CUATRO MILENIOS DE BARES Y TABERNAS
Vins et liqueurs, óleo sobre tela de Marcel Gromaire (1892-1971).
Los bares de vinos han ido sustituyendo a las viejas y castizas tabernas. Pero éstas tienen sin duda una historia milenaria, ya que sus restos se han encontrado en todas las excavaciones arqueológicas de los pueblos más antiguos.
La Epopeya de Gilgamesh cita ya el nombre de Siduri, una tabernera que tiene su establecimiento emplazado en el límite del mundo civilizado, donde comienza ya el mundo mítico. Y el Código de Hammurabi advierte que las sacerdotisas no deben frecuentar las tabernas, que eran entonces establecimientos sencillos donde se servían comidas a la gente de paso. Por eso disponían de su propio huerto y, también, de camas.
Asirios y babilonios importaban vi-nos, siguiendo el difícil curso del Tigris o las rutas fluviales del Éufrates, alimentando así las tabernas de Nínive y de Babilonia. Herodoto cuenta cómo los comerciantes armenios transportaban esta preciada mercancía en almadías que tenían forma de grandes cestos. Traían con ellos un asno para regresar a su tierra, después de vender los vinos, ya que no podían remontar la corriente del río. Este mismo historiador relata algo más sorprendente cuando habla de “barriles fabricados con palmeras”. Debía tratarse de cilindros que obtenían troceando y vaciando las palmeras, porque esta madera no permite fabricar duelas; pero también es extraño que los armenios recurriesen a un árbol exótico y no aprovechasen las mejores maderas de sus bosques.
Las camareras del Olimpo
Para demostrar que el vino es bebida más noble que la cerveza, un refrán egipcio afirmaba que “los borrachos de vino caen de cara, mientras que los de cerveza caen de espaldas”. En Egipto, el vino era una bebida casi reservada a los nobles y las clases aristocráticas; aunque el pueblo podía encontrarlo en las llamadas “casas de cerveza”. Los clientes se sentaban en esterillas y taburetes, bebiendo –además de la popular cerveza– vinos y aguardientes de palma (shodú) o licores cocidos y perfumados. El vino se conservaba en grandes ánforas impermeabilizadas con pez y tapadas con madera o arcilla. Un letrero escrito con tinta indicaba la procedencia y la fecha exacta: vinos egipcios de Mareotis y de los oasis, o vinos de importación de Etiopía y de Canaán.
Los griegos daban tanta importancia al vino que lo consideraban una bebida olímpica. Hebé, diosa de la juventud, hija de Zeus y Hera, era la encargada de escanciar el néctar en la copa de oro de los dioses. El nombre de Hebé despertaba en los griegos la fantasía erótica, ya que esta palabra evoca en griego el vello del pubis. Por eso en Historia Natural el prefijo hebe sirve para nombrar las plantas y los brotes que tienen vello y que hoy llamamos pubescentes, como ocurre con algunas especies de vid que tienen hojas cubiertas de delicado plumón. Hércules tuvo la suerte de recibir como esposa a esta beldad, que olía a perfume de Chipre (resina, naranja, limón) y que nunca le reprendió por beber. Los vasos griegos la representan alada y coronada de hiedra, con una jarra en la mano y una flor o una fruta en la otra; siempre mostrando sus formas insinuantes. Su figura aparece, a menudo, como adorno de los espejos.
