El legado de RFK

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Robert F. Kennedy fue asesinado en junio de 1968, la misma noche de su rotunda victoria en las elecciones primarias de California. El asesino que le disparó en la cocina del hotel Ambassador de Los Ángeles no sólo acabó con la vida de un hombre, sino también con las esperanzas de toda una generación. Desde entonces, en muchas ocasiones, se ha hecho esta pregunta: ¿Qué hubiera ocurrido si RFK hubiese sido elegido presidente?

A pesar de su compromiso con los más necesitados y con la minoría negra, de su oposición a la guerra de Vietnam,  Kennedy no era, ni por temperamento ni por ideología, lo que se dice un progresista liberal, según el filósofo Michael J. Sandel. Su perspectiva política era más conservadora en algunos aspectos que la de la corriente mayoritaria del Partido Demócrata; en otros, sin embargo, era mucho más radical. Pero lo que inspiraba su actuación y su pensamiento político era un profundo sentido moral. Y no sólo era un mero cálculo político lo que le permitía a Kennedy aglutinar el voto de los jóvenes que se oponían a la guerra de Vietnam, el de los obreros racistas del sur o el de las minorías negras. Un periodista de la época lo describió como el único candidato de protesta “capaz de apelar al mismo tiempo a los dos polos de la impotencia social”.

Lo que diferenciaba a Bobby  Kennedy del resto de los demás políticos era su carismático liderazgo basado en un profundo nervio moral, que le permitía abordar las mismas inquietudes que han perdurado hasta nuestros días: la desconfianza hacia el gobierno, la sensación de pérdida de poder e influencia, el temor de que el tejido moral –nuestros valores, nuestros actos– de la sociedad se esté desintegrando. RFK hacía especial hincapié en la importancia que tienen para el autogobierno de la gente las comunidades intermedias entre el individuo y la nación, como el barrio o el vecindario, y se lamentaba de su pérdida en el mundo occidental.

En contra de lo que era habitual entre los progresistas, Kennedy abordó conjuntamente los problemas de la violencia y el paro, y los vinculó a estos temas cívicos. La lacra de la delincuencia no radicaba solamente en el peligro que suponía para la integridad física de las personas, sino el efecto destructivo sobre los espacios públicos, físicos o sociales. Del mismo modo, según Kennedy, el desempleo planteaba un problema cívico, y no sólo económico. “El desempleo significa no tener nada que hacer, lo que, a su vez, implica no tener nada que ver con el resto de nosotros”.

En definitiva, de lo que se trataba, entonces como ahora, es de nuestro miedo creciente a tener cada vez menos control, individual o colectivo, sobre las fuerzas que rigen nuestra vida. Justo lo que el sociólogo Robert Putnam nos alerta en su provocadora obra Sólo en la bolera sobre el debilitamiento del compromiso y la participación ciudadana, lo que denomina el “declive del capital social” . Y ese declive de las comunidades tradicionales, las familias, los barrios, los vecindarios, los pueblos que, al erosionarse, dejan al individuo abrumado y solo frente a estas fuerzas impersonales.

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