El abismo y el caos
El segundo principio de la termodinámica establece que la cantidad de entropía del universo tiende a incrementarse en el tiempo. En los sistemas aislados, cuando la entropía crece, el orden se convierte en desorden y la complejidad deviene en caos. La actual crisis financiera que padecemos ha hecho que las economías europeas estén maltrechas, los Estados, al borde de la bancarrota, y los ciudadanos, presos de un ataque de nervios. Cuando nuestro sistema económico descarga toda su energía es para echarse a temblar.
Y lo peor es que los expertos, que andaban en la Luna de Valencia antes de la Gran Recesión, no se ponen de acuerdo en el modo de salir de esta situación. Unos dicen que necesitamos una cura de austeridad; otros, que se debe gastar más dinero público. Los hay que opinan ambas cosas al mismo tiempo, y otros, la contraria. Y con esto, los políticos se muestran impotentes para atajar la situación, que es un continuo sinvivir. Al menos, los expertos pueden opinar una cosa u otra. Sin embargo, los políticos tienen que poner cara de circunstancias, mientras que una ciudadanía atónita y cabreada se aleja a pasos agigantados de la cosa pública.
El panorama no pinta nada bien para los próximos meses, incluso años. Uno tras otro, los Gobiernos de los países más castigados por la deuda soberana (sic), van cayendo como fichas de dominó. En algunos casos, son sustituidos por Gobiernos de tecnócratas, que no se sabe muy bien lo que son, quizá lo más parecido que hay a un golpe de Estado, aunque sea de forma blanda. Pero dudo de que si los gobernantes no son capaces de poner el cascabel al gato de la crisis, los profesores, profesionales y otros técnicos puedan reconducir la compleja situación que vivimos.
Dicen que en los últimos años hemos vivido por encima de nuestras posibilidades económicas. Es posible. Pero con ser esto grave, aún lo es más la sensación de que vivimos por encima y más allá de nuestra inteligencia, por encima del entendimiento de lo que estamos haciendo. Y nos asalta el sentimiento nada tranquilizador de que somos aprendices de brujo que hemos transformado el mundo económico y financiero en un gigantesco juego absurdo en el que estamos abocados a perder.
La salida de este agujero se ve más negra que el betún. Los “mercados” piden sacrificios a los Gobiernos, antes soberanos, que, a su vez, trasladan estos sacrificios a los ciudadanos. Son necesarios, dicen, mientras suben los impuestos y disminuye la calidad y cantidad de los servicios públicos. Mientras, las instancias europeas, lejanas y distantes, nos dicen que es por nuestro propio bien. Esto recuerda a aquel titular del diario Pravda en la década de 1940: “El precio del pan sube por aclamación popular”.
Da la sensación de que perseguimos objetivos totalmente desproporcionados, contradictorios, a ciegas, creando una situación inmanejable. Mientras, los movimientos de indignados se extienden como un reguero de pólvora, creando la ilusión de que si el pueblo se une, es posible reconducir las cosas. Parece difícil. Como decía Rousseau, el pueblo desea un bien que, con frecuencia, no llega a captar. Y el mundo era entonces mucho más simple e inteligible que ahora.