BERLÍN

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Klaus Mann escribió que el Berlín de los años veinte era una ciudad donde se iba a “vivir aventuras”; más parecida en su espíritu inquieto y excéntrico a Nueva York o a Shanghái que a París, que era entonces la gran capital de Europa.

Llamar a Berlín “ciudad de aventuras” puede parecer hoy una exageración a quienes poseen sólo la imagen ordenada y prusiana de la capital de Alemania. Pero es verdad que, detrás del escenario monumental de la capital de Federico el Grande o de la universidad donde enseñaron Humboldt y Hegel, vibra también el corazón de una ciudad muy alegre, inconformista, inquieta y viva.

A los berlineses les gustó siempre el teatro. Y esta bella ciudad tiene algo de gran escenario con un decorado monumental. El Berlín imperial con sus foros neoclásicos, sus teatros y sus museos quería proclamar ya en sus tiempos que era “una capital de cultura y poder”. Vino la ruina de la Primera Guerra y el Berlín de los años veinte tuvo que cambiar sus carteles de propaganda por “Sodoma y Gomorra, no problem Show”; o sea, apenas acabado el desfile del superejército, el espectáculo del supersex. Se tocaba también el jazz en las esquinas mientras los obreros desfilaban por Unter den Linden con banderas rojas y otros iban asesinando impunemente a los líderes de la revolución. No faltaba mucho para que, sobre el gran psicodrama de la República, se instalase un cómico –¡quién podía pensar que este show iba a convertirse en verdad!– que anunciaba con gran despliegue de medios: “Berlín, capital de Germania y del mundo”. Ahora cuesta trabajo pensar que todo empezó, más o menos, con una cosecha de medallas en los Juegos Olímpicos de 1936 y con un pequeño coche “modelo alemán” que parecía un escarabajo.

A finales de los años sesenta íbamos al Tempodrom, que era una carpa instalada en Potsdamerstrasse, a ver cabaré y a bus-car un espectáculo alternativo a los récords de las “razas superiores”. Actuaba Nina Hagen, vestida de rojo y negro; una berlinesa explosiva que se había convertido a la secta Hare Krishna en Nueva York, como si los americanos nos hubiesen devuelto a Marlene Dietrich, pelada al rape y cantando Wahre Liebe (un amor verdadero).

Los shows de nuestra generación ridiculizaban las mismas cosas que hacían reír a nuestros padres, aunque hubiesen cambiado algunas situaciones: pequeños burgueses atontados por la cerveza, la guerra fría explicada por una señora voluminosa (un travestido) que se acaloraba pensando en la bomba atómica, un lanzador de cuchillos que practicaba su puntería sobre un anuncio de macdonalds, y una monja con un casco de aviador que lanzaba caramelos –la ayuda americana– sobre la concurrencia. Los actores salían siempre al final con una máscara de gas… Todo un símbolo caótico de la historia de Berlín.

Unter den Linden

Bajo los tilos transcurre la avenida central del viejo Berlín. Cuando los árboles florecen, Unter den Linden tiene el olor de los vinos blancos más delicados. Y el rumor de los tilos bajo la brisa recuerda siempre a los alemanes la letra y la música de mil canciones románticas. Pero el paseo de Unter den Linden recuerda también a los berlineses las sombras y las luces de su historia moderna: el primer desfile de Hitler en 1933, los bombardeos de 1945 y las manifestaciones de esperanza que llevaron a la caída del muro en 1989. “Mientras florezcan los tilos en Unter den Linden –cantaba una berlinesa llamada Marlene Dietrich– Berlín seguirá siendo Berlín”. Esta Marlene parecía una dama de mundo, vestida siempre a lo cocó-déco, de lentejuelas y tweed; tenía una mirada fría y distante; pero, cuando comenzaba a cantar, su voz la comprometía y la arrastraba, delatando las ambigüedades de su vida, con una sensualidad morbosa, cálida, rebelde, inesperada en una mujer de su porte. «Aun cuando no tuviera más que la voz, podía romperle a uno el corazón», dijo Hemingway.

