Balnearios románticos: La canción de las aguas

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En la mañana del domingo los viejos balnearios europeos abren sus puertas a los misteriosos fantasmas del tiempo perdido. La orquesta interpreta, bajo los tibios rayos del sol de invierno, unos valses o unas piezas del más clásico repertorio europeo. De tarde en tarde se escuchan los compases de una canción de Mozart, aquel joven que acudía a las aguas de Baden mientras su loca mujer le engañaba con Süssmayr; o se oye un cuarteto angustioso de Beethoven, el arisco visitante de las aguas de Teplitz. Y algunos días se interpreta a Wagner, aquel gnomo grotesco y genial que paseaba por los balnearios como un zahorí, con su batuta, rastreando los misterios telúricos de los orígenes de Sigfrido o la muerte de Isolda. Ellas ya no son jóvenes. Y cuando la brisa agita sus sombreros, el jardín se llena de notas profundas, alegres y dolientes, oscuras y limpias como las resonancias mágicas del primer violín. Ellos han envejecido con menos gracia; pero las acompañan hacia el crepúsculo, siguiendo las avenidas de tilos.

Es un día de domingo cualquiera en Baden-Baden, en Vichy, en Aquisgrán, en Marienbad.

Las vacaciones con agua

Salir de camping y organizar una comida campestre no eran actividades desconocidas en Grecia. En Epidauro, por ejemplo, los peregrinos tenían la costumbre de acampar en las cercanías del santuario. Pero, a diferencia de nuestros contemporáneos, tenían el buen gusto de no acampar nunca a orillas de las carreteras.

Durante más de setecientos años los romanos no tuvieron otros médicos que sus aguas y sus baños. Los primeros veraneantes frecuentaban ya los balnearios, buscando quizá aquellas aguas de Juventa que devolvían la más fresca juventud a las mujeres maduras.

Los romanos, que establecieron la más prodigiosa red viaria de la antigüedad, crearon hospedajes para los viajeros, hoteles imperiales y albergues públicos para los funcionarios. Casi todas las aguas salutíferas fueron descubiertas y frecuentadas por los romanos. Y por eso César dijo aquello de “Veni, vidi… et Vichy…” Pero se afirma también que los españoles descubrieron la Florida, buscando las famosas aguas de Juventa que corrían –según la leyenda– mezcladas con ríos de oro.

La tradición mitológica concedía ya suma importancia a los baños, desde que Cupido perdió su antorcha en el lago de Baias, cerca de Nápoles. Todos los romanos sabían que bastaba bañarse en estas aguas para salir inflamado de amor. Muchachos y muchachas acudían a Baias en busca de su alma gemela, se bañaban desnudos, y –si no eran nadadores muy rápidos– encontraban la llama de Cupido antes de que tuviesen tiempo de llegar a la orilla.

El humanismo descubre las aguas

En la Edad Media, la gente que viaja se divide en dos bandos opuestos: musulmanes y cruzados. Y, a pesar de que las guerras y las banderías feudales no ofrecen seguridad, los caminos se llenan de peregrinos, de correos, de estudiantes y de pícaros. Incluso las mujeres se desplazan, a caballo o en mula, hacia las ferias de Flandes, de Champagne, de Medina del Campo.

Las aguas no sólo se tomaban con fines alegres y fertilizantes. Carlomagno, por ejemplo, se curaba la gota en Aquisgrán. Y otros nobles resolvían en el balneario sus dolencias renales, como aquel aristócrata que llevaba en su escudo tres orinales de plata sobre campo de gules.

A comienzos del siglo XV aparecen las primeras carrozas de viaje, tapizadas de damasco. Y los grandes navegantes portugueses, italianos y vascos –ayudados por el invento de la brújula– abren nuevas vías marítimas que son más seguras que las rutas terrestres.

Viajar es la palabra mágica del humanismo. Carlos V y el archiduque Fernando curaban sus dolencias con las aguas sanadoras. Y el archiduque se hacía enviar a Innsbruck varios barriles de agua procedentes de los baños de Lucca.

Montaigne se atreve a esbozar una filosofía revolucionaria que explica las desigualdades entre los pueblos, a partir de diferencias geográficas, climáticas y raciales. Y la idea de viajar llega incluso a las ciencias, esas disciplinas que son hoy para nosotros un símbolo de estabilidad; pero que, en los años del Renacimiento, recibían el nombre de “artes peregrinas”.

