ADELA CORTINA

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Catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y directora de la Fundación para la Ética de los Negocios y las Organizaciones


Adela Cortina (Valencia) es la voz de la ética en el mundo de la economía, los negocios y el consumo. Desde sus escritos se ha encargado de luchar contra la idea según la cual la moral y la eficacia son conceptos opuestos e irreconciliables. La observancia de unos principios éticos básicos no entorpece el éxito de ninguna empresa ni de ningún partido político. Más bien al contrario, la moral es una garantía para el desarrollo de unas actividades económicas, políticas y sociales basadas en la confianza que inmuniza a la sociedad frente a fenómenos como la corrupción, los escándalos financieros y el consumo ilimitado. Por ello, Adela Cortina pregona la eficacia de lo que ella llama las éticas aplicadas: ética empresarial, ética tecnológica, ética del consumo. “Porque cuando se actúa sin corazón, tampoco salen las cuentas”.

“CONVENDRÍA CAMBIAR ESE ESTÚPIDO CHIP EMPEÑADO EN IDENTIFICAR LA FELICIDAD CON EL CONSUMO INDEFINIDO”

Usted ha dicho que la época que vivimos, a la que se ha dado en llamar Era de la Información, podría también llamarse con acierto Era del Consumo. Desde luego. Hoy en día el consumo se ha convertido en el motor, no sólo de la economía sino también de la cultura. Desde que la revolución industrial desarrollara la producción masiva fue necesario pro-mover un consumo también masivo para dar salida a esos productos. Y eso contrasta con lo que hasta entonces había sido la dinámica de la economía. Adam Smith decía que el fin de la producción era el consumo. En cambio, ahora es al revés. El fin del consumo es la producción, pues ya no se produce para que la gente vea atendidas sus necesidades, sino que es necesario que la gente consuma para que se pueda producir. Por ello, las empresas han hecho lo imposible por dar con la tecla que empuja al ciudadano a consumir. Y en ese camino han convertido el consumo en algo parecido a la esencia humana, no porque sea ésta una capacidad exclusiva de los seres humanos, sino porque, aunque todos los seres vivos la comparten, sólo las mujeres y varones de nuestro tiempo han reconocido con hechos que en su ejercicio llevado al máximo ven el camino de la felicidad.

Si, al fin y al cabo, la gente logra la felicidad, ¿dónde está el problema? Pues en que en realidad no la logra. El éxito del consumo como dinámica central de la vida social se debe precisamente a que está fundamentado en toda una serie de motivaciones personales innatas en las personas, como el afán de prestigio, superioridad o novedad que, por naturaleza, nunca pueden ser satisfechas de manera absoluta y definitiva. Si las gentes consumieran únicamente por sobrevivir, incluso con dignidad, el nivel de consumo tendría un límite, aunque pudiera ser un límite variable. Pero el consumo es ilimitado precisamente porque se consume sobre todo para demostrar posición social, para adquirir prestigio y por afán de emulación. Los deseos son de origen psicológico y no tienen límite, son infinitos. Tomados como algo ya dado y como motor de la economía, no pueden llevar sino al consumo indefinido en busca de la autogratificación, sin sentido de la justicia y sin lograr siquiera la satisfacción, siempre aplazada y desplazada hacia un nuevo producto.

Así descrito, parece algo muy frustrante. ¿Cuáles son las consecuencias de esta situación? Yo creo que hay dos consecuencias de envergadura. La primera de ellas, de orden político-estatal, es la crisis de legitimidad de unos gobiernos incapaces de atender a demandas infinitas. La segunda, la forja de individuos hedonistas, que se afanan por satisfacer sus deseos ilimitados y son incapaces de implicarse en el compromiso con su sociedad. Y lo peor es que, al final de todo ese esfuerzo, ni siquiera alcanzan la felicidad. Convendría cambiar ese estúpido chip empeñado en identificar la felicidad con el consumo indefinido.

El consumo masivo no es un fenómeno de aparición reciente. De hecho, ha estado presente durante todo el siglo XX y, sin embargo, no parece que nadie se haya preocupado por cambiar ese chip. Es cierto, a las teorías éticas del siglo XX no les ha interesado el consumo, y yo creo que es porque las gentes que trabajamos en el mundo académico bajamos poco de esa mítica torre de marfil. Nos dedicamos a hablar de los autores favoritos, de lo que dijo Kant, de lo que dijo Aristóteles, lo cual me parece muy importante, pero Kant y Aristóteles no hablaron del consumo. Creo que estamos demasiado encerrados en nuestras facultades, en nuestras discusiones, en nuestros libros, en nuestros congresos, y no nos damos cuenta de que esos mismos autores en su tiempo se preocuparon de los fenómenos que eran importantes en su época. Es decir, que ni siquiera a ese nivel lo estamos haciendo bien. Claro, ni a Kant ni a Aristóteles se les iba ocurrir hablar del consumo porque no estaban en la Era del Consumo, pero hoy en día hay que hablar del consumo, de la imagen, de la información, de la moda, de una gran cantidad de fenómenos que componen nuestra existencia y que son fundamentales para el hombre de hoy. Creo que estamos demasiado metidos en nuestros despachos y congresos y atendemos poco a los verdaderos fenómenos que se están produciendo.

