Crónica de un viaje en tren por Costa de Marfil
Repasando mi libreta de apuntes –uno de los cuadernos donde anoto, primorosamente, mis impresiones– he hallado, entre algunas historias sentimentales y descabelladas, el relato de un viaje en tren por tierras de África. Así debía ser el viaje infernal de los muertos en la barca de Caronte: asfixiados por el calor, arrullados por la canción metálica y soporífera de las fraguas de Vulcano, agitándose como culebras entre los brazos implorantes de los condenados.
Ya no recuerdo las razones que me impulsaron a emprender esta insensata aventura. Digamos que fue una deuda de honor que sólo podía pagarse con la distancia. ¡Desde Abidjan a Níger, a través de la selva africana! Hoy ya no creo que tuviera fuerzas para pagar esa deuda. Seguramente no tendría ni siquiera arrestos para contraerla.
Primera estación: comienza el viacrucis
El viajero –el pelo largo, la barba azafranada y crecida; el sombrero gacho hundido sobre la frente– espera el tren en la estación de Abidjan. Son las cuatro de la tarde y el calor húmedo de la vecina selva se derrama pegajosamente por los andenes abarrotados.
–Banana bea, avocat bea, argan bea. Llevo la piña y la banana. ¡A la rica papaya! Vendo también la hierba del parto y el agua medicinal.
Mujeres negras, bruñidas como estatuas de piedra oscura, pasan pregonando misteriosas mercancías.
–Ngoyo bea, tin bea. ¡Llevo la flor del olvido, el amacayo y la biengranada, la hierba de Túnez y el camambú!
En la estación de Abidjan se siente la voz de África, el olor de África, la magia, el colorido y la pobreza de África.
Cuando ya el tren, como un perro golfo, viejo y herido, entra en la estación, el viajero piensa que los viajes son como los vinos: comienzan muchas veces agrios y destemplados para tornarse luego sustanciosos y nobles con el paso del tiempo.
En Abidjan, el viajero tuvo que tomar el tren por asalto, ayudado por los empujones de la muchedumbre que se agolpaba contra las puertas.
-Usted disculpe.
-¡Vaya modos!
El viajero entró por los aires en un departamento del tren Abidjan-Níger, acompañado por seis monjas, cincuenta reclutas, algunas gallinas y dos docenas de sacos.
-Sí, señor; hoy va casi vacío. Lo peor es el sábado.
Cuando el tren Abidjan-Níger va casi vacío no cabe una mosca. Los reclutas llevan reloj de oro. Las monjas son negras, aunque visten de blanco.
-Así es. Y también hay monjas blancas que visten de negro.
Los trenes de África ruedan por las estaciones como mercados ambulantes, arrastrando en sus gimientes vagones a los últimos esperpentos de la feria medieval: vagabundos ciegos que venden canela, anunciándose a golpe de campanilla, charlatanes que rifan pulseras de plata, mestizas cargadas con cestos de piña y café.
–Los sábados es mucho peor. Hay más animales.
Para no seguir escuchando las confusas estadísticas de su compañero de aglomeración, el viajero maquinó una maniobra diabólica: hacerse pasar por ahogado.
-¿Le pasa a usted algo?
Al viajero no le cuesta nada cambiar de color; a veces consigue ponerse tan blanco que mete miedo.
-¿No estará usted enfermo? ¡Oiga! ¡Yo creo que deberíamos pedir ayuda!
El viajero aguantó la respiración hasta que unas almas caritativas le transportaron al vagón restaurante y le reanimaron a base de coñac y aguardiente.
–¿Siente ya la mejoría?
-No, señor; yo creo que esto no tiene cura.
-Pues tómese otro coñac y verá cómo se repone.
Para no abusar, el viajero comenzó a reanimarse a la cuarta copa; otras veces, sobre todo si está en casa rica, no reacciona hasta que se bebe una botella de marca.
-¿Ya va mejor?
-¡Qué quiere que le diga! Yo creo que soy un caso perdido.
-Pues tómese ahora un aguardiente y verá cómo reacciona.
El vagón restaurante del tren Abidjan-Níger está decorado con un lujo africano: mesas de formica, ventanillas con persianas metálicas plegables y puertas atrancadas con grandes tablones para detener el empuje de la multitud que intenta ocupar por asalto la plaza.
Mientras el viajero, ya convaleciente de sus ahogos, finge descabezar un sueño, el tren corre como un gusano por los surcos húmedos y vaporosos de la selva. Los desvencijados ventiladores del furgón gruñen en sus rejillas. Y una legión de moscas, como estrellas quiméricas, zumban en las ventanas.