La historia de los balnearios es una leyenda de amor. “El espíritu se recrea –escribe en el siglo XIV un nuncio papal en Baden– viendo a esas muchachas núbiles, en todo su esplendor, mostrando sus formas gloriosas bajo el vestido favorecedor de las diosas.”

A bordo de una de las enormes literas del siglo XV, llega a Baden el secretario apostólico Poggio el Florentino. En el relato de sus vacaciones describe la piscina, dividida en dos secciones que estaban separadas por una pared para que hombres y mujeres no se mezclasen; aunque el tabique estaba agujereado para que los bañistas de los dos sexos pudiesen contemplarse, charlar y acariciarse.

El embajador de Su Santidad no se bañaba, pero deambulaba por las pasarelas arrojando al agua unas monedas y observando cómo las jóvenes bañistas se disputaban sin pudor el oro. Los turistas que arrojan hoy monedas a las fuentes, sin ningún resultado práctico, ignoran que esta costumbre nació con un propósito lúbrico y contemplativo.

A Poggio Fiorentino le invitaron las damas a compartir la comida en la piscina, ya que era costumbre almorzar en el baño sobre mesas flotantes. Pero Poggio no hablaba una palabra de alemán y creyó improcedente para un secretario papal permanecer callado delante de una mujer desnuda y tener que pasarse el rato disimulando y comiendo muslos de pollo.

Los manuales de urbanidad medieval aconsejaban a las señoras que, bajo ningún pretexto, se dejasen tocar los senos, ni siquiera con propósitos medicinales.

El detalle que más escandalizó al secretario papal fue observar que muchos maridos acompañaban a sus mujeres al balneario y permanecían impasibles mientras otros hombres las acariciaban en la piscina.

Los médicos recomendaban a los ancianos bañistas que huyesen de las provocaciones de Venus. Y los más conspicuos advertían que “el amor debía practicarse sólo como moderado pasatiempo”. En general, los médicos consideraban que las mujeres debían acudir solas, sin sus maridos, a tomar las aguas fertilizantes. Era un procedimiento que, al parecer, daba resultados espectaculares.

Reinas y doncellas se adentraban en el bosque durante nueve días para tomar las aguas. Y volvían felizmente embarazadas, fecundadas por el misterio de la espesura. Recordemos el comienzo de la Bella Durmiente del Bosque: “Érase una vez un rey y una reina que no podían tener hijos, aunque habían recorrido todos los balnearios”…

Gracias a las curas termales en las aguas de Bagnères de Bigorre tuvo Juana de Albret a su hijo, el futuro Enrique IV. Después de cinco curas Ana de Austria trajo al mundo a Luis XIV, llamado el “Dieudonnée” por los cronistas de la corte que creyeron más discreto atribuir a Dios las cosas que otros mortales atribuyen a los hombres.

Más curioso es el caso de la duquesa de Chartres que acudió a Forges, acompañada por su marido Felipe Igualdad y por su dama de compañía, Madame de Genlis. Durante toda la cura, Felipe Igualdad y Madame de Genlis se exhibieron en público como dos tortolitos en celo. Pero –¡misterioso poder de las aguas mineralizadas!– quien salió embarazada de Forges fue la duquesa de Chartres que, siguiendo la prescripción médica, no había visto a su marido en el balneario…

Viajar por aquellos caminos quebrados y embarrados, no era fácil. Para desplazarse de París a Fontainebleau, Luis XIII debía hacer noche en el camino. Pero cuando Luis XVI organizó las postas de Francia, todo el mundo se atrevió ya a ir a París, como Manon…

En España también los reyes acudieron a los balnearios. Y Fernando VII acompañó a su esposa embarazada a Sacedón en una jornada de calor insoportable. El rey caminaba a pie junto a la carroza real, rodeado por otros cortesanos que arrastraban sus pasos penosamente bajo un sol de justicia.

-Aquí, con este calor –dijo Don Fernando– vamos a parir todos… menos la reina…

Pero los más famosos escándalos los protagonizó Hortensia Mancini, la sobrina de Mazarino, que se bañaba des-nuda en el balneario de Aix-en-Savoie. Su marido Armando de la Porte se separó de esta sirena, porque consta que era muy moral y muy celoso, tanto que mandó quemar los cuadros de Rubens que ella tenía en su dormitorio y prohibió que ordeñasen las vacas en presencia de la señora.

