AZALEAS EN LA TRINITÁ DEI MONTI
Roma es una maravilla para las golondrinas. Ninguna ciudad en el mundo ofrece tantos descubrimientos inesperados, tantos rincones para soñar, tantos enclaves mágicos. Y, cuando llega la primavera, siempre hay azaleas en la Trinitá dei Monti y golondrinas en el cielo de Roma.
La Iglesia de la Trinitá dei Monti no tiene nada de especial, si la comparamos con las basílicas y los grandes templos de Roma. Pero su entorno –el obelisco, las escalinatas, la fuente del viejo Bernini, la columna de la Virgen, y la Plaza de España– configura uno de los espacios urbanos más elegantes y bellos del mundo. De todos los rincones de Roma no hay ninguno tan romántico, tan poéticamente anárquico, tan sencillamente vivo.
La Piazza di Spagna debe su nombre a la proximidad de la Embajada de España. Los representantes españoles ante la Santa Sede han vivido, desde el siglo XVII, en uno de los más nobles palacios de este bellísimo barrio romano. Aunque todo el barrio nació al amparo de la embajada española, tuvo la suerte de los galeones españoles: se lo fueron apropiando los franceses que construyeron algunos de los monumentos que hoy lo embellecen, y alcanzó su fama gracias a los viajeros románticos ingleses que vinieron a dejar sus pulmones en estas escaleras.
Se diría que todo el conjunto arquitectónico ha sido diseñado por un escenógrafo para una ópera heroica, de grandes cortejos y desfiles. Sin embargo, la marea de la vida ha transformado la Trinitá dei Monti en un escenario poético y humano, donde se dan cita –como en una escena de la Bohème– los artistas y los vendedores callejeros, los jóvenes que sueñan en el crepúsculo de la tarde, los pintores de domingo y las floristas.
Antes de ser la capital de la cristiandad, Roma fue la más bella diosa del mundo antiguo. Los poetas, los héroes y los emperadores la prefirieron a todas las ciudades y le ofrendaron poder, homenajes, incienso y sacrificios. Por eso los jóvenes románticos amaban Roma; veían en sus ruinas el delicado misterio de aquel mundo pagano que ellos intentaban recuperar.
La Piazza di Spagna y la bellísima escalinata de la Trinitá dei Monti fueron el centro de aquella Roma romántica, adorada por Stendhal; cantada por Shelley y por Keats; venerada por Ingres y Goethe; tan amada por Liszt y por Chateaubriand. La iglesia de la Trinitá conserva algunas obras de Daniele Volterra, espléndido pin-tor manierista que conquistó dudosa gloria poniendo taparrabos a los desnudos que dejó Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. Las escaleras que descienden majestuosamente sobre la plaza, dando elegantes rodeos, como una estrella al entrar en escena, se convirtieron en el punto de cita y reunión de todos los viajeros. Y así nació también, al amparo de la primavera, el popular mercadillo de flores donde se venden en abril las más hermosas azaleas de Europa.
La Piazza di Spagna tiene su hora dorada en el crepúsculo, cuando las escaleras de la Trinità dei Monti se convierten en una acuarela de sutiles colores: el ocre naranja o rosado de las fachadas, el blanco mármol tostado por los siglos, las palmeras que recortan su talle africano en los contraluces del sol poniente, los reflejos de la fuente del Bernini… La Piazza di Spagna es, además, el centro de una tela de araña que conduce a algunos de los rincones más interesantes de Roma. Frente a la fuente de Borromini se abre la Vía Condotti, que es el paraíso del lujo. A la izquierda de las escaleras, mirando hacia la Trinitá dei Monti, se oculta el barrio de los artistas y anticuarios, con su atmósfera dormida y provinciana. A la derecha, el laberinto de la Roma monumental. Y en lo alto de las escaleras, los sombríos jar-dines de Villa Medicis y los grandiosos bosques del Pincio que ofrecen la mejor vista sobre Roma, desde la Piazza del Popolo hasta el Vaticano, siguiendo el curso del Tíber. Desde los balcones del Pincio se ven algunos de los doce obeliscos egipcios que hay en Roma: uno de ellos situado en el propio Pincio; otro, el obelisco de Sesostris que coronaba el Circo Máximo, situado hoy en la Piazza del Popolo; un tercero, situado en la Trinitá dei Monti…
La Piazza di Spagna tiene, como toda Roma, dos estaciones ideales: el otoño temprano y la primavera tardía. En otoño, se venden las castañas calientes. En primavera, las azaleas floridas. En una casa que se asoma sobre la Piazza –la casina rosa– murió en el invierno de 1821 el poeta John Keats.
