Desayuno sin periódicos

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Café, tostadas y un periódico. Esta trilogía que ha acompañado nuestros desayunos durante décadas tiene los días contados, y no precisamente por cambios dietéticos. La prensa escrita tal como la conocemos tiene fecha de caducidad. La desaparición de cabeceras periodísticas, la vertiginosa caída de las ventas de periódicos y la fuga de la publicidad a otros lugares más atractivos está planteando de manera acuciante el fin de la prensa. Y no se trata de una cuestión coyuntural, provocada o agravada por la crisis económica, ya que no es la primera vez que la prensa vive una crisis de grandes dimensiones. Esta vez es distinto: para algunos solo se trata de poner una fecha a la defunción; otros ya han compuesto el canto fúnebre de la prensa.

Si bien, en el pasado, la prensa pudo resistir los embates de la radio y la televisión, que ofrecían información más rápida, en este caso los cambios introducidos por las nuevas tecnologías de la información hacen casi obsoleto el periódico. Si antes se decía que no había nada más viejo que el periódico del día anterior, ahora ya es viejo cuando llega al quiosco. El acceso gratuito y la inmediatez de Internet son duros competidores para un producto que llevaba más de un siglo sin apenas cambios: noticias y publicidad. Si a esto le sumamos la pérdida de credibilidad de la prensa, muy vinculada a las instituciones políticas y a la democracia, la situación se torna dramática. Como los activos inmobiliarios, el valor de las noticias ha caído en picado.

El hombre es un animal de costumbres, y nos habíamos habituado al ceremonial diario de la lectura de prensa. El periódico no es solo un contenido informativo, es también un objeto que se dobla cuidadosamente, que tiene olor y tacto y que una vez leído puede servir para muchos usos domésticos. Más que un mero objeto, siempre ha sido un fetiche. O también una bandera que nos identifica ideológicamente ante los demás. Precisamente, la prensa es la institución más vinculada a la democracia a través de eso que se dio en llamar opinión pública. Siempre se ha dicho que no podía existir una democracia sin prensa libre. ¿Tendremos que cambiar de opinión o solo de paradigma?

Una de las consecuencias de la desaparición de las cabeceras periodísticas es que puede suponer también el final del rigor informativo. Las noticias cuestan dinero porque los periodistas, los profesionales quiero decir, no viven del aire. La idea de que todos podemos hacer el periódico con las noticias procedentes de Internet, y además gratuitamente, puede parecernos fascinante, salvo en una cosa: si no hay periódicos ¿quiénes buscarán y contarán las noticias? Si todo es gratis, ¿quién se va a molestar en buscar un scoopo primicia? Y sobre todo: ¿quién se responsabiliza de la veracidad de la información?

La participación de los ciudadanos en la difusión de las noticias y la libertad para opinar al instante puede resultar muy atractiva, pero esconde muchas trampas. La más clara es que basemos nuestras opiniones en bulos, rumores y noticias sin contrastar, en medio de un ambiente de demagogia y confusión. Y desde luego, una democracia no puede subsistir sin una opinión pública bien informada. Camus definía al hombre moderno como un ser que “lee periódicos y hace el amor”. Ahora nos van a quitar el periódico del desayuno. Tal vez sea un buen momento para dejar también el café.

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