Los bañistas tenían, además, sus supersticiones. Y las mujeres estériles que acudían a Baden tenían que sentarse en un lugar extraño que llamaban “el agujero de Santa Teresa”; mientras que las que acudían a Spa tenían que poner su pie sobre una cavidad que llamaban “le pied de Saint Remacle”.

El Europeischer Hof de Baden-Baden.

Los peligros del baño

Los baños se consideraron, en el siglo XVII, una práctica muy peligrosa y arriesgada, digna de aventureros. Y por eso Marcillac le redactó a Richelieu una nota en estos términos: “El Marqués de Effiat ha ido a bañarse y, si no le ocurre nada, mañana estará de regreso”. No es extraño que, después de bañarse –incluso en su propio domicilio– la gente pasase el resto de la jornada en cama. Y tampoco es extraño que Luis XV, para evitar riesgos, mandase transformar en comedor la sala de baños de Versalles.

Pero el siglo XVII había traído una moda extravagante: el traje de baño, que consistía en chaqueta, pantalón y una gorra; aunque los elegantes balnearios austriacos permitían el uso del sombrero en la piscina.

Las mujeres comienzan a lucir guantes largos, vestidos de tela y sombreros de paja. Y las largas faldas llevan lastres de plomo para que no se levanten dentro del agua. Cuando se reúnen en las mesas flotantes se quitan los guantes y esperan, tomando el aperitivo, que los galanes se acerquen con ramos de flores.

Los que utilizaban bañeras individuales podían permitirse, como Madame de Sevigné “la humillación de cubrirse sólo con una hoja de higuera”.

A pesar de esto, Madame de Sevigné se curó en Vichy de sus reumas, después de haberlo probado todo: las píldoras de orina, las cataplasmas de boñiga, los pollos rellenos de víboras de Poitou…

La pobre Madame bebió todo el agua que pudo ingerir, siguiendo el precepto médico:

“Absorber dos o tres vasos de agua, y luego, después de un ejercicio moderado, recomenzar hasta que el agua comienza a salir por los poros, por la vejiga o incluso por los fundamentos, y cesar solamente cuando el agua aparezca tan limpia a la entrada como a la salida; cosa que debe comprobarse comparando los dos vasos”…

Madame de Montespan, la favorita de Luis XIV, prefería las aguas de Bourbon que -según su propia definicióneran “suaves, graciosas y sedosas”. En realidad, las aguas de Bourbon están tan fuertemente mineralizadas que manchan los vasos, las servilletas, las toallas y todo lo que entre en contacto con ellas. La favorita real llegaba a Bourbon en una calesa tirada por seis caballos, seguida por dos furgones de equipaje, sus damas de compañía, diez mulos, y una docena de hombres a caballo. La Montespan permaneció fiel a las aguas de Bourbon, incluso cuando el rey le retiró sus favores. En sus últimos años se movía por el balneario como una sombra siniestra, angustiada por el presentimiento de la muerte. Se pasaba las noches asustada y en vela, rodeada de cirios encendidos, esperando serenante la luz del alba. En mayo de 1707, los curanderos de Bourbon le recetaron una purga brutal que obró, según cuentan los cronistas, sesenta y tres veces. Y los médicos, para conjurar los efectos del purgante, no encontraron mejor remedio que sangrar a Madame, hasta dejarla sin vida. El final de la favorita fue realmente siniestro y novelesco. La buena anciana legó sus entrañas a la capilla benedictina de Saint Menoux. Y el carrero encargado de hacer el transporte, extrañado por el mal olor, abrió el cofre y creyó que había sido víctima de una broma… Cogió entonces las vísceras y las arrojó a una piara de cerdos que hozaban junto al camino.

Hortensia Mancini, sobrina de Mazarino, pasaba sus vacaciones en Aix-en-Savoie. Su marido tenía fama de ser muy celoso, tanto que mandó censurar todos los desnudos de la colección Mazarino, para que Hortensia no los viese. Y –adelantándose al doctor Freud– no permitía que las campesinas ordeñasen las vacas para alejar de ellas los malos pensamientos. Pero Hortensia, quizá estimulada por los celos enfermizos del duque, era muy amiga de provocar escándalos. En Aix entraba semidesnuda en el lago y se hacía bañar por su esclavo negro Mustafá que la iba sumergiendo en el agua, alternativamente, de vientre y de espaldas.