Segunda estación: ¡agua!
En Anyama, los vendedores se lanzan al asalto del tren. Mujeres con trajes multicolores que llevan sus niños oscuros atados a las espaldas, pasan pregonando por los andenes.
-¡Agua fresca! ¡Naranjas! ¡Agua!
Un niño, filósofo, acaricia con amarga ternura los vagones del tren.
-¿Te gusta?
-No, señor; me da mucha pena.
El tren cruza campos de bananas, plantíos de café y caña dulce, poblados amarillentos donde apenas se tienen en pie algunas casas coloniales. El viajero, mientras enciende la dulce colilla de la soledad, se acuerda de la cara del niño filósofo que acaricia los trenes de la estación de Anyama.
-¿Te gusta?
-No, señor; me da mucha pena.
En Thomasset, pueblo de plátanos, se nubla el cielo y descarga la tromba de lluvia tropical.
Algunos negros desnudos aprovechan la tormenta para ducharse, con estropajo y jabón, en medio del camino.
Con el alma regada por la lluvia, el viajero se siente agradecido y en paz. Las primeras luces del crepúsculo dibujan en el cielo caras de niños, nubes barrigonas y trenes de algodón.
-¿Te gusta?
-No, señor; me da mucha pena.
En Azaguié se venden, en grandes cestos, astillas de madera. Los nativos las utilizan para limpiarse los dientes.
-Es muy fácil. Se mastican y se chupa el jugo. ¿Quiere usted probar?
En Azaguié, el viajero trabó conversación con un vecino de mesa que vestía camisa azul de rayas, pantalones amarillos y sandalias floreadas. El hombre de las sandalias en flor, que poseía sorprendentes sabidurías en cuestiones de higiene y cosmética, le explicó al viajero las ventajas de la selva sobre la química.
-Sí, señor. La pasta de dientes tiene un sabor asqueroso.
Para festejar su suerte –la suerte de rodar por el mundo, vivo y en paz– el viajero decidió pagarle una ronda al hombre de las sandalias en flor.
-¡Una cerveza!
-¿De cuarto o de litro?
-Pues mire usted, que sea de litro. Hoy es un día especial.
Los otros vecinos del departamento miraron con admiración al viajero.
-¿Celebra usted algo, patrón?
-Festejo mi suerte, amigo mío. ¿Tiene usted algo que objetar?
Dos viejos –él envuelto en un albornoz azul, ella liada en un jaique blanco– dormitan resignadamente frente a una enorme sopera de porcelana. Una joven, de pelo brillante y rizado, le da la teta a un niño morrudo. Un policía duerme la siesta en un desvencijado sillón de paja.
Delante de una botella de litro de «Prima Pils», el viajero escuchó las ceremoniosas presentaciones del hombre de las sandalias floreadas.
–¡Oiga usted! Yo soy monsieur Dhidé Bony.
El viajero estrechó la mano que le tendían.
-¿Y usted?
-Yo no. Yo no soy monsieur Dhidé Bony.
El hombre de las sandalias en flor tenía unos ojos grandes, ingenuos, encandilados; lucía también una piel negra, tersa y brillante.
-Sí, señor. Raza pura yacuba.
El hombre de las sandalias en flor estaba orgulloso de su raza.
-¿Y usted?
-No, señor. Yo no soy de raza pura yacuba. Seguramente ni soy de raza pura.
Mientras monsieur Dhidé Bony hacía sus presentaciones, el tren continuaba su camino por la selva. A las seis de la tarde, bajo la luz triste y vacilante del vagón, monsieur Bony hablaba de su raza. A las siete de la tarde, cuando los pájaros de la noche comenzaban a cantar en las lagunas, monsieur Bony seguía hablando de su raza. A las ocho en punto, cuando se encendían las primeras hogueras en las estaciones de la selva, el compadre Bony, hablaba, para variar, de su raza.
-¿Otra cerveza?
-¡No faltaba más!
Monsieur Bony lanzó un suspiro de satisfacción mientras engullía su segundo litro de cerveza. Luego, se dio una palmada en la frente y exclamó:
-¿De qué hablábamos?
El viajero tuvo una idea genial: cambiar de conversación.
-Hablábamos del tiempo.
Monsieur Bony puso una cara estúpida, casi asustada.
