El tercer riesgo

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La historia de la energía nuclear reseñará 2011 como uno de sus años más negros, debido al accidente ocurrido en la central japonesa de Fukushima Daiichi, que ha torcido el incipiente cambio de rumbo que la opinión pública mundial había iniciado hacia la aceptación social de esta fuente de energía. A toro pasado ha sido sencillo preguntarse cómo en el país de mayor riesgo sísmico del mundo nadie pudo prever la secuencia de acontecimientos que llevaron a la pérdida del control de los cuatro reactores afectados. Incluso cabe reivindicar que la central soportó con suficiencia el terremoto iniciador del suceso, pero no estaba previsto el efecto del consiguiente tsunami, palabra de uso internacional que, por cierto, procede del idioma japonés. Habría bastado con situar la central sobre un talud que tiene a su espalda para haber evitado la catástrofe.

Para muchos el accidente demuestra que la seguridad de una central nuclear siempre estará en entredicho, pero también cabe considerar que con Fukushima se completa la experiencia acumulada por el sector y que se podría cerrar el último punto flaco de la seguridad. Veamos por qué.

A grandes rasgos, se puede afirmar que existen tres tipos de riesgos: naturales, humanos y tecnológicos. Este último fue, a grandes rasgos, el detonante del primer gran accidente nuclear, el que se produjo en 1979 en la central estadounidense de Harrisburg, en la isla de las Tres Millas. Una avería en el circuito secundario impidió la evacuación del calor del circuito del reactor, un fallo que se fue agravando por una acumulación de otros en los sistemas de seguridad hasta llegar a la fusión del núcleo, aunque no llegó a producirse ningún escape radiactivo al exterior. Aquel accidente tuvo una enorme repercusión social, pero también en el mundo nuclear. Estados Unidos puso en marcha un exhaustivo estudio de los fallos técnicos que se habían producido e introdujo sustanciales mejoras en los sistemas de sus centrales en operación, mejoras que fueron exportadas de inmediato al resto del mundo. En España, por ejemplo, afectó al diseño de las centrales que entonces estaban en construcción y a modificaciones importantes en las que ya estaban en funcionamiento. Paradójicamente, Harrisburg supuso una enorme mejora en la seguridad nuclear de todo el mundo.

“EN ESPAÑA Y EN TODA EUROPA SE HA REALIZADO UNA PORMENORIZADA EVALUA-CIÓN DE LAS CARACTERÍSTICAS DE CADA CENTRAL PARA DETERMINAR SU CAPACIDAD DE RESISTENCIA A LOS FENÓMENOS NATURALES QUE PUEDAN AFECTARLE”

Apenas siete años después, la central ucrania de Chernóbil fue el escenario donde otro gran factor de riesgo, el humano, tuvo su momento de materialización. Mientras realizaba ciertas pruebas en el reactor número 4 de la central, un grupo de técnicos anuló los sistemas de seguridad para comprobar qué ocurría llevando el reactor a sus límites físicos de actividad. Y ocurrió lo razonable, se de contención y provocó un escape radiactivo masivo al exterior, facilitado por las deficiencias en seguridad que Occidente achacaba a la tecnología soviética, muy diferente de la occidental. La gran lección extraída de Chernóbil, por tanto, no fue tecnológica, sino más bien de formación y control del personal, sintetizado en un término hoy habitual en el sector: «cultura de seguridad». Es decir, que todas las personas que operan en estas instalaciones sean plenamente conscientes de las consecuencias de sus actuaciones y trabajen con la permanente perspectiva de la máxima seguridad. Y eso se ha traducido en protocolos de actuación, procesos de formación continua de operadores y supervisores y la inclusión de estos aspectos en los procedimientos de vigilancia y control que realiza el Consejo de Seguridad Nuclear.

El tercer factor, el riesgo natural, es el que ahora se ha puesto de manifiesto en Japón. Esta vez los sistemas de seguridad funcionaron, los operarios cumplieron bien su cometido (especialmente los 50 héroes que permanecieron en el emplazamiento para intentar atajar el impacto del accidente y llevar a situación controlada la central). A lo largo de nueve meses, el mundo nuclear se ha aprestado a intentar aprender las lecciones derivadas de este accidente para garantizar que no se repita en ninguna otra central nuclear. En España y en toda Europa, por ejemplo, se ha realizado una pormenorizada evaluación de las características de cada central para determinar su capacidad de resistencia a los fenómenos naturales que puedan afectarle. Esas pruebas han determinado, por expresarlo de una forma rápida y directa, que las centrales españolas superarán el examen, aunque deberán invertir una elevada cantidad (según un periódico nacional que no cita fuentes específicas en torno a 500 millones de euros) en mejoras de seguridad.

Parece lógico que muchos sigan viendo la energía nuclear como intrínsecamente insegura y se agudice la oposición social que sufre. Sin embargo, y sin pretender lanzar mensajes de infundado optimismo, bien podría pensarse que se ha tapado el último gran resquicio de inseguridad que afectaba a estas instalaciones.

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