Pues, abordemos el fenómeno del consumo. ¿En qué consiste la ética del consumo que usted propone? Tres claves de una ética del consumo deben ser las siguientes: que todos los seres humanos desean ser felices, que alcanzar la felicidad depende en buena medida de nuestras creencias sobre lo que la proporciona y que las sociedades cuya ética se sustenta en la igual dignidad de los seres humanos se ven obligadas a satisfacer unas exigencias de justicia, a las que no pueden renunciar sin hacer dejación de su humanidad. Desde esta perspectiva, el consumo, para ser humano, tendrá que ser autónomo, justo y felicitante.

Y eso ¿en qué se concreta? Libre, porque la persona debe tomar conciencia de las motivaciones personales y las creencias sociales que intervienen en las elecciones, de modo que pueda zafarse de las presiones exteriores y entender que la definición de su personalidad no depende de la adquisición de un determinado producto. Los bienes de mercado son sólo un medio para el desarrollo de nuestras capacidades y la realización de un proyecto de vida conscientemente elegido desde la autonomía.

¿Y justo? Justo, porque aunque somos libres no estamos solos y debemos consumir teniendo en cuenta las consecuencias que ese consumo pueden tener sobre otras personas y sobre el medio ambiente. Debemos consumir de modo que no limitemos la oportunidad de otros para desarrollar sus capacidades y llevar a cabo sus propios proyectos de vida. Y es que, algo que hay que subrayar es que un tipo de consumo sólo es ético y justo si es universalizable, es decir, si todos los habitantes del planeta tienen acceso a él y no sólo una parte. Además, el consumo justo requiere el respeto al medio ambiente.

Sólo queda que sea felicitante. Sí, la felicidad basada en el cumplimiento de deseos y motivaciones como el afán de novedad, o de emulación a través de la adquisición de bienes de consumo resulta inalcanzable. Aristóteles distinguía entre las acciones que eran un medio para conseguir un fin y las que eran un fin en sí mismas, y consideraba superiores a estas últimas sobre las primeras. El fin supremo de todo ser humano es ser feliz, pero consumir para serlo no es efectivo. Sería preferible sustituir el consumo por otras acciones felicitantes por sí mismas como pasear, cultivar las amistades, pasar tiempo con la familia, leer, escuchar música. Son acciones felicitantes de por sí. Consumir es sólo un medio y encima ineficaz.

Entonces, ¿cuál sería el consejo? Podría ser algo así: asume, junto con otros, las normas de un estilo de vida de con-sumo que promuevan la libertad en tu persona y en la de cualquier otra haciendo posible un universal reino de los fines. Se trata, pues, de promover estilos de vida en que las mercancías estén al servicio de la libertad, entendida en un doble sentido: como autonomía, es decir, como la capacidad de elegir lo que vale por sí mismo, y como autorrealización, es decir, como la capacidad de optar por el propio modelo de felicidad elegido sin imposiciones externas, siempre que con ello no se interfiera en la autorrealización ajena ni en el respeto al medio ambiente.

Garantizar todas esas exigencias para todas las personas no parece tarea fácil. No será fácil, pero lo necesario debe ser posible. Y esto es muy necesario. No basta con enviar dinero o mercancías de forma discrecional a los países económicamente más pobres, sino que existe la obligación de justicia de atender a las personas concretas y al desarrollo de sus capacidades. Es injusta cualquier forma de consumo que no promueva el igual desarrollo de las capacidades básicas de las personas.

¿Se trata de universalizar el Estado de Bienestar? No. La igualdad de acceso a los bienes de consumo es una tarea ética pendiente, que no puede consistir en universalizar el modelo del sueño americano, porque ni las personas lo resistirían ni la Tierra tampoco, sino en universalizar estilos de vida incluyentes, que presten a las personas una digna identidad social. El Estado de Bienestar ha confundido, a mi juicio, la protección de derechos básicos dentro de lo socialmente decoroso con la satisfacción de deseos infinitos, medidos en términos del mayor bienestar del mayor número, con los inevitables abusos de interpretación que esto conlleva. Pero confundir la justicia, que es un ideal de la razón, con el bienestar, que lo es de la imaginación, es un error por el que se acaba pagando un alto precio: olvidar que el bienestar ha de costeárselo cada cual a sus expensas, mientras que la satisfacción de los mínimos de justicia es una responsabilidad social –nacional y global– que no puede quedar en manos privadas, sino de un Estado de la Justicia y de instituciones políticas internacionales, capaces de articularse con los sectores económico y social.

Si el objetivo no es el bienestar, ¿cuál es? El bienser. Mientras que el bienestar hace referencia al tener, a la posesión de objetos que proporcionan algún tipo de satisfacción, el bienser se centra en el ser, en cubrir las necesidades que permiten desarrollar las capacidades de una persona y realizar el proyecto de vida elegido.

