Excéntrica rectitud

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“EL MATEMÁTICO RUSO HA RESUELTO UNO DE LOS PROBLEMAS MATEMÁTICOS MÁS PERSEGUIDOS Y ELUSIVOS DE LA HISTORIA, FORMULADO HACE MÁS DE UN SIGLO E INCLUIDO ENTRE LOS SIETE ‘PROBLEMAS DEL MILENIO’ DE LA FUNDACIÓN CLAY”

No es habitual que un matemático se convierta en personaje público; por eso resulta llamativa la atención mediática y ciudadana volcada este verano sobre la figura del ruso Grigori Perelman, cuyo rostro devino en uno de los iconos estivales, por la confluencia de muchas razones. Por un lado, alguien le apodó “el hombre más inteligente del planeta”, y ese sambenito fue repetido en muchos medios; por otro, las pocas imágenes disponibles del matemático ruso parecían sacadas del registro policial y avalaban la idea de excentricidad inherente, en el imaginario popular, a la de genialidad. Además, se permitió el lujo de rechazar la Medalla Fields, la más codiciada distinción que existe en el ámbito de las matemáticas, equiparado en numerosas ocasiones al Nobel, que debía entregarle el rey Juan Carlos durante la celebración del XXV Congreso Mundial de Matemáticos en Madrid. Y si se aderezan estos ingredientes con la tradicional sequía informativa del mes de agosto, se explica la profusión con la que fue tratado el asunto.

El matemático ruso ha resuelto uno de los problemas matemáticos más perseguidos y elusivos de la historia, formulado hace más de un siglo e incluido entre los siete “Problemas del Milenio” de la Fundación Clay, para cada uno de los cuales tiene establecido un premio de un millón de dólares a quien lo resuelva. Se trata de la “conjetura de Poincaré”, que tiene que ver con la topología, la disciplina que estudia la geometría de los objetos al margen de la noción de distancia. En topología, un balón de fútbol es igual que uno de rugby, e incluso que un dado, un plátano o una tableta de turrón, ya que sus formas pueden transformarse unas en otras sin necesidad de romperlas ni agujerearlas. En cambio, un neumático o un dónut son otra clase de objetos. Henri Poincaré planteó la siguiente pregunta en 1904: “Si un espacio cerrado de dimensión 3 tiene la propiedad de que toda curva cerrada se puede deformar a un punto, ¿es topológicamente una esfera?” y aunque el común de los mortales no sabe siquiera de qué estaba hablando, los expertos conjeturaron que la respuesta era positiva, sin lograr demostrarlo.

En los años ochenta, Richard Hamilton tuvo la idea de utilizar una ecuación, denominada “flujo de Ricci”, para avanzar en la solución, pero no consiguió ir mucho más allá. Quien lo hizo fue Perelman, que tras una estancia en Estados Unidos, decidió encerrarse en 1994 para resolver el problema, y en el 2003 publicó tres artículos en Internet dando cuenta de la demostración, aunque dejando muchas partes sin desarrollar, lo que ha obligado a numerosos analistas a estudiar su trabajo durante dos o tres años hasta concluir que todo estaba en orden.

Pese a todo, su premeditado aislamiento y su reconocida dificultad para las relaciones sociales le han colocado en una situación extraña. Según ha dicho, le ofreció a Hamilton trabajar juntos en la resolución sin obtener respuesta, y ha denunciado que en determinadas altas esferas del mundillo matemático habían surgido velados intentos de apropiarse de su trabajo o, al menos, de restarle méritos repartiéndolos entre un grupo más amplio de participantes.

En un largo y documentado artículo, publicado por The New Yorker la víspera del inicio del congreso de Madrid, la periodista Sylvia Nasar, experta en estos temas (autora del libro “Una mente maravillosa”, sobre John Nash) acusaba a Shing Tung Yau, prestigioso matemático chino poseedor de la Medalla Fields, de haber maniobrado para desviar el mérito hacia sus discípulos Xi Ping Zhu y Huai Dong Cao, que desarrollaron la demostración completa en un artículo de más de 300 páginas publicado el pasado junio, y que no aporta ideas nuevas, sino que cubre los saltos dejados por Perelman en su trabajo.

Yau ha interpuesto una demanda judicial contra Nasar, pero sea cual sea su desenlace, lo que se ha puesto de manifiesto es que en el mundo de las matemáticas, como en el de otras disciplinas, y en general en cualquier actividad humana, las cosas no son siempre tan limpias como debieran, que los codazos y las zancadillas son tan importantes como el mérito y la inteligencia a la hora del reconocimiento y que el control de los resortes del poder o la connivencia con quienes los manejan es esencial para sobrevivir.

La desilusión de Perelman al constatar esta realidad, con la que habitualmente convivimos los humanos sin mayor problema, es una muestra de candor que cuadra bien con su excéntrico carácter. Por eso resulta coherente que también haya dimitido de su puesto de investigador y anunciado que ya no se considera miembro de la comunidad matemática, aunque ha dejado la puerta abierta, sin demasiado entusiasmo, a la posibilidad de recibir el millón de dólares de la Fundación Clay, que probablemente le será ofrecido en un futuro próximo.

Uno intuye que detrás de semejante reacción hay un sentido de la rectitud y del “deber ser” que si se propagara como una epidemia permitiría cambiar el mundo; pero no hay peligro, esta enfermedad no es muy habitual y no es contagiosa. Además, quienes la padecen suelen acabar aislados y adecuadamente tratados en el manicomio.

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