-¿Del tiempo? ¿Yo estaba hablando del tiempo?
-Pues, sí, señor. Me contaba usted cosas muy interesantes sobre el tiempo.
El compadre Dhidé Bony se derrumbó en su asiento.
-¿Puedo tomar otra cerveza?
Mientras monsieur Bony se echaba al coleto otro vaso de cerveza, el viajero aprovechó el minuto de respiro para volver a sus solitarios pensamientos. El tren se acercaba lentamente a Nofou, estación de una estrella solitaria. Por las ventanillas penetraba el grito de los sapos. Algunas muchachas, de mirada oscura y nalga bien dispuesta, pregonaban sus frutas:
–Para vender hace falta venir al tren. En la selva todo el mundo es rico: cocos, papayas, plátanos…
Monsieur Bony se puso, de repente, sentimental:
-La gente que viaja en tren no tiene nada.
En la estación de Nofou lloran desconsoladamente dos niños frioleros que cubren sus flacas carnes sólo con una manta. Un viejo vagabundo duerme, patiabierto como un pelele de trapo, sobre las piedras de una escalinata. Quizá el vagabundo se siente patriarca entre las piedras y duerme confiado sobre la carne dura de su negra y silenciosa compañera.
En los campos sombríos pacen los cebúes con sus cuernos de lira.
Tercera estación:primera caída de monsieur Bony
Los trenes de Europa son puntuales y comedidos, como viejos burgueses educados en las vías de urbanidad. Los trenes de Oriente suelen ser ruidosos y filosóficos, incómodos y ascéticos, como peregrinos escapados de las vías del mundo. Los trenes de África tienen cierta nostalgia de selva y corral, andares pesados de bestia perdida y solitaria.
En los vagones del expreso Abidjan-Níger viaja la gente, amontonada y confusa; los niños en el suelo, las mujeres sobre los niños, los hombres sobre las mujeres. En primera, algunos afortunados dormitan en sillones de cuero. Los de segunda viajan como la caballería Númida, en líneas de veinte.
-Orden, amigo mío. Lo importante es el orden.
Monsieur Bony, el hombre de las sandalias en flor, se puso filósofo y trascendental después de tragarse varios litros de cerveza. El compadre Bony mostraba una borrachera muy poco original; una borrachera comedida y civil, de funcionario de segunda o de sacristán.
-Sí, señor. Yo estoy harto de la selva.
Monsieur Dhidé Bony, funcionario de correos, llevaba quince años repartiendo la correspondencia en un puesto de la selva.
-Tengo cuatro mujeres.
Monsieur Bony se puso tan triste que daba pena. Hasta se le quebró la voz, como una pobre bestezuela herida en la garganta.
-Un hombre no debería tener nunca cuatro mujeres.
Varios mozos, feos y alborotadores, que cenaban en una mesa del vagón restaurante se arrancaron a cantar coplas del país. El rapaz que viajaba pegado a la teta de su madre se sobresaltó y comenzó a llorar.
-¿A usted no le molesta el ruido?
El viajero levantó los hombros.
-Yo tengo seis hijos y seis hijas… No, nueve hijas…
Monsieur Bony se quedó pensativo, como si estuviera realizando un cálculo difícil.
-¡Bueno! Seis por seis treinta y seis… Yo mantengo con mi trabajo a treinta y seis personas. ¿Usted me comprende?
El viajero ensayó un gesto de compromiso, de solidaridad. Por los aires del departamento voló una cigarra.
-¡Ya lo ve! A mí no me gusta la selva.
A Monsieur Bony –el hombre que multiplicaba a sus hijos por seis– se le encendieron de repente los ojos.
-Pero ahora voy a casarme. He encontrado a la mujer que me conviene.
El tren pegó un frenazo. La cigarra dejó de volar. Monsieur Bony se acomodó con autoridad en su silla.
-Yo ya no soy virgen.
El viajero dió un respingo. El tren se puso otra vez en marcha. La cigarra volvió a volar.
-No soy virgen, amigo mío. ¿Usted no cree que, a lo mejor, soy ya un poco mayorcito para casarme?
Monsieur Bony era muy pesimista. El viajero creyó oportuno avivarle los ánimos.
-¡Hombre! Cosas más raras se han visto. Usted no hace mala facha.
–¿Puedo tomar otra cerveza?
Monsieur Bony se echó al gaznate otro vaso.
-¡No lo sé! Están los tiempos muy revueltos.
Un muchacho, paticojo y ruin, vestido con una camisola larga, se acercó a la mesa.