En 1793, las aguas de Aix fueron declaradas “útiles a los defensores de la sociedad”. Y la verdad es que Aix-en-Savoie no era el balneario más apropiado para una mujer alegre y un marido celoso, ya que sus aguas tenían fama de encender amores apasionados, dignos de la pluma de Lamartine.

Napoleón III, que fue el termalista más obstinado de todos los tiempos, tenía cálculos en la vejiga. Pero su médico no lo sabía y le enviaba a Vichy, en vez de recetarle las aguas de Plombières. El emperador organizaba viajes multitudinarios a Vichy, con Eugenia de Montijo, y con sus amantes. Y gracias a Napoleón III, el balneario de Vichy se convirtió en un precioso lugar de vacaciones, con iglesia, casino, parque y una orquesta dirigida por Strauss.

Napoleón III organizaba sus fiestas en “series”. La serie de los pintores, la serie de los médicos, la serie de los elegantes…

A la serie de los médicos asistía Pasteur, que daba conferencias sobre la fermentación del vino o la vacuna de la rabia en el palacio de Compiègne. Y hay que advertir que el sabio no era un hombre querido por el servicio de la corte: ¡estaban hartos de que les dejase el salón lleno de ranas!

Pero el balneario más pintoresco de Francia fue Passy. Sin alejarse de París, los Incroyables y las Merveilleuses podían someterse a un tratamiento fertilizante que consistía en beber las aguas, y pasear luego dando saltitos, haciendo una pirueta cada cinco pasos. Como libro de cabecera, los curistas leían “El Arte de Fabricar Niños, o Nuevo Cuadro del Amor Conyugal”, publicado en Londres por el doctor Tissot, un médico genial que había descubierto que los hombres tienen dos glándulas genitales: una para hacer niños y otra para fabricar niñas. La mujer, por su parte, tiene dos ovarios con similares funciones. El problema estriba en identificar el izquierdo y el derecho con su función precisa. El dostor Tissot sugería las mejores combinaciones –izquierdo, derecho, izquierdo, derecho– y diferentes posturas para acertar siempre con el sexo de los hijos.

Balnearios románticos

Junto a los balnearios se levantaron los grandes hoteles, los teatros y los casinos. Podría escribirse una guía estelar de hoteles románticos, recorriendo los balnearios de Europa, el Nassauer Hof de Wiesbaden, el Balneario de Latoja, el Quellenhof de Aquisgrán, el Europeischer Hof de Baden-Baden, el Gran Hotel La Pace de Montecatini Terme. Y aún en nuestros días ningún hotel del mundo puede ofrecer a sus clientes una nómina de celebridades tan importante como la que se exhibe en el vestíbulo del Badischer Hof de Baden-Baden: Dostoievski, Tolstoi, Nietzsche, Wagner, Mark Twain, Brahms (que se hospedaba a menudo en la casa que Clara Schumann poseía en Lichtental), sin contar a la reina Victoria o a la emperatriz Sissi. Además de tomar las aguas líticas y arsénicas de Baden-Baden, los buenos conocedores del balneario se encaminan cada mañana a un misterioso grifo de plata que ofrece un líquido dorado de paladar goloso: una copa de zumo de uva que compensa de todos los sacrificios de la cura.

El rito de las aguas se mantiene afortunadamente vivo en los países de Europa. En las termas italianas se recuerda a D’Anunzzio y a Leoncavallo. En Aquisgrán se rememora todavía a Carlomagno. En Baden-Baden y en Wiesbaden se lee a Dostoievski. En Teplitz se escucha a Wagner. En Bath he hablado con ancianas que conocieron a Stefan Zweig. En Marienbad se evoca la memoria del viejo Goethe, enamorado como un adolescente de la joven Ulrike, a la que dedicaría sus amargas elegías. Y en algunos rincones de España se recuerda aún a los hermanos Bécquer, el poeta y el pintor, que acudían cada año a probar las aguas de la salud en los olvidados balnearios de la montaña aragonesa donde Gustavo Adolfo escribía sus cartas y leyendas.

La vieja Europa vive y sueña todavía en sus fuentes milagrosas. En la mañana tibia del domingo, la orquesta interpreta los alegres compases de un vals. Y algunas muchachas románticas se pasean cubiertas con sus pamelas celestes, igual que sus abuelas se pasearon por estas avenidas llevando bordadas en la garganta las rosas del primer amor.

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