Más conocidas por todos los aficionados a la arqueología son las tabernas de Pompeya, que quedaron enterradas después de la erupción del Vesubio, conservando sus vasijas y ánforas, e incluso sus inscripciones comerciales. En el termopolio de Asselina, en la Via de la Abundancia, se ven los mostradores donde se servían las bebidas y comidas calientes, incluso a la gente que pasaba por la calle y no tenía tiempo de detenerse en el local. Como oferta suplementaria aparecen escritos los nombres de algunas de las camareras griegas, orientales y hebreas: Asselina, Smyrna, Aegle y Maria. En las hosterías (cauponae) se ven los depósitos de ánforas vinarias, junto a las normas escritas que reclaman un buen comportamiento por parte de los clientes. En una de las pinturas están representadas las sirvientas que persiguen a los clientes para hacerlos beber. En la tienda de Salvius aparece, explicada en varias pinturas, la historia de unos hombres barbudos que juegan a los dardos y acaban discutiendo, hasta que el tabernero les pide que se vayan a disputar a la puerta. Por los graffiti de Pompeya sabemos también que un tabernero recompensaba a quien le devolviese un vino robado: «Un ánfora de vino ha desaparecido de la taberna; el que la devuelva recibirá 65 sestercios, y si trae al ladrón el doble». Estas mismas inscripciones que Suavis, el tabernero, era un dipsómano; y que Oppius era un ladrón. O que el pobre Tertius, en opinión de su amiga Virgula, era muy feo: «Virgula Tertio suo: indecens es»
Los romanos utilizaban diferentes fórmulas para brindar, levantando su copa y diciendo tibi propino (te lo ofrezco) o más sencillamente ¡Bene te!, ¡Bene me! Pero el número de brindis era también una clave para que los hombres se declarasen a las mujeres, como escribe Marcial: “Que el nombre de cada una de mis amigas sea saludado por tantas copas de Falerno como letras tiene”. Era, sin duda, un buen bebedor, porque conocemos los nombres de sus amigas: Laevia (6 copas), Justina (siete copas), Lycas (cinco copas), Lydé (4 copas) e Ida (tres copas más). En total 26 copas, y menos mal que las romanas y griegas no abusaban de los nombres largos, como los egipcios en tiempos de la reina Hapshepshut.
Las tabernas del Camino de Santiago
Las rutas medievales de peregrinación, especialmente el Camino de Santiago, fueron también vías de cultura y de comercio. Muchos viñedos de Alsacia, Borgoña, Burdeos, Navarra, Rioja, Galicia y León, nacieron al amparo de las peregrinaciones. La pintoresca población de Saint-Émilion, con sus casas arracimadas en una colina y su iglesia excavada en la roca, domina los viñedos más antiguos de Burdeos, ya que los romanos fueron quizás los primeros que cultivaron la escarpada ladera. El Château Ausone debe su nombre al poeta romano Ausonio, que fue propietario de estos viñedos. Pero el nombre de la comarca se debe a Saint Émilion, un peregrino que se dirigía a Santiago de Compostela. Al probar los vinos carnosos y bien estructurados de esta comarca, construyó una ermita, se estableció en esta tierra bendita y nunca llegó a cumplir su peregrinación.
Se dice que Leonardo da Vinci regentó una taberna. Como maestro de ceremonias de la corte, demostró ser un genio organizando espectáculos y banquetes. Se presentaba como ingeniero, porque en su época eran más apreciados y mejor pagados que los pintores. “No tengo par en la fabricación de puentes”, explica en una de sus cartas de presentación; pero añade también, “hago pasteles que no tienen igual”. Igualmente aplicaba sus artes al diseño de las herramientas de cocina: hornos, máquinas lavadoras, aparatos para cortar y moler, extractores. Y, amasando el mazapán, realizaba magníficas maquetas para presentar sus proyectos. En una época de su vida cobraba sus trabajos en vino; pero, cuando ya era un artista famoso, Ludovico el Moro le regaló una viña en Porta Vercellina, en la zona del nebbiolo. En su testamento dejó esta propiedad, por partes iguales, a su cocinera y a su sirviente Salai.