La avenida de los tilos se abre con un símbolo kolossal de la historia prusiana: el Deutsches Historisches Museum. Es el primer edificio barroco que se construyó en Unter den Linden como arsenal real y, en las colecciones artísticas que hoy alberga, puede recorrerse la historia alemana, desde la Reforma –hay un famoso retrato de Lutero– hasta las primeras máquinas de vapor, sin olvidar un cohete SS 20 que nos recuerda cómo se vivían en el Berlín dividido las amenazas de la guerra fría.

Berlín ha sido siempre una frontera oriental de Europa y, por eso, ha vivido también de forma intensa las conmociones políticas de Rusia, desde la revolución comunista hasta la Glasnost o la caída del imperio soviético. Incluso se habla ahora de la Ostalgie –la nostalgia del Este– que aparece como una nueva fiebre del esnobismo berlinés. Se imprimen camisetas con las iniciales de la antigua DDR, se cotizan en reventa los pesados automóviles Wartburg que soportaban sin petardear la gasolina spezial del Berlín Este, se elaboran imitaciones de la Club Cola –caldosa como los programas de las viejas televisiones estatales– o se recuperan hoteles donde puede vivirse al estilo –sólo en apariencia, claro está– de aquella Alemania Oriental donde no existían las libertades mínimas, pero tampoco las globalizaciones en serie del mundo capitalista. Para decirlo con una expresión berlinesa de moda: Soviet chic.

Unter den Linden atraviesa el centro histórico, desde la Schlossplatz hasta la Puerta de Brandenburgo, tantas veces reproducida como símbolo del espíritu monumental y neoclásico de la capital de Alemania. Hay también un río –el Spree– que se cruza por un bellísimo puente. Porque Berlín no es sólo una capital euro-pea de museos y monumentos, sino también una ciudad de ríos, lagos, puentes y bosques. Por todas partes se siente esa presencia del Norte, en la luz y en el misterio de los árboles del Grünewald o del Tiergarten –hubo que talar muchos en el inverno helado de 1946 para hacer leña– y en las leyendas brumosas que inspiraron a los hermanos Grimm. Se comprende mejor Berlín cuando uno ha recorrido los canales en los barquitos que hacen el trayecto desde Charlottenburg hasta Kreuzberg, pasando por la Isla de los Museos.

La fría y aburrida Schlossplatz fue un símbolo de los despropósitos arquitectónicos de la antigua RDA, y su reciente proyecto de reconstrucción ha ofrecido más tema de debate que ningún otro lugar de Berlín. Pero, afortunadamente, la memoria no llegó nunca a borrarse en el romántico Puente de Palacio sobre el río Spree. Las estatuas de mármol que se reflejan en las aguas representan la educación de un guerrero en la antigua Grecia: un buen escenario para entrar en la Isla de los Museos.

En el Berlín ilustrado todo se inspiraba en los ideales de la antigua Grecia. Las estatuas de los dioses griegos aparecen en todas partes, tanto en el Puente de Palacio como en la Puerta de Brandenburgo o en el la Isla de los Museos. Además, la edad de oro de la arqueología fue el siglo XIX y, en esa época precisamente, Alemania dio algunos de los mejores especialistas que contribuyeron con sus hallazgos a la riqueza de los museos de Berlín.

Uno podría dedicar exclusivamente un viaje a Berlín para visitar la Museuminsel, isla de los museos y de los tesoros, Patrimonio de la Humanidad, donde se encuentran las colecciones de pintura romántica de la Alte Nationalgalerie, las joyas del Museo Egipcio, del Bode Museum y del Pergamonmuseum… Probablemente el estar emplazados en una isla y diseñados como templos confiere a estos museos un sentido mágico que predispone a descubrir lo que la cultura tiene de “culto”. Se siente emoción al recorrer este paseo arqueológico y revivir la historia de Egipto, Grecia y Oriente Medio entre restos extraordinariamente restaurados: los palacios asirios, las puertas de Babilonia, la fascinante imagen policromada de Nefertiti, reliquias únicas del arte bizantino y, sobre todo, la pieza más impresionante: el Altar de Pérgamo con su monumental escalinata y su peristilo.

