La lechuza de Minerva

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En nuestros tiempos modernos, convulsos, inseguros y líquidos, como dice Zygmunt Bauman, los hombres buscan, en su afán por dominar los des astres generales que nos rodean, certezas, sobremanera las que proporcionan las ciencias. Pero las ciencias sociales, las ciencias del espíritu, por utilizar la terminología de Dilthey, están muy desprestigiadas. Frente a las ciencias de la naturaleza, duras y matemáticas, las ciencias sociales, blandas y discursivas, no despiertan hoy día, por lo que se comenta, mayor entusiasmo. Les falta capacidad predictiva.

La fe en los avances científicos como panacea de todos los problemas humanos y la alta consideración del científico, como un hombre neutral, objetivo, casi un santo laico, están arrumbando toda reflexión moral sobre el hombre. El culto a la precisión cuantitativa y la “cuantitofrenia”, hace que la ciencia se vuelva arrogante. Al delimitar el campo de sus investigaciones con el fin de confirmar sus propias certezas y suprimir como supersticiones o residuos tradicionales los conocimientos que no son susceptibles de verificación cuantitativa, como por ejemplo la religiosidad, la racionalidad científica ha acabado por sufrir un gran empobrecimiento.

La verdad científica ya no se puede expresar como adequatio rei et intellectus, (adaptación del intelecto a la realidad), sino que adquiere un valor operativo. Ya no es una “revelación” o aletheia en el sentido clásico. No se conforma con adaptarse a la naturaleza; quiere imitar a la naturaleza, explotarla, recrearla, aun corriendo el riesgo de desnaturalizarla. Desde Quetelet, que puso las bases de la estadística, hasta nuestros días, la investigación social trata de traducir las ideas en operaciones empíricas y buscar relaciones exclusivamente matemáticas. Con su obsesión neurótica por la exactitud interna de sus propias operaciones, la ciencia se convierte en procedimiento, en cientificismo, y la razón racionalista acaba por perder el sentido común, por dejar de ser razonable, por soltar las amarras con lo cotidiano. Pero como ha demostrado Robert K. Merton, la ciencia en sus orígenes no renunciaba a su función vicaria, incluso ancilar, pues como decía Francis Bacon natura non nisi parendo vincitur (sólo obedeciéndola se vence a la naturaleza).

Sin embargo, la inteligencia pura no implica a toda la racionalidad, sino tan sólo a la formal, a la conceptología. Así como de un loco se puede decir que lo ha perdido todo menos la razón, una capacidad de razonamiento que tiene en ella su propio fin es un razonamiento carente de sentido, un cráneo brillante pero vacío.

Aunque la existencia humana comprende el pensamiento abstracto, lógico, puro, no seagota en él. Es preciso volver a una ciencia como empresa humana problemática. Sabemos por Hegel, que la lechuza de Minerva, la diosa de la sabiduría, extendía sus alas al anochecer. El conocimiento llega al final del día, cuando se ha puesto el sol y las cosas ya no están iluminadas ni son fáciles de distinguir. Por imperfecto que sea nuestro conocimiento, es preferible a un objetivismo burdo y a un realismo poco sagaz, acrítico e ingenuo.

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