Cultura y género

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«Las mujeres deben saber leer pero sólo determinadas obras»1 Juan Luis Vives [1492-1540]

Dos son las primarias identidades, ligadas a la diferenciación sexual, que dividen a los cuerpos humanos: varón/hembra, hombre/ mujer, masculino/ femenino. En el ámbito de esta dicotomía, como consecuencia de una interpretación sesgada de la importancia de la diferencia sexual, los discursos ideológicos sobre el sexo masculino han dominado históricamente a los del femenino, lo que ha condicionado el abusivo privilegio de las representaciones sociales de la masculinidad sobre las de la feminidad.

La misoginia cristiana del medievo, que obligaba a la mujer a mostrarse velada ante los hombres y silenciosa en la congregación religiosa, se inicia en el libro del Génesis [con el mítico «origen costal» de la mujer a partir de Adán] y se hace explícita, con metáfora corpórea, en las Cartas del apóstol Pablo [«Dios cabeza de Cristo, Cristo cabeza del varón y el varón cabeza de la mujer», en 1 Corintios, 11] y se confirma en Agustín de Hipona, uno de los cuatro padres de la Iglesia de Occidente, para quien la mujer es para el hombre un «ser complementario».

Incluso en las Etimologías de Isidoro de Sevilla se intenta relacionar forzadamente su menosprecio con la raíz de su nombre, ya que se equipara a la mujer [mulier en latín] con la blandura, la molicie y la sensualidad: «mulier vero a mollitie, tamquam mollier, detracta littera vel mutata apellata est mulier» [«mujer» (proviene) en verdad de molicie; es decir mollier, con una letra extraída y otra cambiada, se llama mulier]2.

En La perfecta casada, Fray Luis de León (1528-1591) aseguraba: «así como a la mujer buena y honesta la naturaleza no la hizo para el estudio de las ciencias ni para los negocios de dificultades, sino para un solo oficio simple y doméstico, así les limitó el entender y, por consiguiente, les tasó las palabras y las razones». Fue en la segunda mitad del siglo XX cuando confluyeron la irrupción académica de la revisión feminista de la historia3 con la del concepto de género -masculino/femenino como una construcción cultural de la masculinidad y de la feminidad, como modos de representación de un cuerpo ante los otros cuerpos.

El discurso feminista se ha apoyado en esta concepción del género para reivindicar con insistencia, frente a la abusiva ocupación del espacio social por el género masculino, el papel que, en justicia, corresponde al género femenino. En todo caso, cultura y género son un par de palabras cargadas de ambigüedad en las que la segunda -una construcción cultural que pertenece ya al ámbito ilimitado de la cultura como abstracción es subsumida por la primera.

Desde esta perspectiva histórica, la cultura, tanto en sentido abstracto como en sus múltiples expresiones humanas -individuales y colectivas ha sido, y continúa siéndolo en gran parte, dominio hegemónico del género masculino. Cuando, de manera excepcional, una mujer se ha convertido en una mujer cultivada, por haber asumido la cultura como aventura de enriquecimiento personal mediante la lectura y la escritura, ha sido preciso que consiguiera previamente un espacio propio, bajo la protección de algún poder político, religioso o económico que neutralizara el menosprecio por su condición femenina y una combinación paternalista de vigilancia y castigo.

Dos figuras paradigmáticas de mujeres cultivadas que eligieron el difícil camino hacia la cultura como aventura personal, tras conseguir un espacio propio -una en la celda de un convento y otra en una habitación pro-pia-, hasta cierto punto a salvo del dominante discurso masculino, han sido sor Juana Inés de la Cruz y Virginia Woolf.

Juana Inés de la Cruz (1651-1695) la monja mestiza mexicana, poeta eximia, pregunta en una carta a su vigilante confesor, entre otras cosas, si «en su opinión es pecado hacer versos», «si las mujeres no tienen alma racional como los hombres » y «si la mujer para salvarse ha de ir por el camino de la ignorancia». Tras la respuesta extremadamente misógina, la inquieta monja se adaptó al discurso patriarcal… vendió su biblioteca, pidió públicamente perdón y enmudeció su pluma.

Virginia Woolf (1882-1941), en su famoso ensayo Una habitación propia, a la pregunta ¿por qué las mujeres no escriben novelas? se contesta: «porque una mujer deber tener dinero y una habitación pro-pia, tranquila y a prueba de sonidos». Esto, en el siglo XIX, era extraordinariamente difícil, ya que «eran legión los hombres que opinaban que intelectualmente, no podía esperarse nada de las mujeres. La libertad intelectual depende de cosas materiales y las mujeres han sido pobres desde el principio de los tiempos».

En nuestro tiempo, Hanna Arendt, María Zambrano, Simone Weil, Susan Son-tag, Mary Douglas y Elaine Scarry, entre otras muchas, son ejemplos reconfortantes de las altas cotas que puede alcanzar la mujer en el cultivo personal del pensamiento crítico y creativo cuando es liberada de la misoginia institucionalizada.

1 Vives, Juan Luis, Instrucción de la mujer cristiana, Espasa Calpe argentina, Buenos Aires, 1944.

2 El problema es -como me ilustra la profesora María Reina Bastardas- «que mollier no existe en latín: Isidoro de Sevilla ha tomado la raíz de mollitia (mollis = blando) y le ha puesto el sufijo -er, común en los sustantivos que designan personas (pater, frater, la misma mulier, etcétera) para crear esta base etimológica de «mulier», evidentemente fraudulenta».

3 Butler, Judith, Gender Trouble: Feminism and the subversion of identity. Routledge, 1990.

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