El filósofo Kant, que ha dejado fama de su puntualidad y de su existencia metódica, fue el mejor cliente de las tabernas de Königsberg. Se dice que los parroquianos ponían en hora sus relojes, en el momento en que Kant pasaba bajo sus ventanas. Pero junto a la leyenda hagiográfica y puritana hay que contar la verdad: más de una vez Kant bebió tanto que no pudo encontrar su domicilio en la Magistergasse. Resulta ridículo que un comedor y bebedor tan apasionado no dedique ningún juicio noble al olfato y al gusto en su Crítica de la facultad de juzgar. Por el contrario nos ha dejado una buena teoría de la embriaguez en su Antropología desde un punto de vista prágmatico, distinguiendo entre las alegres borracheras de vino y las vulgares borracheras de cerveza. En su honor hay que decir que era un atento anfitrión, ocupándose siempre de los gustos de sus invitados. Adoraba los tintos de cabernet sauvignon y sabía oprotunamente cambiar el blanco cuando los taninos le producían efectos astringentes en el tránsito intestinal. Finalizaba sus comidas con vino “estomacal” que, por todas las apariencias, era tokay o vendimias nobles del Rhin; aunque también se preparaba de vez en cuando un vino aromatizado caliente, envolviendo el vaso en las hojas inservibles de sus manuscritos, para mantenerlo a temperatura. Al envejecer, bebía también ron; pero los alcoholes le producían acidez de estómago. Se dice que al final de su vida solo comía mantequilla; pero eliminaba el colesterol con vino tinto…
Nace el cabaret
Las tabernas fueron lugar de encuentro y, a veces, de revuelta y pendencia; pero también en ellas nació buena parte de la cultura europea, desde el teatro y la poesía de la Inglaterra isabelina, hasta los lieder de Schubert o algunos poemas de Goethe.
Hoy designamos con la palabra “cabaret” una sala, más o menos importante, donde se representan variedades. La palabra se utiliza en Francia con el significado de “cuartucho” (chambrette) y designó desde antiguo un tipo especial de taberna, donde también se vendían comidas. A veces, el cabaret disponía también de camas e, incluso, ofrecía la compañía.
Durante siglos es difícil distinguir dónde se encuentra la frontera entre la taberna y el cabaret, como en el siglo XIX y XX será difícil distinguir entre el café y el bar.
En el siglo XIV ya aparece en Europa una distinción entre la taberna donde se compra el vino al detalle, a veces desde la misma puerta, y el cabaret donde se entra y se bebe de pie, pero que más tarde permite sentarse y comer. Pero en el siglo XVII los taberneros instalan mesas y permiten comer.
La ventaja de los cabarets será siempre su privacidad, ya que pronto comienzan a crear “camarotes” donde se puede acudir con discreción; mientras que las tabernas ofrecen solo una sala común. Por frecuentar el cabaret del Oso Negro, el sabio Lutero fue muy criticado por los católicos antirreformistas. Quizás por eso el puritano Jean-Jacques Rousseau declara en sus Confesiones, que no puede sufrir “la crápula del cabaret”.
Una Escena de Albergue, pintada por Mieris el Viejo (1635-1681), representa una divertida imagen de la taberna, en la que el vino alterna con el amor, despertando incluso el instinto reproductivo de unos perros que asisten a las caricias y galanterías de las parejas.
Para evitar pendencias se intentaron, desde antiguo, reglamentar las tabernas. En España, ya el código medieval de las Siete Partidas intentó poner bajo control este negocio. Y todavía en el siglo XVIII se dictaban curiosas normas para controlar las tabernas, prohibiendo que tuviesen puertas ocultas y que sirviesen vinos aguados o remostados. Pero no hay que olvidar que un matón de taberna, el conde de Villamediana, asesinado por unos esbirros, reunió en su entierro a los mejores cerebros del Siglo de Oro español: Calderón de la Barca, Cervantes, Quevedo, Lope de Vega y Vélez de Guevara.
En el óleo de Gillis van Scheyndel (1635-1676) titulado Escena de Albergue, podemos descubrir el escenario festivo de una taberna holandesa del siglo XVIII, con los músicos, los nigromantes, los parroquianos alegres y el vino que se sirve directamente de las barricas, en jarras de barro o de cristal.