-¿Me compra usted uno?
El muchacho cojitranco vendía globos. Los ofrecía con una sonrisa escéptica y temerosa.
-¿Cuánto valen?
-Veinte céntimos los azules, treinta, los rojos; me cuesta más trabajo soplarlos.
Monsieur Bony sacó de su bolsillo un franco.
-Dame tres de los rojos y quédate con la vuelta.
Los ojos del niño, negros como la desesperación, se llenaron de luz. Cogió la moneda y se la juntó al corazón. Luego, salió corriendo como un galgo alegre que llevara en la pata una perdigonada cruel.
-¿A usted le gustan los globos?
Al viajero le dio risa la estampa de monsieur Bony, el filósofo pesimista que compraba globos.
-A lo mejor, la policía luego va y se los revienta. Está prohibido vender así, sin permiso.
El tren se detuvo en la estación de Boli. Cuatro luces amarillentas iluminaban al niño cojitranco que vendía globos, en el andén. Monsieur Bony sacó una carta de su bolsillo y la mostró al viajero.
-¿Ve usted? Esto es una instancia para cambiar de destino. Si mis superiores me dan el traslado, dejaré la selva.
De repente se oyó un ruido seco, como una explosión. El tren se puso en marcha. El viajero miró por la ventanilla y vio al niño que vendía globos corriendo sin fuerzas junto al vagón. El viajero intentó alargar su mano para ayudar al muchacho; pero el policía, más rápido, le ganó la vez, alcanzó al niño y se lo llevó.
Monsieur Bony miró al viajero con sus ojos mansos, de buey dormido. Luego, cogió un bolígrafo y trazó un garabato.
-Esto es un mapa de África y nosotros estamos aquí.
Monsieur Bony situó su posicón en el mapa, señalando las fronteras de Costa de Marfil.
-Esto es Costa de Marfil, y ésta es la ciudad donde voy a casarme.
El compadre Bony situó con más precisión sus coordenadas, dibujando en su mapa un plano de la ciudad.
-Rue de la Poste número 22. Ésta es mi casa.
Monsieur Bony tenía una borrachera geográfica, una trompa de cartógrafo renacentista, una turca que hubiera envidiado el mismísimo Juan de la Cosa.
-Si quiere, le dibujo también el plano de la casa. Dos dormitorios, ducha y salón. ¿Le gusta?
Monsieur Bony trazó unos signos vacilantes, incomprensibles, sobre su mapa y cayó de bruces, dormido como un bendito, como un ángel desfallecido entre un montón de globos rojos.
Por lugarejos miserables el tren se acercaba a la estación de Bouaké. El camarero del vagón restaurante se acercó a monsieur Bony y le despertó agarrándole por la camisa.
–Bouaké. ¡Oiga! ¿No se baja usted en Bouaké?
Monsieur Bony salió del tren a hombros del viajero que tuvo apenas fuerzas para depositarlo en el andén de la estación. Pero, aún antes de caer derrumbado en el suelo, el hombre de las sandalias en flor tuvo arrestos para abrazar al viajero.
–Usted y yo somos como hermanos.
A monsieur Bony se le nublaron los ojos. El viajero fingió no verlo.
–Tenga usted.
El compadre Bony se quitó del dedo índice un anillo de cobre del tamaño de una alianza y lo puso en el dedo índice del viajero.
–Usted y yo siempre estaremos unidos. Como si estuviéramos casados.
El tren lanzó un silbido. El viajero, de un salto, alcanzó el estribo. Monsieur Bony hizo un gesto con la mano, dio un traspiés y cayó al suelo como un globo sin aire.
Un hombre trabajando en un telar artesanal en Sinematiali (Costa de Marfil).
Cuarta estación:
la gente se queda dormida
Mientras el tren rueda por los ocultos caminos de la noche, el viajero enciende el áspero y amargo pitillo de las despedidas. Contemplando las volutas que dibuja en el aire el humo de su cigarro, el viajero piensa en los caminos que le quedan por recorrer. A ratos –cediendo a una mala debilidad– el viajero piensa también en las cosas que ha dejado atrás.
La gente del compartimento duerme, vacía y desmemoriada, a pierna suelta. En los poblados se apagan las últimas hogueras. Los grillos y los sapos festejan algo en la caliente oscuridad de la noche.
La naturaleza africana con todo su esplendor en la laguna de Assinie (Costa de Marfil), por la que se puede navegar en barcas.