Los Hohenzollern reunieron en esta ágora de Berlín todos los símbolos de la ilustración y por eso los alemanes nunca pudieron olvidar –ni siquiera cuando el país estaba dividido– que aquí estaba el corazón de su historia: Die Kultur (la cultura), die Wissenschaft (el conocimiento), die Künste (las artes), die Religion (la religión); o, en otras palabras, la Universidad, los Museos, la Ópera, las grandes bibliotecas y la Catedral.

El neoclásico –tan costoso para reconstruir– es el estilo berlinés por excelencia, riguroso y firme como los ideales de la educación prusiana. Federico el Grande no sólo era un gran músico y excelente flautista, sino también un buen arquitecto. Fue él quien quiso que Berlín tuviese una avenida central tan elegante como Unter den Linden y quien realizó los primeros diseños de lo que hoy llamamos Forum Fridericianum: un decorado perfecto para representar el primer acto de la historia imperial. Berlín quería ser París. Demasiado grande y nuevo, decían los franceses al visitar Berlín: le falta la historia, la delicadeza, el chic

Y sin embargo fueron los franceses –los hugonotes, huidos de Francia en 1685– la “mano de obra” de este sueño monumental neoclásico. Entre estos emigrantes había muchos campesinos que trajeron a la Prusia empobrecida por la Guerra de los Treinta Años nuevos cultivos como alcachofas, limones, naranjas o guisantes. Y, sobre todo, llegaron también numerosos artesanos y artistas –relojeros, carpinteros, arquitectos, grabadores, pintores de corte– que contribuyeron a cambiar el aspecto provinciano de Berlín, tan pobre en comparación con otras capitales euro-peas. Estilos tan arraigados en la historia de Europa como el gótico apenas existieron en la entonces medio bárbara Prusia y hoy se reducen a algunas piezas excepcionales como la Nikolaikirche o la Marienkirche.

A los jóvenes de mi generación el Berlín Oriental nos parecía misterioso y muy thriller, porque era mudo, intrigante y gris. Hasta las orquestas y las voces sonaban diferentes en la acústica “antigua” de la Staatsoper Unter den Linden. Para pasar del Oeste al Este teníamos que enseñarle el pasaporte a un policía encerrado en una cabina estrecha, detrás de una ventanilla tan alta que sólo se le veían los ojos. Sabíamos que había espejos por todas partes. El metro atravesaba unas estaciones cerradas donde unos fantasmas con metralletas montaban guardia bajo una luz de acuario. Uno no podía detenerse en el camino, hasta la estación final de Friedrichstrasse. Un día ocurrió que un tren occidental quedó bloqueado en un túnel del Berlín Oriental y el asunto se convirtió en un incidente político, hasta que los pasajeros pudieron salir a la superficie bajo la mirada de los curiosos que los veían subir a los autobuses que debían “repatriarlos”.

Ahora todo resplandece flamante y reconstruido en el largo paseo bajo los tilos. Y desde la terraza veraniega del Café in Opernpalais puede contemplarse el río del paseo mientras se saborea una de esas tartas de frutas y nata –Obsttorten de frutas del bosque, Sahnetorten cuando llevan nata, Cremetorten con mantequilla, Marzipantorten con almendras amargas– que son tan importantes como la lectura de las novelas de Theodor Fontane y Alfred Döblin, o las pinturas de George Grosz para comprender el carácter, el entorno social y el estilo de vida de los berlineses.

Imágenes de la calle Friedrichstrasse, en la zona Este de Berlín.