Los boticarios tuvieron en exclusiva el privilegio de la venta de alcoholes, que no podían conseguirse en las tabernas. Pero a fines del siglo 0 se crearon ya gremios de destiladores y limonaderos con lo que la venta de bebidas quedó dividida en tres grupos: los cerveceros; los taberneros y cabareteros que vendían el vino, y los vendedores de refrescos, cafés y alcohol (cafeteros, limonaderos y destiladores).
En Italia, sin embargo, la taberna (la bottega), donde todo el mundo comparte la misma mesa o se sienta en bancos comunes, será el modelo de los nuevos cafés. Un café histórico como el Greco de Roma mantiene todavía esta disposición de las viejas tabernas, en torno a un pasillo largo que hoy se conoce con el nombre de omnibus. Paralelamente se crean camarotes y gabinetes privados en los cabarets o establecimientos que frecuentan los artistas, los intelectuales y los aristócratas. Por eso los cafeteros adoptan enseguida este recurso, como vemos en El Café de Goldoni y como todavía puede verse en locales famosos como el Florian de Venecia.
El príncipe heredero Luís en el albergue español de Roma, óleo sobre tela de Franz Luchwig Catel (1778 – 1856). Neue Pinakothek, Munich.
Una de las más bellas pinturas del vino, realizada por Franz Ludwig Catel (1778-1856) representa a Luis I de Baviera en el Albergue Español de Roma, el famoso establecimiento de la Ripa Grande. La pintura, que se conserva en la Neue Pinakothek de Munich nos muestra el ambiente de una tienda de comidas y vinos en 1824.
El cabaret mantuvo además durante mucho tiempo su ventaja sobre el café, ya que a este último no le estaba permitido tener una insignia sobre su puerta. Las tabernas de menos categoría se conformaban con una rama colgada de la puerta; pero había insignias impresionantes y no desprovistas de ingenio. Y hay que reconocer que las insignias o carteles eran a veces un motivo ornamental muy vistoso. Y daban además pretexto para el ingenio, como aquella insignia de una taberna de París –digna de Hyeronimus Bosch– que mostraba a un abad muerto en un prado con un lirio en el trasero. Los sabios sabían interpretarla en latín: Habe morten prae oculis, ten la muerte ante tus ojos. El pueblo iletrado se conformaba con leerla en francés: abbé mort en pré, au cul, lys (abad muerto en el prado, lirio en el culo).
La costumbre de colocar unos árboles o unas plantas en la entrada de las tabernas se remonta a la época de Carlomagno, cuando el emperador permitió en todo el Imperio Romano Germánico que los elaboradores anunciasen así el vino que vendían en sus propias casas, como siguen haciendo todavía los Heurigen en Austria. Las ramas de abeto colgadas en la puerta indican que han llegado los vinos nuevos.
La misteriosa alquimia del bar
Aunque no tiene la milenaria historia de la taberna ni la tradición romántica del café, el bar se convierte a fines del siglo XIX en un símbolo de la modernidad. Escritores y pintores lo adoptan enseguida como espacio provocador y futurista donde se transmutan en alquimia los valores de la revolución estética.
ARRIBA, IMÁGENES DE UNA TABERNA EN LA CIUDAD DE HERCULARIO, SEPULTADA BAJO LA LAVA DEL VESUBIO, Y DE UN ESTABLECIMIENTO SUIZO EN STEIN AM RHEIN. EN LA PÁGINA DE LA DERECHA, IMÁGENES DE “LE PROCOPE” DE PARIS, LA ENTRADA A UNA TABERNA EN RÜDESHEIM (ALEMANIA) Y UN DETALLE DE UN LOCAL EN ROTHENBURG
No existe un bar sin brandy, ni sin hielo, ni sin copa balón. Pero ha desaparecido el sifón, que era otro símbolo del bar y de sus audaces combinados, que tienen siempre nombres de cine: side-car, daisies, fizzes, fancies. El sifón era un elemento literario y estético que le daba color al bar. Gauguin, en sus tiempos de Arles, retrató a Madame Ginoux, pen-sativa, delante de un sifón azul. Van Gogh, cuando la pintó, le colocó delante unos libros y le quitó el sifón: le puso como título l’Arlesienne, pero en la melancolía de Madame Ginoux, se comprende que la pintura debió llamarse “Sans siphon”. Los sifones de principios del siglo XX se fabricaban en todos los colores y con los más audaces diseños. Algunos iban protegidos con una malla, como las vedettes de las varietés. Fantásticamente explosivo y resfriado, como un revolucionario de tertulia, el sifón fue el símbolo del bar.
