El tiempo como experiencia

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“¿Qué es el tiempo?”, se preguntaba San Agustín. “Si nadie me lo pregunt a, lo sé; si quiero explicárselo al que me pregunta, no lo sé”. A pesar de que el tiempo es esencial para el hombre, su conocimiento no puede expresarse fácilmente con palabras exactas. De tan familiar, nos resulta inaprensible. El principal problema es que sólo el presente, no el pasado ni el futuro, es real; el segundo, que el tiempo solo puede medirse mientras transcurre. El pasado y el futuro son memoria y espera desde el presente. Al final, para San Agustín, tal como nos lo explica en las Confesiones, el tiempo es algo subjetivo, que está en la mente humana. En efecto, el tiempo forma parte de nuestra experiencia vital como ninguna otra. Sentimos el tiempo, o mejor dicho, el paso del tiempo, lento en la infancia, rápido en la edad adulta, implacable siempre. Sin embargo, el tiempo también organiza nuestras vidas, el trabajo, el ocio, el descanso, las relaciones sociales. Vivimos enjaulados en el tiempo, en su cálculo y racionalización, y sin su brújula nos sentiríamos perdidos.

Todas las culturas poseyeron métodos de cálculo del tiempo. El invento del calendario fue tan importante, posiblemente, como el de la escritura. No hubiera sido posible el surgimiento de las grandes civilizaciones hidráulicas de la Antigüedad sin el dominio de los sistemas de cálculo que permitía aprovechar las crecidas de los ríos. De todas formas, todavía entonces el tiempo estaba íntimamente unido al espacio. El “cuándo” del tiempo siempre se refería a un “dónde” del espacio, como lo prueba el uso de expresiones como “a tres días de camino”.

La separación del tiempo y el espacio es propia de nuestros tiempos modernos. Podemos decir que se inicia, por seguir con esa manía tan actual de fecharlo y conmemorarlo todo, cuando Isaac Newton pudo calcular las relaciones exactas entre la aceleración y la distancia recorrida por un cuerpo. Su confirmación vendría con Benjamín Franklin, que nos dio la medida de su valor , haciéndolo equivalente al oro, aunque ambos no aportaron una definición mas precisa que la del obispo de Hipona.

La racionalización del tiempo comenzó en el siglo XVIII con la generalización del uso del reloj mecánico. El siglo XIX, con la industrialización, la extensión de la vida urbana y la revolución de los transportes, vio la generalización del uso del tiempo de manera autónoma del espacio, o por mejor decir, se incorporó a nuestras vidas cotidianas en forma de jornadas laborales, escolares, burocracias, horarios de ferrocarriles, etc. A la revolución de la informática le debemos la simultaneidad y la instantaneidad de los procesos de información y comunicación, y por ende, de los acontecimientos. Eso que se da en llamar “tiempo virtual“, y que (se) supone la superación del “tiempo real“, o sea el tiempo que cada uno puede experimentar por sí mismo, a cuerpo gentil, por así decir. Esto naturalmente complica aun mas si cabe nuestro propósito de definir el tiempo.

Reconozcamos con San Agustín: “Mi alma se acongoja al saber que este asunto del tiempo es el mas enmarañado”. Al final, es la poesía la que nos restituye la experiencia del tiempo, la memoria subjetiva de lo vivido o de lo imaginado, la madelaine proustiana. Borges nos recordaba en su libro El hacedor, que somos “tiempo y sangre y agonía” .

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