En el centro del Forum Fridericianum se construyó la plaza monumental de la Ópera (hoy Bebelplatz) inspirándose en la elegancia arquitectónica de la antigua Roma. Y los sucesores del Viejo Fritz –como suele llamarse coloquialmente a Federico el Grande– levantaron el Altes Palais y la gigantesca estatua de bronce del emperador. Parece mentira que aquellos ideales de cultura, fundamentados en los valores éticos de la paideia griega y en la educación saludable de los jóvenes, llevasen, años más tarde, a la barbarie fanática de los nazis que organizaron la quema de libros de autores judíos en esta histórica plaza. Hay un sencillo monumento –una biblioteca enterrada que puede verse a través de un vidrio en el suelo– que recuerda aquella fecha de humo y vergüenza del 10 de mayo de 1933.

El imperio neoclásico y la venganza alternativa

No es fácil vivir en la frontera europea de oriente y mantener el estilo hugonote, formal y neoclásico que impuso en Berlín el káiser Federico II. En mis paseos por el Berlín Oriental de los años setenta me preguntaba a veces si aquella alquimia monumental de la tristeza era cosa de la burocracia comunista o la había inventado ya Federico el Grande. Entre la horrible geometría de granito de Alexanderplatz –la arquitectura sin fantasía del Estado– y el neoclásico arruinado por la pobreza había algunos puntos melancólicos de contacto. Cuando iba a ver a una amiga que vivía en el Ost-Berlin tenía que llevarme los discos de casa; porque el disyóquey de la discoteca era empleado del Estado y no sabía nada de los Dead Kennedys; sólo Demis Roussos, y como máximo hasta las diez. Para tocar la guitarra en un conjunto había que pertenecer a las Freie Deutsche Jugend y pasar la censura del partido. Y la música punk sólo se oía en las fiestas parroquiales de algunos pastores progresistas.

Desde las primeras décadas del siglo XX, Berlín se acostumbró a la sensación excitante de estar construida en el cráter de un volcán. Y así nació precisamente el espíritu del cabaré de los años 20, cuando la horrible inflación que siguió a la Primera Guerra, enseñó a los berlineses que los valores se transmutan –como habían profetizado los antiguos filósofos–, que en tiempos malos una col puede costar en el mercado más que una camelia y que lo único que permanece en este mundo es el teatro. Se baila más y mejor en las épocas de crisis, cuando la vida no parece tener futuro. Así es como el negro descubrió el jazz. Y así es como Berlín descubrió que el cabaré era la única forma de enseñarle el trasero a la inflación.

En los años sesenta Berlín había vuelto ya a reconstruir su compañía de teatro, en forma de manifestaciones (una “expresión complementaria” del desfile prusiano). Y en esta “isla” de Berlín se jugaba la memoria de Europa. Allí iban los estudiantes a manifestarse contra Tschombé o contra la “sociedad formada” del canciller Erhard; allí iban los burgueses de toda Alemania a contemplar desde la vitrina de un café cómo los jóvenes se enfrentaban a la policía en Ku´damm. En el Oeste había squatters, punkis, müslis (criados con cereales), mollis (éstos ya manejaban el cóctel molotov) y formaban parte del circuito turístico occidental. Algunos incluso pedían 50 marcos por ponerle mala cara a la cámara. En cierta manera las manifestaciones tenían sus rituales y, tanto la policía como los amotinados, conocían las reglas del juego: una venganza alternativa al neoclásico. Algunos de mis amigos se animaban a la lucha, antes de las manifestaciones, yendo al cine Delphi donde proyectaban Spartacus y otras películas de romanos. No comprendían que yo prefiriese la memoria y me fuese al Kinofilmuseum a ver Europa muda y en blanco y negro: Metropolis (un lugar donde nunca comprendieron a Fritz Lang), Siegfried, Las arañas y Caligari.