“Los ingleses –me dijo un día una bella amiga– podemos soportar la pérdida de la India, pero no nos hemos acostumbrado todavía a la pérdida de Keats”. John Keats se sentaba en el Caffè Greco, reclinando sobre la pared su cabeza pequeña, enmarcada por una alborotada y rizada cabellera pelirroja. Le gustaba el vino tinto de Burdeos y, para excitar un poco sus papilas, se ponía primero en la lengua una pizca de pimienta de Cayena. Tenía una conversación incoherente, a veces ruda, pero se trasformaba cuando se dejaba llevar por sus delirios. Y, sobre todo, no era un predicador como Coleridge, ni un moralista como Wodsworth, ni un reformador utópico como Shelley. Muy pronto su turberculosis le confinó en la cama, sin otra vista que el techo pintado de rose-tones blancos y dorados, sobre un fondo azul pálido; como un cielo de primavera romano. “Me parece –le dijo a su amigo Severn– que siento ya cómo las flores crecen sobre mi cabeza”. No tenía ánimos ni para leer las cartas que le enviaba Fanny Brawne, una vecinita de Londres, de la que estaba enamorado.
Todavía se siente la presencia de Keats en estas salas, convertidas en Museo: el pequeño retrato del poeta en sus últimos días, el olor de los libros encuadernados en piel que fascinaba a Henry James, aunque ya no se ven rebaños de cabras en las escalinatas de la Piazza di Spagna, ni los cardenales andan por el Pincio cazando ruiseñores con búhos amaestrados.
Desde su pequeña habitación, se escucha el murmullo de la fuente de la Barcaccia, esculpida por el padre de Bernini. Es una de las fuentes más sencillas y evocadoras de Roma: una simple taza de mármol con una barcaza de la que parece brotar la plaza entera, como Venus saliendo de su concha. El romántico Keats fue enterrado en Roma, con las últimas cartas de Fanny –aquellas cartas cerradas, que no había tenido fuerzas para leer– bajo un epitafio que dice: Here lies one whose name was write in water (Aquí yace aquel cuyo nombre fue escrito en el agua)
Shelley, su compañero en Roma, fue el único que llegó mas lejos: se compró un barco, al que bautizó con el nombre de Don Juan, y escribió su nombre en el agua, ahogándose en el golfo de La Spezia. El mar devolvió los restos del naufragio: el cadáver de un inglés rubio, que Byron incineró en las playas de Viareggio, con unos poemas de Keats en el bolsillo.
De compras por Via Condotti
El nombre de Via dei Condotti hace referencia a las antiguas conducciones de agua. Esta calle larga y recta, que conduce desde las escaleras de la Trinità dei Monti hasta el Tíber, es la arteria comercial más lujosa de Roma. No es una casualidad que los comerciantes de Via Condotti se hayan hermanado con los de Bond Street en Londres, con los de la Fifth Avenue de Nueva York, y con los del Faubourg St. Honoré en París.
Cuando uno ha vivido en Roma se aprende de memoria el itinerario de las tardes ociosas: el té en el pintoresco Salón Babbington, junto a la casa donde murió Keats; el crepúsculo en las escaleras de la Piazza di Spagna; el paseo vespertino a la hora fresca por la Via Condotti, y la tertulia en el Cafe Grecco. En Via Condotti todo es posible: sorprender a tres reinas paseando juntas (he visto pasar por delante de Bulgari, un día de 1973, a la entonces Princesa Sofía de España, con su madre la reina Federica de Grecia y su cuñada, Ana María de Dinamarca); ver a Robert Kennedy acompañando a Rudolf Nureyev; coincidir con Elizabeth Taylor en Bulgari; o encontrarse con Buffalo Bill rodeado de indios (esto ya me lo contaba mi abuelo, porque lo había vivido en 1906).
