El hombre de la Libélula

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“¿CUÁNTOS OTROS NOMBRES DE INGENIEROS E INVENTORES PERMANECEN SEPULTADOS ESPERANDO QUE ALGUIEN LOS RESCATE?”

La historia de la tecnología en España se despacha habitualmente con rapidez y de forma expeditiva. Es cierto que no ha sido pródiga, ni en el número de grandes nombres ni en el de los productos de su ingenio, pero también ocurre que los que descollaron, por pocos que fueran, se vieron con frecuencia sometidos al ninguneo y aunque muchos lograron cierta celebridad en vida pocos consiguieron eludir el olvido en un país, como es éste, poco proclive a valorar los hallazgos técnicos y menos aún a quienes dedican su esfuerzo a desarrollarlos.

Hace unos años reseñábamos en esta columna la aparición de una monumental Historia de la Tecnología en España, dirigida por el recordado Francisco Javier Ayala Carcedo, que intentaba (y conseguía) rescatar centenares de esos ingenieros que hicieron gala de su profesión ingeniando aparatos y sistemas para solventar problemas, que es a la postre la razón de ser de la tecnología.

En esta obra aparece una breve mención de Federico Cantero Villa-mil, ingeniero de caminos que realizó numerosas obras hidráulicas, desarrollando algunas innovaciones valiosas en este campo, especialmente en el aprovechamiento de las aguas del Duero y sus afluentes. Pero la obra no cita otras aportaciones, mucho más originales y portentosas pero hasta ahora desconocidas u olvidadas, que realizó en el terreno de la aeronáutica durante la primera mitad del siglo XX. Hoy, su obra y su vida han sido también rescatadas para la memoria tecnológica de nuestro país gracias a una biografía que ha escrito Federico Suárez Caballero y que ha publicado Arts & Press, en una cuidada y lujosa edición, con ayuda de varias instituciones.

Cantero Villamil inició en 1910 la extensa y prolongada lista de sus patentes en torno al arte de hacer volar un objeto más pesado que el aire. Hélices, palas, alas, rotores, mecanismos y sistemas de todo tipo fueron acumulándose hasta registrar 23 inventos, culminando en las versiones que realizó de una especie de prototipo de helicóptero monorrotor que él denominó “Libélula española”, tres décadas después. En el año 1935 diseñó los elementos básicos de su primer modelo, que convertiría en un prototipo en 1940 y que seguiría perfeccionando hasta el final de su vida más de un decenio después. Es importante constatar que la solución a los problemas que presentaba el desarrollo de este tipo de aeronaves se adelanta en cuatro años al desarrollo del VS-300 de Igor Sikorsky, considerado el primer helicóptero moderno y fechado en 1939.

Antecedentes no faltaban, sin duda, y entre ellos se encuentra el célebre autogiro de Juan de la Cierva, de los primeros años 20. El propio Sikorsky se interesó por el vuelo mediante “ala rotatoria” ya a finales de la primera década del siglo XX, en pleno auge de los aeroplanos, pero acabó desistiendo por los muchos problemas que aún planteaban. Después de 30 años dedicado a diseñar aviones convencionales, este ruso emigrado a Estados Unidos retomó su idea original e hizo realidad el helicóptero. Sin duda, él estaba en el lugar apropiado, la gran potencia emergente, para convertir su idea en una realidad, y Cantero Villamil estaba en un país periférico y sumido en una gran tragedia, que no tenía tiempo ni inquietud para atender ni apoyar un invento semejante.

José Luis López Ruiz, catedrático ya jubilado de helicópteros en la Escuela de Ingenieros Aeronáuticos de Madrid, comparó durante la presentación de la obra (el pasado noviembre en el Instituto de la Ingeniería de España, en Madrid) ambos desarrollos y opinó que de no haber mediado una guerra tan larga y cruel como la incivil española, Cantero se habría adelantado sin duda a Sikorsky.

Una cuestión importante a resolver es si realmente la Libélula habría superado en la práctica los escollos que presentaba el vuelo vertical. Cantero Villamil construyó un prototipo de su modelo mejorado, el “Libélula Viblandi” de 1943, sin que sepamos si se consiguió volar con él, aunque es lógico pensar, y algunas referencias así lo sugieren, que al menos se realizaron algunos intentos. López Ruiz considera que habría sido capaz de levantar el vuelo en determinadas condiciones ambientales, aunque su motor presentaba un problema de potencia, que mejoras posteriores deberían haber solventado.

Con todos estos antecedentes resulta al menos sorprendente que el nombre de Federico Cantero Villamil haya pasado absolutamente inadvertido para sus contemporáneos y para sus sucesores. El propio López Ruiz reconoció que no había sabido de la existencia del inventor de la Libélula hasta hace un par de años. ¿Cuántos otros nombres de ingenieros e inventores permanecen sepultados esperando que alguien los rescate?

Desatascada ya la memoria para Cantero Villamil, hoy deberíamos reservar un hueco en nuestro panteón de ingenieros ilustres que dedicaron su inventiva a la aeronáutica en la época pionera en que ésta se desarrolló, junto a los ya ilustres Leonardo Torres Quevedo y Juan de la Cierva. Tomen nota los futuros historiadores de la tecnología en España.

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