
Desde entonces, las modificaciones efectuadas, la última en la década de 1990, han sido de menor calado, aunque fue necesario limpiar la fachada al haberse visto afectada por la humareda que originó en 1992 el accidente del petrolero Aegean Sea. Desde sus 106 metros sobre el nivel del mar, la cúspide de la Torre de Hércules mira desde hace dos milenios hacia el Atlántico, donde a miles de kilómetros se encuentran otros dos monumentos con los que se hermanó en 2008: la estatua de la Libertad y el faro del Morro de La Habana, el más antiguo del continente americano.