Encomio del diseño
“NO ES DIFÍCIL PREVER QUE SI ALGÚN FABRICANTE ENCUENTRA LA FÓRMULA DE LA SENCILLEZ SE HAGA CON BUENA PARTE DEL MERCADO”
El medio es el mensaje, dijo McLuhan, y podríamos parafrasearle diciendo que el envase es el producto. Y no me refiero sólo al aspecto comercial, cuyo objetivo es vender por los ojos (e incluso por el resto de los sentidos) y pone el énfasis por tanto en la apariencia. Más allá del momento de la adquisición, la clave está en el uso y consumo del producto, cuya valoración final dependerá en buena medida del continente. En el caso de los productos consumibles este factor es decisivo para el éxito del fabricante, porque de lo que se trata es de que el consumo se repita.
Es difícil llegar a determinar el porcentaje de dicho éxito que se puede atribuir al envase tradicional del producto más famoso del mundo, la coca-cola, aunque seguramente es elevado. Hoy en día se presenta en mil formatos diferentes, pero durante mucho tiempo su nombre estuvo ligado a la peculiar forma de su botella, de insinuantes curvas. Según un estudio realizado en los años noventa del pasado siglo, 9 de cada diez habitantes de nuestro planeta reconocían la silueta y sabían cual era el nombre del producto que contenía. Esa botella fue diseñada en 1915 por Alexander Samuelson, quien aseguraba que los criterios que había utilizado no eran meramente estéticos ni pretendían provocar reacciones inconscientes de atracción por la evocación de una silueta femenina (aunque es indudable que este elemento tiene buena parte de la responsabilidad de su éxito), sino que se había guiado por cuestiones funcionales, ya que la curva permite coger la botella sin riesgo de que se escurra aunque esté húmeda y contenga restos de hielo. La coca-cola era por enconces un producto muy conocido y consumido en Estados Unidos, donde había aparecido treinta años antes, y en algunos países cercanos. Pero su expansión mundial se produjo durante los 20 años posteriores a su nuevo diseño, así que cabe pensar que algo tuvo que ver en este proceso el contorneo de vidrio que dibujó Samuelson.
Vivimos rodeados de artilugios que hacen nuestra vida más cómoda y con los que establecemos una suerte de comunicación cada vez que los utilizamos. Inconscientemente nuestro aprecio no depende sólo de su funcionalidad real sino también de esa relación personal que llegamos a establecer con muchos de ellos a través de la interfaz que supone su diseño exterior. Hay productos excelentes que pueden resultar poco atractivos o complicados de entender o difíciles de manejar y acaban convirtiéndose en fracasos estrepitosos, mientras que otros de inferior calidad pero que atienden mejor esa conexión con el usuario resultan más apreciados y se venden mejor. El diseño industrial es mucho más que lo que muchos creen. Es un compromiso entre estética, ergonomía y funcionalidad, y a veces es incluso la clave de un producto. Estética, entendida como un intento de comunicar con el inconsciente del comprador y usuario (porque los humanos somos animales dotados de una insólita inclinación a la belleza, a pesar de los pesares) y de conseguir buena química con él, además de transmitir valores intangibles, a veces incluso contradictorios. Por ejemplo, los diseños de productos nuevos intentan transmitir sensación de modernidad, con una estética muy de último grito, mientras que otros, los de toda la vida que siguen cumpliendo una función esencial, pongamos una cafetera casera, recurren a diseños tradicionales que transmiten confianza y seguridad.
Ergonomía, entendida como la adecuación del producto al usuario y no al revés. Se trata de conseguir que el humano se sienta cómodo tanto en el manejo como en el entendimiento del producto y de su funcionamiento, que el botoncito esté a la altura adecuada para pulsarlo sin hacer malabarismos o que las instrucciones sean sencillas y directas. Es curioso que numerosos productos actuales parezcan perseguir justamente lo contrario, como ocurre con buena parte de los cachivaches electrónicos que nos rodean cada vez con más profusión. Para entender un teléfono móvil, un sistema de home cinema o un ordenador a veces haría falta un cursillo, y los manuales parecen hechos para entorpecer más que ayudar. No es difícil prever que si algún fabricante encuentra la fórmula de la sencillez se haga con buena parte del mercado.
Y funcionalidad, porque el diseño es capaz de reinventar el producto. Un buen ejemplo es el que nos transmite Gabriel Lluelles, diseñador industrial español ya jubilado, al que recientemente se le ha rendido homenaje con una exposición de los aparatos que salieron de su mano. Ingeniero técnico electromecánico, perito que se decía entonces, tenía buena mano para el dibujo y la delineación, pero también para entender las tripas de los cacharros y, sobre todo, para captar las necesidades del usuario. Hace medio siglo, allá por los tiempos del Plan de Estabilización, cuando acababa de salir el primer 600 y los españoles empezaban a emigrar en masa a Europa, Lluelles miró a una batidora (la de vaso, que decimos ahora) y pensó en lo difícil que era de limpiar, con sus recovecos y sus cuchillas allá al fondo, el espacio que ocupaba… Y se le ocurrió algo tan simple como cambiar el orden de las cosas; tan simple pero tan trascendental para pequeñas actividades cotidianas de millones de personas. Lo hizo para la empresa Industrias Pimer, así que su nuevo producto se llamó Mini-pimer. Hoy no entendemos una cocina sin ella.
Gracias, diseñadores.