Todo lo rico y residencial estaba en la parte occidental del muro: el castillo de Charlottenburg con sus pinturas, la Ku d´amm con su monumental iglesia bombardeada que era un símbolo del recuerdo, las modas elegantes de Fasanenstrasse, las vajillas de la antigua fábrica Real de Porcelana, los cócteles del Bar am Lützowplatz donde los camareros sirven todavía con formal etiqueta, las salas suntuosas de cine donde uno podía invitar a una novia como si la llevase al Orient Express, las noches de piano y jazz del Harrys Bar, el Savoy Hotel donde se había hospedado Greta Garbo, la pastelería Leysieffer o los grandes almacenes; pero lo más melancólico y evocador –el palacio de Sanssouci donde vivió Federico el Grande, Unter den Linden con su teatro de la ópera, la isla de los tesoros y los museos– estaba en el Este. Por eso había en ambas partes de la ciudad dividida la sensación de que a los berlineses se les había expropiado algo: a unos la memoria romántica, a otros la libertad, a todos una porción de la historia. Y en esa locura se levantaron muros, se crearon nuevos guetos de miseria y se amontonaron toneladas de cemento sobre la memoria. “Los alemanes –escribió en 1945 un corresponsal del New York Times– comprenderían que la capital de Federico el Grande sea barrida de la superficie de la tierra hasta tal extremo que no queden de ella ni escombros ni ruinas”.

La iglesia Kaiser Wilhelm de Berlín junto a un moderno edificio.

Me atrevería a decir que Berlín ha sido en cierto momento “el laboratorio donde se intentó destruir la memoria euro-pea”. La estación término donde se detenían los trenes que nos llevaban al Berlín Occidental no tenía nada que ver con las antiguas estaciones –Potsdamer, Anhalter, Stettiner Bahnhöfe– que habíamos conocido en las películas antiguas como Berlin, Die Sinfonie der Grosstadt; sino que parecía un pobre apeadero y se llamaba, para más desconcierto: Berlin-Zoologischer Garten.

Pero el corazón de la ciudad no eran las elegantes boutiques, hoteles y almacenes de Ku d´amm sino el ayer pobre y melancólico Berlín Oriental. El Oeste era para vivir y el Este para soñar, incluyendo las estaciones desérticas, desertadas. Hay un libro de Peter Schneider que cuenta la historia de una señora que traspasa la frontera del muro y se emociona con las bellezas románticas del Berlín Oriental, pero al acabar su paseo regresa al Berlín Occidental “porque sólo allí podría vivir”. Ésa ha sido la historia de nuestra Europa dividida que no podía reconstruir su memoria (en el Este algunos desesperados saltaban el muro, pero en el Oeste uno acababa acostumbrándose). Y ahora, después de la caída del muro, se ve más claramente que los iconos del mundo capitalista adivinan que una marca no es berlinesa hasta que no se exhibe en los alrededores de Unter den Linden.

Afortunadamente para la historia de la civilización fue una próspera capital la que se reconstruyó en Berlín Oeste, en los alrededores de la Kurfürstendamm, aquel paseo tan “parisién” que había soñado Bismarck. Aún quedan algunos palacios en medio de los grandes edificios diseñados por nuevos arquitectos, las modernas salas de exposiciones y conciertos del Kulturforum, los cafés de Savignyplatz, los almacenes, librerías y centros comerciales, los teatros y clubes nocturnos. Pero en el fondo del inmenso volcán de Berlín –agitado por tantos movimientos alternativos, tantas manifestaciones, tantos enfrentamientos– se escondía la pregunta de si era justo llevar el lavado de la conciencia de un país hasta el punto de borrar su historia. Ser berlinés significaba tener que “comprender” estas cosas. Había también razones para callar, pero no para dejar de pensar.