Todas las personas tienen los mismo derechos y el bienser podría pasar a ser uno de ellos, pero la realidad es que no todos tienen la misma capacidad económica. Es cierto, pero eso debe cambiar. Es urgente articular una ciudadanía económica cosmopolita, porque quien es vasallo en lo económico difícilmente será dueño de sí mismo en todo lo demás. Hay que darle la vuelta a la idea de que en una comunidad política son ciudadanos activos aquellos que tienen la propiedad necesaria para ser económicamente autosuficientes. ¿Qué ocurriría si el reconocimiento de la ciudadanía fuera anterior al de la autosuficiencia, de modo que una comunidad política estuviera obligada, para ser legítima, a intentar garantizar a sus ciudadanos la propiedad necesaria como para ser autosuficientes? No gozarían de propiedad sólo las personas que la han adquirido por herencia o por compra, sino todo ciudadano por el hecho de serlo. Más allá de la sociedad que liga la suficiencia económica al trabajo, ésta quedaría ligada a la ciudadanía. Desde un punto de vista económico, las personas podrían ser protagonistas de sus vidas, junto con sus iguales, por tener la propiedad suficiente como para no tener que depender de otros. Sería una especie de ingreso básico de ciudadanía.

Hemos hablado del ciudadano e incluso del Estado, pero ¿qué hay de las empresas? ¿En qué consiste la ética empresarial? Las empresas tienen una responsabilidad seria. Y en esto creo que es muy bueno cómo el Libro Verde de la Unión Europea ha introducido el tema de la responsabilidad social de las empresas. Según el Libro Verde, cada empresa tiene que hacer un triple análisis, un triple balance: el balance económico, el balance social y el balance medioambiental. Creo que es muy importante que las empresas asuman su responsabilidad haciendo ese triple balance, y no limitarse al balance comercial. Esta iniciativa de la Unión Europea contrasta con las declaraciones del ex presidente de Elf en las que aseguraba que “el que quiera jugar a la moral, ningún problema, pero moral y negocios son incompatibles”. Ante afirmaciones como éstas cabe preguntarse qué entienden por “moral” quienes las hacen, incluso qué entienden por “negocios”.

Entonces, ¿rentabilidad y principios éticos no son incompatibles? De ninguna manera. Más bien al contrario. Asumir una responsabilidad social por parte de las empresas es una apuesta por la ética y por la rentabilidad. De hecho, los distintos parámetros por los que se mide la responsabilidad social no son sólo dimensiones morales, sino también herramientas de gestión. La transparencia y la integridad son bienes públicos, tanto en las organizaciones públicas como en las privadas, porque crean un espacio de confianza en lo que dicen políticos, empresas, organizaciones solidarias y otros agentes sociales. Justamente son ellas, y no la corrupción, las que componen en la vida política y en la empresarial ese aceite de la confianza en las instituciones y en las personas, que engrasa los mecanismos sociales haciéndolos funcionar.

Eso parece difícil de medir. Ya hace dos años realizamos una investigación en la que afirmábamos que no se puede garantizar que una empresa ética sea más rentable –nada lo puede garantizar– pero sí es seguro que una empresa ética está más preparada para responder a los retos futuros y para perdurar en el tiempo con éxito. Si una empresa actúa con integridad y responsabilidad, con transparencia y respeto, está sentando las bases de la confianza. Y todo el mundo reconoce que sin confianza no funcionan los negocios, ni casi nada en la vida. En todo caso, lo que deben saber los empresarios es que pasar de la ética no les asegura un mayor éxito, porque cuando se actúa sin corazón, tampoco salen las cuentas.

MUY PERSONAL

¿Qué acontecimiento del futuro no le gustaría perderse aunque efectivamente se lo vaya a perder? El día que se instaure la justicia en el mundo. Me parece que me lo voy a perder, pero llegará seguro.

¿Cómo se imagina el fin de la Humanidad? La verdad es que no lo he pensado demasiado, pero, vaya, yo me imagino un final feliz.

¿Cree en Dios? Sí.

¿La lectura de qué obra recomendaría a una persona que busca una vida feliz? Hombre, es difícil. Tal vez yo le recomendaría la Ética a Nicómaco de Aristóteles.

¿Cuál es su estado de ánimo actual? Pues eso, como decía Carmen Martín Gaite, es nubosidad variable. El estado de ánimo es algo que cambia de un momento a otro con una buena o mala noticia. Pero en general estoy alta de moral, aunque desbordada de trabajo.

¿Con qué vicio o actitud es menos indulgente? Ay, yo creo que con la pereza. Me pone nerviosa la gente manta. Yo soy demasiado activa.

¿Qué dirá su epitafio cuando haya muerto? Me gustaría que dijera aquello tan bonito de Machado: “Vive esperanza, no todo se lo ha tragado la tierra”.

¿Qué político español le despierta mayores simpatías? Hablemos de toda la historia de España, para no complicarnos la vida. Y aún así, es difícil encontrar a uno (ríe). Pues no sé, Carlos V, para no complicarnos la vida (ríe). Es el primero que se me ha ocurrido

¿Davos o Porto Alegre? Hombre, Porto Alegre. Siempre con los desfavorecidos.

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