El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española
(RAE) define conversación como la «acción y efecto de hablar
familiarmente una o varias personas con otra u otras». Todos vemos
a gente charlando en restaurantes y bares, pero también es
cierto que entre los más jóvenes la mirada al móvil es constante.
Esta situación empieza a enfadar a más de uno pues este nuevo
hábito puede ser calificado de mala educación o como una nueva
adicción que hay que controlar.
Al mantener una conversación cara a cara, el significado de las
palabras es solo el 20% de lo que comunicamos y el 80% restante
lo facilita todo lo que envuelve esa comunicación, desde los
gestos al tono o la mirada, y ese entorno puede perderse cuando
conversamos desde el móvil, la tableta o el ordenador. Por tanto,
parece que es más fácil pedir u opinar sin tener a la persona
enfrente, ya que esta carece de algunos datos que podrían ser
relevantes, como saber, por ejemplo, la verdad o la mentira que
esconden las palabras de una conversación. Frente a esta falta
de complicación, sin embargo, aparecen otras, como ansiedad
por ser respondido inmediatamente, miedo a una soledad si nadie
se pone en contacto y facilidad para ocultar nuestras emociones.
En estos momentos ya aparecen voces que piensan que comunicarse
por WhatsApp, Facebook o Skype sea conversar. Pero
como siempre hay otros que opinan que sí y que conversar por
el móvil, aunque no sea igual que hacerlo cara a cara, no quiere
decir que no sea útil, que no haga fluir la comunicación y que no
genere lazos sociales.
De cualquier forma, según la últimas estadísticas seis de cada
diez españoles se declaran molestos por que sus amigos miren
el móvil cuando están con ellos, aunque el 55% admite que también
lo mira estando en compañía. La psicóloga estadounidense
Sherry Turkle del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT)
ha decidido pasarse a la defensa de la comunicación cara a cara.
Sus reflexiones se recogen en su último libro Reclaiming Conversation.
Esta investigadora lleva tres décadas estudiando cómo
nos adaptamos a los avances de la tecnología y su influencia
en nuestras relaciones. Turkle no cree que la tecnología sea el
problema, sino cómo la utilizamos y propone que hagamos un
uso correcto de nuestros dispositivos. En su anterior libro, Alone
Together, Turkle hizo su primer diagnóstico del efecto de la comunicación
digital en las relaciones personales. Las entrevistas
que realizó entonces revelaban un mundo en el que los jóvenes
estaban frustrados por la falta de control sobre las conversaciones
electrónicas que mantenían. No sabían si sus interlocutores
los tenían en cuenta o hacia dónde podía derivar la charla. En
Reclaiming Conversation, Turkle defiende que la sociedad debe
aprovechar ese sentimiento de «engaño» o de incertidumbre para
volver a la palabra hablada, que define como una «cura» ante la
digitalización de las interacciones sociales.
No siempre Turkle tuvo estas opiniones, en su libro The second
self, reflexionaba sobre nuestra relación con los primeros
ordenadores, que ella veía como máquinas maravillosas que nos
proporcionaban nuevas identidades en las que reflejarnos. Llama
la atención que esta psicóloga, que hoy predica la contención
de nuestro uso electrónico, sea la misma que hace 15 años
se convirtió en ciberdiva tras publicar el ya clásico Life on the
screen, donde presagiaba con optimismo el efecto terapéutico
que tendría sobre el ser humano nuestra interacción con Internet,
los robots y los ordenadores. «Como psicóloga fue un momento
fascinante. Comenzaban los primeros chats, los primeros juegos
y comunidades virtuales. Podías tener múltiples personalidades,
ser hombre, mujer… pero siempre en un ámbito anónimo, y eso
permitía muchísima libertad. Fue un momento de experimentación
fabuloso y yo era muy optimista respecto a los efectos positivos
que tendría en nuestra psique», ha explicado en alguna entrevista.
Corría el año 1995 y Turkle se convirtió con ese libro en una de
las gurús tecnológicas de la época, ocupando la portada del la
revista Wired, que en la década de 1990 aún era la Biblia digital.
La autora reconoce que gran parte de la dependencia de los
dispositivos móviles se debe al fenómeno conocido como FOMO
(fear of missing out) o en español el miedo a perdernos lo que
ocurre mientras estamos desconectados. Superando este miedo,
cuando todos ponen su vida en la red, algunos se salen de ella.
Los motivos pueden ser variados, como sentir que se fomenta
una vida irreal o comprobar que hay más gente en la virtualidad
que en la realidad. España cuenta con 14 millones de usuarios de
redes sociales y es el cuarto país del mundo (primero de Europa)
en el uso de estas aplicaciones. Pero una de cada tres personas
se siente peor y más insatisfecha con su vida tras visitar los perfiles
de sus contactos. Percibir las relaciones como superficiales o
la pérdida de intimidad son otras de las razones por las que una
minoría desanda un camino que parece sin vuelta.