El espectáculo de la Via Condotti comienza, sobre todo, cuando se encienden los escaparates y el barrio entero –desde Via Frattina a Via Bocca di Leone, desde Via Borgognona hasta Via della Vite– se llena de gente y brilla como un castillo de fuegos artificiales. Las marcas más veneradas del mundo de la joyería y de la moda, de la piel y del calzado, del cristal y de la porcelana –Gucci, Ferragamo, Valentino, Vuitton, Bulgari, Hermés, Modigliani, Nazareno Gabrielli, Federico Buccellati– se suceden en estas calles que, sin embargo, conservan todo su sabor antiguo. Los recuerdos de Casanova y Andersen, de Gogol y Cagliostro, de Luis II de Baviera y Napoleón se confunden con las deliciosas frivolidades de la moda. Ese es uno de los principales encantos de Roma: esa fuerza vital que le permite sobrevivir a su propia historia, a su trascendencia, a sus monumentos; esa mezcla entre lo vivo y lo muerto, entre la modernidad y el pasado, entre las vitrinas más espectaculares y los palacios más elegantes.
Mientras uno pasea por estas calles, los ojos se le van llenando de brillos: las luces de los diamantes de Bulgari, los reflejos de las sedas de Ferragamo, los cueros esplendorosos de Gucci, las porcelanas y los bronces de los anticuarios, las puertas barnizadas de los palacios… La Via Condotti está viva, y los que la hemos conocido a lo largo de muchos años la hemos visto cambiar día tras día. Algunos de los comercios históricos (las porcelanas de Richard Ginori y de Rosenthal, la platería de Fornari, las modas de Chérie) han desaparecido; pero, inmediatamente, en los mismos lugares se han ido estableciendo la moda deportiva de Foot-Locker y las maletas de Vuitton, los calzados Testoni y los diseños femeninos de Luisa Spagnoli.
La Feria de Arte de Via Margutta
Intentar venderle antigüedades a un romano es como intentar vender bacalao en Escocia. Pero las casas romanas (sótanos, desvanes, viejas estancias) ofrecen siempre alguna pieza para vender en las ferias de anticuarios. Con ese dudoso botín montábamos los estudiantes nuestros puestos en los mercadillos de antigüedades, intentando atraer a algún incauto que buscaba gangas y no quería gastarse una fortuna en las tiendas de Via del Babbuino.
La Via del Babbuino, entre Piazza di Spagna y Piazza del Popolo es la calle elegante de las antigüedades. Pero detrás de ella se esconde la Via Margutta: una calle sin salida, donde se celebra, en navidades y en primavera, la feria de anticuarios. Merece la pena dar un paseo por este rincón de Roma, donde pueden verse algunas antigüedades de un valor excepcional. Toda la Via Margutta está llena de estudios y talleres de artistas, instalados en viejos palacios y en pintorescos patios muy bien restaurados. César González Ruano vivió en el número 33, en un viejo estudio que le habían alquilado en el último piso. Tenía solo dos sillas y un sillón desvencijado, que los amigos tiraron por la ventana –siguiendo una costumbre muy romana– para celebrar la muerte del año viejo y el comienzo de uno nuevo. César siempre decía que la vieja superstición romana le había traído suerte, ya que consiguió instalarse al año siguiente en el número 89 de la misma calle, comprando incluso algunas bellas antigüedades.
El Café Greco
Casi en la esquina de Via Condotti y la Piazza di Spagna se instaló en 1760 el Caffè Greco. Juntamente con el Florian de Venecia –nacido en 1720– y el Procope de París –fundado en 1686– se consideran los cafés literarios más antiguos de Europa.
Durante muchos años el Greco fue un garito de juego, y comenzó a hacerse famoso durante el bloqueo napoleónico, cuando los cafeteros romanos –desprovistos de café– tuvieron que acostumbrarse a ofrecer oscuras infusiones de castañas. Los propietarios del Greco se negaron a defraudar así a sus clientes y buscaron otro recurso para ahorrar el café: disminuir la ración que se servía en las tacitas. Así nació el “café expreso”.
Pero el renombre internacional del Caffe Greco se labró cuando los alemanes lo eligieron como centro de reunión de la colonia tudesca en Roma. Ofrecía una ventaja sobre todos los demás cafés de la capital: permitía fumar a sus clientes.