El genial fotógrafo Robert Doisneau nos ha dejado una magnífica colección de imágenes en las que aparecen los elementos mágicos del bar: el velador, el sifón, el mostrador de zinc, la copa de brandy o de vino y, a veces, el beso furtivo de las parejas que sólo pueden amarse en la calle y en la hora perdida en que se cierran los bares.
Marcel Proust en el Bar del Ritz
Es difícil marcar la frontera histórica entre tabernas, cafés y bares. Los bares donde se sirven comidas y vinos han existido desde antiguo, al estilo de los bares de tapas españoles o de los Weinstube de Alemania y los Heurigen austríacos. En Lyon, estos bares típicos reciben el nombre de bouchons. Y en Irlanda y Gran Bretaña también los pubs sirven comidas.
Pero la palabra bar comenzó a aplicarse en Inglaterra a algunas wine houses. Su elemento distintivo era la barra que permitía un refugio al tabernero frente a los clientes que tenían mal beber. Pero fueron los americanos quienes impusieron en Europa este tipo de establecimientos. El famoso bar americano de Lyon se fundó ya en 1880. Y en toda Europa, desde Amsterdam a Roma, de Londres a Madrid, se fueron creando bares americanos.
En los años de su esplendor, Oscar Wilde frecuentaba en Londres el bar del Hotel Savoy. Pero en los años de su decadencia en París, Wilde se sentaba en el bar Calisaya, en el Boulevard des Italiens. Debía dinero a todo el mundo. Llevaba el pelo teñido de castaño rojizo. Conservaba sus corbatas de seda azul de Charvet, su sombrero de fieltro gris, sus trajes cortados por Doré; pero todo más ajado, más sobado, más viejo. Alternaba los cafés (Procope, Café de la Paix, Tabourey, Café d´Harcourt, el Café de la Galette donde lo dibujó Ricard Opisso) con el bar; pero en el Calisaya sólo bebía ajenjo y champagne.
Al café le salían nuevos competidores, incluyendo las brasseries que fundaban los alsacianos, o las cervecerías belgas y alemanas. Pero cuando César Ritz creó un bar en sus hoteles, ya todo estaba decidido: el bar había conquistado a la aristocracia. El Petit Bar del Ritz en la calle Cambon –el Little Bar le llamaba Scott Fitzgerald– era un lugar maravilloso. Lo había creado el propio César Ritz, aprovechando un rincón minúsculo de su hotel, tan recoleto que tuvo que diseñar él mismo los muebles a medida, mandándolos hacer más pequeños de lo normal.
Marcel Proust se sentaba en el Bar del Ritz, bebiendo cada noche su champagne con fresas. Allí siguen sentándose los fantasmas de Eduardo VII, de Greta Garbo, Noel Coward y Coco Chanel; o de Douglas Fairbanks y Mary Pickford, que se amaron en el Ritz, cogidos de la mano.