Las administraciones enfrentadas en los tiempos de la guerra fría se esforzaban por mantener a un lado y a otro el duplicado de Berlín: la evocadora Museuminsel en el Este y el vanguardista Kultur-forum en el Oeste; la histórica Deutsches Staatsoper en el Este y las modernísimas Deutsches Oper y la Philarmonie en el Oeste; el Berliner Ensemble de Bertholt Brecht en el Este y el teatro experimental de la Schaubühne en el Oeste; el barrio alternativo y underground de Kreuzberg en el Oeste y el decorado bohemio de Prenzlauer Berg en el Este. A veces se llegaba al delirio de duplicar el mismo proyecto a los dos lados del muro: así, por ejemplo, el palacio Ephraïm podía reconstruirse en Berlin Oriental donde estaba el primitivo solar bombardeado o en Berlín Occidental, donde se guardaban los restos de la bella fachada neoclásica. Todo estaba esquizofrénicamente dividido, incluso los volúmenes de los clásicos que uno comenzaba a leer en la Biblioteca de la Museuminsel y tenía que acabar –al encontrar un hueco en la estantería– en una biblioteca de Berlín Oeste que había conservado el resto de la edición original. Las vías férreas que atravesaban Berlín Occidental pertenecían (¡cosas de 1945!) a la República Democrática del Este. Recuerdo una exposición de 1982 en la Galería Nacional que se tituló Kunst ist Material (el arte es material) y que consistía fundamentalmente en restos, fragmentos, escombros; entre otras piezas sorprendentes dos trozos de una tumba, encontrados junto al muro: Hier…ruhen, porque “aquí” y “yace” era dos palabras separadas por la división de nuestra Europa entre capitalismo y comunismo.

Todo esto es lo que cayó en 1989 al derribarse el muro. Y ése es, sin duda, el mayor encanto que ofrece hoy Berlín: una ciudad donde la vieja Europa hace la experiencia apasionante de su reconstrucción. No conozco mejor lugar para meditar estas cosas que el romántico Café Wintergarten en la Literaturhaus donde también se venden libros. Desayunar en este poético invernadero entre los pájaros que vienen a picotear el cruasán es una de las delicias del lujoso barrio berlinés de la elegancia y de las modas. La audacia de los pájaros debe ser también –como lo fueron las manifestaciones en Ku´damm– una venganza alternativa para que los dejen entrar en este mundo prohibitivo del lujo.

Zum cabaré, zum cabaré, zum cabaré…

En ningún otro lugar de Europa puede hoy vivirse más claramente que en Berlín esa sensación de “renacimiento”. Pensadores, científicos, arquitectos, comerciantes, ediles municipales, todo el mundo parece arrastrado por la fiebre de la restauración. No hay freno para las ideas audaces desde un festival de música tecno como la Love Parade, a un cine de los años veinte transformado en el teatro de variedades Wintergarten o hasta la conversión de un solar descampado en esa inmensa ágora de cristal que es Potsdamer Platz, el mayor símbolo de la reconstrucción y el centro donde se viven hoy las jornadas del Festival de Cine de Berlín, como discutíamos ayer acaloradamente los escándalos (no hay Berliner Festival sin polémica) en las mesas de Diener.

No hay tampoco en el mundo ciudad tan abierta a la participación, al debate, al proyecto, a la renovación cultural. No se duerme; es verdad que Berlín no duerme. Hay incluso una Lange Nacht der Museen dedicada a los trasnochadores que quieren llevar su insomnio hasta las galerías de los museos que no cierran en los últimos fines de semana de enero y agosto Y siempre hay quien está dispuesto a cambiar el mundo, aunque cuando faltan las fuerzas haya que conformarse con la revolución del cabaré…

Ya no se ven en Berlín aquellas vías surrealistas que acababan a los pies de un muro. Ya no dan en la tele aquellas películas rumanas que tenían un fondo muy moralizante… y que nos enviaba, naturalmente, Ceaucescu. Berlín es hoy la alegría de Europa. A muchos debe sonarle ya extraña la historia de Herr Kabe que saltó quince veces el muro, pero hacia el Este. Cuando los lobos de la policía oriental veían a un individuo corriendo de cara hacia ellos no podían creérselo. Le encerraban en un hospital psiquiátrico hasta que venían los del Oeste a buscarlo en un Mercedes. Pero el señor Kabe seguía saltando, porque –según él– no se le ocurría nada mejor en el aburrimiento del domingo capitalista. Prefería el romanticismo cutre, neocutre, anterior al tecno… una venganza alternativa al neoclásico de Federico el Grande. ¡Bah!

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