Franz Liszt, que era un fumador incorregible, viajaba siempre con un cofre de cedro, donde guardaba sus cigarros. Pasó una temporada en Roma en 1839, acompañado de su amante Marie d’Agoult. Liszt se sentaba en una mesa del Caffè Greco, envuelto en el humo de sus habanos; esa perfumada y azulada niebla que él consideraba “el antídoto de todas las vulgaridades que se respiran en el mundo”.
Fumador era también Stendhal; aunque no podía disfrutar de los cigarros habanos de la manufactura de Sevilla –que estaban prohibidos en Italia– y tenía que contentarse con los oscuros cigarros toscanos que son, junto con el baldaquín de San Pedro, la gloria del barroco. En los días crudos del invierno romano, Stendhal se sentaba en el Greco para “fortalecerse el alma con un toscano”. El café costaba 13 céntimos la taza.
Los artistas consumían poco; a veces, solo un vaso de “acqua di cannella” (el agua que sigue brotando en la fuentecilla de la primera sala) y “fuoco di padella” (un tizón para encender el cigarro o la pipa). Pero algunos pagaban en especias, y así se fue creando la colección de cuadros, dibujos y autógrafos del café.
El local sigue manteniendo su primitiva estructura, con tres salas, separadas por arcos de medio punto. Las tapicerías rojas, los veladores de mármol, los ban-cos de madera y la decoración de estucos, pinturas, dibujos y esculturas, apenas ha cambiado. En la primera sala se reunían tradicionalmente los contertulios del “rincón de la maledicencia”: un grupo de artistas alemanes que se hacían servir, con el café, un buzón portátil con su correspondencia. El largo y estrecho pasillo, con mesas a uno y otro lado, recibe el nombre de omnibus, porque se asemeja a un vehículo de transporte. En la última sala solían reunirse los clientes más importantes. Aquí es donde se sentaban Wagner y Luis II de Baviera, Andersen y el escultor Thorwaldsen. Los ingleses tenían una mesa especial, auténtica propiedad del “clan”, donde se habían sentado Byron, Shelley, Keats, Gibson, Turner y Reynolds.
El propio William Cody, ya viejo y canoso, entraba a menudo en el Greco, apoyado en un bastón elegante que tenía el puño de oro. Se sentaba en el largo y estrecho pasillo del omnibus y sacaba ceremoniosamente un habano de una cigarrera de piel marrón, que llevaba una inscripción: “Del jefe Toro a Buffalo Bill”. Los indios le llamaban ahora Honorable Cody; pero él recordaba que su amigo Toro Sentado, le llamó siempre “Pahaska”, pelo largo.
Quizás los personajes más pintorescos que se han sentado en las mesas del Greco hayan sido los jefes pieles rojas que acompañaban a Buffalo Bill en 1906. Llegaron vestidos con sus plumas y sus trajes multicolores, como se exhibían en el espectáculo Wild West, que había montado el célebre cazador americano. El propio William Cody, ya viejo y canoso, entraba a menudo en el Greco, apoyado en un bastón elegante que tenía el puño de oro. Se sentaba en el largo y estrecho pasillo del omnibus y sacaba ceremoniosamente un habano de una cigarrera de piel marrón, que llevaba una inscripción: “Del jefe Toro a Buffalo Bill”. Los indios le llamaban ahora Honorable Cody; pero él recordaba que su amigo Toro Sentado, le llamó siempre “Pahaska”, pelo largo.
Irving Penn hizo una fotografía de Orson Welles, rodeado de amigos, en el Caffè Greco de Roma. Yo le he visto alguna vez, sentado en una de las mesas del omnibus, fumando siempre sus Montecristos de Por Larrañaga. Tampoco era difícil ver a Ingrid de Dinamarca, o a Federico de Grecia, o al rey Faruk; o, más recientemente, a Juliette Greco y al bailarín Serge Lifar que firmaba en el álbum del Greco extraños mensajes para Gogol y para Diaghilév…
En resumen, nada: nombres, recuerdos, sombras, vidas, cabezas soñadoras que muchas veces no llegaron a verse esculpidas en un monumento; pero pasaron a la inmortalidad en un rincón del Greco, en el perfume sensual de un café de ultramar, en el enigma de una taza solitaria manchada de carmín, en el vuelo de un ángel sobre una voluta de humo, en el misterio de un vaso roto, en una mirada que atravesó el espacio.