La “generación perdida” en el bar
Desde principios de siglo es difícil saber dónde acaba la frontera del café y comienza la del bar. Los artistas que se reúnen en Els Quatre Gats de Barcelona, presididos por Rusiñol que bebe ajenjo, se parecen a los personajes que Manet, Degas o Monet sitúan en las mesas de sus bares. Manet pinta la Serveuse de Bocks. Pero en los cuadros de principios de siglo la palabra sagrada es café; aunque muchos de ellos sirvan más bebidas alcohólicas que café. Ya esta confusión de términos había ocurrido entre la taberna y el café, entre el cabaret y el bar. Cuando Ludwig Passin pinta en 1856 su famosa acuarela del Caffé Greco de Roma, sólo se ven botellas por todas partes. Es difícil saber en qué momento La Coupole, Le Dôme o La Closerie des Lilas se transforman en bares. En un cuadro de Ferdinand Des-nos, fechado en 1950, vemos ya claramente escrita la palabra Bar, en un toldo de La Closerie des Lilas.
Podría decirse que los impresionistas van todavía al café; pero los surrealistas y los cubistas convierten el mismo espacio en bar. George Bottini pinta en 1906 su Femme au bar avec ombrelle, y en 1910 el pintor catalán Ricard Canals expone un cuadro titulado En el bar. Y a veces, en la puerta del discreto salón de té, aparentemente reservado a las damas conservadoras y los abstemios, se ve un anuncio que dice Pastis Pernod, Brandy Torres, Byrhh o Ricard escrito en una de las típicas garrafas con agua fresca que acompañan el servicio del café.
Ernest Hemingway, Dos Passos, Scott Fitzgerald y Faulkner, rondan por los bares de París, imponiendo la moda del “lounge bar”. Gertrude Stein, que es la madre universal de todos estos americanos, los bautiza con el nombre de la Generación Perdida.
Lawrence Durrell, otro anglosajón, nos ha descrito estos bares de París de principios del siglo XX: “Como todo el mundo me he emborrachado en el Café La Couople… Con Anaïs Nin, Miller y Perlès éramos los tres mosqueteros de La Coupole. Allí se jugaba al ajedrez. Se puede decir que Perlès casi se dormía. En cuanto a Anaïs, se peleaba en el bar con sus amantes y sus editores.Amaba mucho a los hombres”… En este texto se esconde, probablemente, una explicación de esta confusión, quizás intencionada, entre café y bar: uno podía dormir el vino jugando al ajedrez, mientras otros se amaban o se peleaban en la barra… En esta frontera entre el café y el bar se encontraron y se amaron Aragon y Elsa Triolet o Man Ray y la turbulenta Kiki.
Sin embargo, el bar tardaría en imponerse, porque los burgueses preferían la confusión: iban al café a jugar al ajedrez; pero, casi a escondidas, bebían y se amaban en la barra. A principios de los años 50 todavía en España la Enciclopedia Espasa sólo reconoce que bar es “voz aramea que significa hijo y que aparece como prefijo en nombres judíos, como Bartolomé”, ignorando la acepción de bar como establecimiento de bebidas.
El bar tiene que adaptarse a la clientela, creando espacios parecidos a los cafés: terrazas, salones, lugares donde puede comerse algo. Se multiplican así los pubs irlandeses, donde el cliente se sirve la comida en la propia barra, como si fuera un personaje de James Joyce. El servicio rápido permite pagar directamente al camarero, aun a costa de acabar con una de las más bellas instituciones románticas del café: la cajera. Pero el bar está predestinado a triunfar en el siglo XX. Su éxito es el de la prisa del hombre contemporáneo.
Afortunadamente los barmen, genios inspirados del cocktail, salvarán el prestigio del bar. Crean en ellos combinaciones geniales de licores y frutas, de brandies y especias, de champagnes y vinos, fantasías de color y de aroma, presentadas con una imaginación artística. Los grandes vinos se suman a la carta del bar, que renuncia a convertirse en un mundo cerrado. El vino ha conquistado al bar, quizás porque el vino era la fruta inocente y estuvo siempre esperando que un genio abstracto lo pintase como un reflejo dorado en un espejo, o una pincelada suave en una arpillera ruda, o junto a los pigmentos fauves (el violeta, el bermellón, el amarillo limón) de los combinados que un chardonnay honrado o un cabernet sauvignon serio nunca pudieron vestir.