Científicos al poder

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“TAMPOCO SE PUEDE PRETENDER EL RETORNO A UNA ÉPOCA DE DESCONTROL, EN LA QUE CADA UNO HACÍA DE SU CAPA UN SAYO Y LOS CIENTÍFICOS VIVÍAN AISLADOS DE SU ENTORNO EN SU FAMOSA Y TÓPICA TORRE DE MARFIL”

Desde hace unos años, y cada vez de forma más notoria, la ciencia está en manos de los burócratas. La planificación ha conseguido encorsetar una actividad antaño libérrima, sujeta al mero criterio arbitrario de los propios investigadores, que decidían cómo y cuándo realizaban su trabajo, y cuya financiación, eso sí siempre escasa, no dependía de una estructura administrativa que analizase con lupa la pertinencia de la investigación ni estableciese objetivos concretos a plazo fijo. No existía, hablando con propiedad, una política científica que recondujera la actividad investigadora hacia la consecución de innovaciones técnicas industriales, sino que éstas aparecían, cuando lo hacían, de forma espontánea.

Antes o después, todos los países avanzados han ido creando planes de investigación que no solo han obligado a someterse a criterios de evaluación, tanto para las personas como para los proyectos, sino que han permitido orientar el trabajo de los laboratorios hacia campos y objetivos de supuesta importancia. En España, la Ley de la Ciencia de 1986 estableció la creación de los Planes Nacionales de I+D, el primero de los cuales se puso en marcha en 1988, habiéndose iniciado este año el quinto. Paralelamente, la Unión Europea creó su propia estructura de financiación y puso en marcha los Programas Marco.

Todo ello ha significado un aumento de la financiación destinada a la ciencia, ha permitido racionalizar el esfuerzo investigador y ha sometido a un cierto control el destino de unos fondos que, al fin y al cabo, proceden de la sociedad y a los que todos contribuimos a través de nuestros impuestos. Pero también ha supuesto el encorsetamiento de una labor que debe mucho a la imaginación y cuyos resultados son eminentemente imprevisibles. La estructura administrativa que evalúa, regula y marca las prioridades está cada vez más en manos de funcionarios ajenos al mundo de la ciencia y sujetos a su vez a criterios que dependen más de las autoridades económicas y políticas, cuya visión rara vez llega más allá de los cuatro años que separan una legislatura de otra. Esto supone una creciente preponderancia de la investigación destinada a obtener rápidos desarrollos tecnológicos en detrimento de la que pretende, simplemente, aumentar el conocimiento.

Contradiciendo este estado de cosas, hace unos meses, durante la presidencia portuguesa de la Unión Europea, los líderes europeos proclamaron, en la llamada Declaración de Lisboa, la necesidad de crear la Europa del conocimiento como el único medio para conseguir revertir la creciente separación científica, tecnológica y económica entre el continente y nuestros rivales mundiales, esencialmente Estados Unidos y Japón. Y los científicos han recogido el guante. Las críticas soterradas que desde siempre habían realizado al exceso de burocratización han acabado saliendo a la luz pública y ahora reclaman la devolución del poder a sus manos.

En nuestro país se han producido varios manifiestos y se ha creado una organización, la Confederación de Sociedades Científicas Españolas (COSCE), liderada por el biólogo Joan Guinovart, que reúne ya a medio centenar de sociedades y a 25.000 científicos, cuyo objetivo manifiesto es constituir un lobby con capacidad de intervenir en el futuro desarrollo de la política científica, reduciendo el dirigismo que supone el establecimiento de prioridades impuestas, introduciendo criterios nuevos de evaluación (o dando más peso a algunos supuestamente ya existentes, como la excelencia científica) y dando mayor protagonismo a la ciencia básica.

Aunque puesta en manos de los investigadores, la ciencia es una actividad colectiva, que la sociedad paga y cuyos efectos disfrutan o sufren los ciudadanos, por lo que no parece de recibo la reclamación que últimamente han hecho algunos científicos, de dejar su dirección exclusivamente en sus manos. No han sido declaraciones aisladas y realizadas por investigadores de escasa relevancia, sino que procedían de científicos de la talla y responsabilidad de Juan Carlos Izpisúa, experto mundial en células madre, Carlos Martínez, presidente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, o el ya citado Joan Guinovart.

Desde luego, es evidente que la burocracia no es el mejor caldo de cultivo para que el trabajo científico rinda los frutos deseados ni es imaginable una política científica realizada, como venía haciéndose de forma creciente, a espaldas de sus protagonistas. Habrá que dejar un margen amplio de autonomía a los investigadores en su labor, flexibilizar el funcionamiento de la estructura de financiación, reducir las pesadas tareas de gestión y preparación de proyectos, ampliar los márgenes estrictos de las prioridades y establecer mecanismos de participación activa de los científicos en las decisiones. Pero tampoco se puede pretender el retorno a una época de descontrol, en la que cada uno hacía de su capa un sayo y los científicos vivían aislados de su entorno en su famosa y tópica torre de marfil.

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