Donde habitan las musas

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“DEBEMOS PUES EMPEZAR A IDEAR EL MUSEO IMAGINARIO DE MALRAUX Y, EN UN EJERCICIO DE GESTIÓN DEL SABER Y LA BELLEZA, PROPONER A TODOS LOS CIUDADANOS DEL MUNDO QUE ESCOJAN SUS OBRAS FAVORITAS”

André Malraux, en su libro El museo imaginario, afirmaba que un francés culto y visitante asiduo del Louvre conocería muy poco de arte si no pudiera recorrer otras colecciones y visitar otros monumentos. La idea de un “museo imaginario” es segu ramente tan antigua como la de museo. En efecto, ¿qué coleccionista no sueña o ha soñado con extender sus tesoros de arte más allá de los límites físicos del espacio que tienen asignados?

El museo más grande y más completo no contiene ni puede contener todo lo que hay de valioso en el mundo. En cierto sentido, a pesar de haber contemplado muchas obras maestras del arte universal en el Louvre, habría desconocido la gran mayoría de ellas. Pero, lo que es peor, tendría una visión no sólo parcial sino “distorsionada” del mundo del arte. ¿De dónde proviene la palabra museo?

El Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico de Joan Corominas y José A. Pascual nos cuenta que el vocablo museo, tomado del latín museum, es un derivado de musa que designa un lugar dedicado a las musas, y éste del griego bajo Renacimiento, µ??se?? ´?, por alusión al centro de alta cultura creado en Alexandría por Ptolomeo I, general de Alejandro Magno, lugares consagrados a las musas. Aunque se pueda decir que musa también significa biblioteca, sus étimos de origen no son el mismo. Biblioteca proviene del latín biblioth–eca, y éste del griego ß?ß????? ´??, biblion = libro, y thekes = caja, o sea, “caja de libros“ o por extensión “lugar donde se guarda algo”. Según el Diccionario de la lengua española de la RAE una biblioteca es una “institución cuya finalidad consiste en la adquisición, conservación, estudio y exposición de libros y documentos. Así pues, museo y biblioteca coinciden en la intencionalidad de guardar y exponer obras y musas con ciertos criterios de clasificación. En la Edad Media, los primeros museos fueron llamados “Gabinetes de Curiosidades”, que no eran mas que almacenes de objetos desconectados entre sí.

Hablar de museo también puede significar, como en el caso del escritor Remo Guidieri en El museo y sus fetiches (Madrid, Editorial Tecnos-Col. Metrópolis, 1997), hablar de fetiches y de fetichización. En el museo y sus fetiches, este escritor diserta sobre la museofilia como una fetichización que versa sobre la relación con el objeto y suscribe la hipótesis que el fenómeno museístico tal como lo conocemos hoy día está acompañado de una especie de expansión del fetichismo, en nuestra manera de “amar”, de codiciar los objetos, de deambular alrededor de ellos. En esta especie de “plataforma pública” el objeto cobra una especie de autonomía con respecto a su uso, a la intencionalidad primera que lo creó.

¿Es lícito aplicar el fetichismo a las cosas que pertenecen al museo? ¿A todo aquello que se contiene en un museo? Ello nos lleva a reflexionar sobre el papel actual de los museos, sobre todo contemporáneos, en los que muchos nacen con una intencionalidad política. Lejos de las responsabilidades pedagógicas vinculadas a la defensa del patrimonio sino en la legitimación acelerada del objeto con el fin de reconocerle una función tautológica del objeto respecto al museo. Una posible respuesta sería otorgar al museo el papel de instituirle una función de rivada, sin dejarse absorber por la archivización y la preservación. Concluye Guidieri que se trata de hallarle un papel aún difícil de definir, una función añadida que no está vinculada a otro uso posible del objeto museografiado, ya que no existe ninguno pero concierne directamente a la función del objeto tal como se determina en el momen to de la creación.

El artista distorsiona la relación entre arte y sociedad, crea el desfase del cual hablaba Baudelaire, y por ello el valor añadido del museo le legitima. Quizá como dice este ensayista italiano la legitimización la confiere la acumulación y la heterogeneidad, pero para muchos, el museo sigue siendo un sitio sagrado en el cual uno irrumpe buscando belleza y sosiego, consciente de romper sus silencios para encontrar nuestros silencios. No hay duda de que los museos entendidos a la vieja usanza han cambiado, ahora deben buscar su lugar en un mundo donde la interactividad y las nuevas tecnologías priman sobre la pura observación. Y como escribió Paul Valery en “El problemas de los museos” (Piezas sobre arte, Editorial Visor, 1999) el problema esencial es que: “Nuestra herencia es aplastante. El hombre moderno, extenuado por la enormidad de sus medios técnicos, está igualmente empobrecido por el exceso de riquezas”. (p. 139). Debemos pues empezar a idear el museo imaginario de Malraux y, en un ejercicio de gestión del saber y la belleza, proponer a todos los ciudadanos del mundo que escojan sus obras favoritas, aquellas que salvarían en una suerte de arca de Noé o de torre de Babel.

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