La cultura y las identidades
«El yo consciente es «contingente»…la identidad de cada individuo está constantemente en construcción»
Richard Rorty1
El Diccionario de la Real Academia Española define la identidad como «un conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que les caracterizan frente a los demás». Varias son las identidades con las que, desde el reducto nuclear de su fórmula genética, en la que radica su esencialidad -el específico genotipo escrito con las cuatro letras ATCG del alfabeto bioquímico-, cada ser humano, un yo consciente encarnado en un cuerpo, se identifica a sí mismo ante los demás, y es identificado por los otros. Desde el administrativo documento de identidad [los que no lo poseen son «indocumentados» o «sin papeles»], en el que constan el nombre y la imagen del rostro -datos con los cuales puede identificarse y ser identificado un individuo-, hasta, en algunos casos, el grupo sanguíneo y los antígenos de la histocompatibilidad de su sistema inmunitario, que marcan la diferencia entre lo propio [«self»] y lo no propio o extraño [«non-self»]. Ese proclamado carácter propio y diferente que, en su libre traducción al lenguaje político, se evoca, a veces, como un sentido fuerte de la propia identidad vinculado con un imaginario colectivo.
La identidad personal -que se construye desde dentro y, en parte, desde fuera- expresa, en último término, un fenotipo, producto del yo y de su circunstancia, con la pretensión de hacer patente a los «otros» hasta qué punto se es diferente, no sólo desde el punto de vista biológico, sino por su capacidad de mantener, a lo largo de los años de una biografía, la continuidad psicobiológica de una persona, asentada -como ya adelantara J. Locke [1632-1704]- en la memoria de una historia personal en marcha, capaz de mantener una narrativa propia [A.Giddens2].
Ésta es la razón por la que la progresiva construcción de una identidad personal, aunque esencialmente fundamentada en su propiedad biológica, no puede concebirse sin su estrecha interrelación con los círculos culturales concéntricos del ámbito en el que cada individuo nace, crece y vive: la familia y la educación, la etnia, la comunidad, la región, la nación, y las otras naciones. Incluido en ese ámbito, en el que los concéntricos círculos culturales pueden ser coincidentes o dispares en sus visiones del mundo, el individuo recibe la propuesta de una serie de catálogos de creencias, conceptos, y valores, entre los que predomina, de forma más o menos coercitiva, el correspondiente a la ideología hegemónica, de modo especial cuando se trata de una identidad cultural colectiva definida al modo herderiano3. El resultado puede ser, entonces, una identidad personal que tiende a confundirse con la identidad cultural.
«¿PUEDEN ACEPTARSE EN LAS SOCIEDADES DEMOCRÁTICAS PROPUESTAS COERCITIVAS A FAVOR DE UNA DETERMINADA IDENTIDAD CULTURAL HEGEMÓNICA, QUE PROPUGNEN LA RECONVERSIÓN SISTEMÁTICA DE LAS IDENTIDADES PERSONALES RECIÉN LLEGADAS?»
En este mundo poscolonial, posmoderno, globalizado y diverso, sometido a un constante y agobiante fluir de migraciones, difícilmente controlables a través de las permeables fronteras, la identidad personal está expuesta a una numerosa oferta de identidades colectivas -según género, sexo, etnia, lengua, cultura, religión, ideología, clase social, profesión, tribu, urbana o no urbana, región, nación y comunidades supranacionales- que pretenden subsumirla. Aunque todas pertenecen a la cultura, entendida como el «modo de vivir y de entender la vida de una comunidad», destaca la prevalencia de la llamada identidad cultural.
En este escenario caracterizado por el creciente flujo de inmigraciones, la debilidad de la identidad personal de la mayoría de los que emigran (debido a la escasa consistencia de su construcción sobre la radical identidad biológica, y al desarraigo del ámbito cultural propio ) favorece la puesta en marcha -en el nuevo ámbito cultural en el que, con mayor o menor dificultad, consiguen asentarse- de «programas» específicamente dirigidos a la deconstrucción de las identidades personales. Se generan así numerosas identidades nomádicas4 que parecen asumir una nueva identidad personal en la que su correlato cultural, sea por convicción o por elección, es ahora el imaginario de la identidad cultural colectiva -identificable por su lengua, sus costumbres y sus tradiciones- que ejerce de ideología hegemónica, y que se contempla a sí misma, en contraposición a las otras, como «dinámica, racional y superior» [Rik Pinxten5].
¿Hasta qué punto una identidad personal, construida en su origen sobre el esencial trasfondo biológico del individuo y en el seno de una determinada cultura, puede ser realmente convertida, y no de manera ficticia, en una nueva identidad personal, en la que el componente cultural primigenio ha sido anulado y sustituido por otro distinto? ¿Cuáles son los límites democráticos y éticos de las políticas dirigidas a la deconstrucción/construcción de una identidad personal y su sustitución por una nueva identidad, en la que el nuevo componente cultural asume el protagonismo de la persona? ¿Pueden aceptarse en las sociedades democráticas propuestas coercitivas a favor de una determinada identidad cultural hegemónica, que propugnen la reconversión sistemática de las identidades personales recién llegadas, unas propuestas ajenas a las exigencias de dignidad y libertad de la persona, sin distinción alguna, incluidas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos? ¿Cómo pueden ser preservadas las identidades personales en las comunidades multiculturales donde es hegemónica una presunta identidad cultural?
Las sociedades democráticas modernas, ante la rampante multiculturalidad, se enfrentan hoy a la difícil y compleja tarea de imaginar, diseñar, poner en marcha y desarrollar una educación política para la ciudadanía basada en la mutua tolerancia y en la convivencia, que aporte solución a los numerosos conflictos. Una educación que consiga formar ciudadanos libres e iguales ante la ley. Ciudadanos que para unos teóricos, como J. Rawls6, deben procurar, siempre que sea posible, lograr consensos, o áreas de coincidencias por solapamiento [«overlapping consensus»] entre las diversas culturas, con la pretensión de alcanzar un «pluralismo razonable»7. Para otros, como W. Kymlicka8,9, los grupos culturales, minoritarios y mayoritarios, deben estar bien advertidos de que los derechos derivados de su reconocida identidad cultural -lingüísticos, educativos, políticos- no pueden entrar en contradicción con los derechos humanos universales de los que el sujeto es precisamente la identidad personal, la cual, desde su esencial y propio trasfondo biológico y de su conciencia como persona, es radicalmente bastante más que el epifenómeno de una determinada identidad cultural.
Rorty, R. Contingence, Irony, and Social Solidarity. Cambridge University Press, New York, 1989.
Giddens, A. Modernity and Self-Identity: Self and Society in the Late Age, Polity Press, Cambridge, 1991.
Pera, C. Herder y la cultura como instrumento de definición geopolítica, JANO, vol. LXVIII, nº 1.504, Mayo 2005.
Josep, May, Nomadic Identities. The Performance of Citizenship, University of Minnesota Press,1999.
Pinxten, Rik, Identité et conflict: personnalité, socialité et culturalité, Afers Internationals, 36;157-175, 1997.
Rawls John, Political Liberalism, Columbia University Press, 1996.
Rawls, John, Teoría de la Justicia, Fondo de cultura económica, 1997.
Kymlicka, Will, Contemporary Political Philosophy, An Introduction [2nd ed.] Oxford University Press, 2002.
Kymlicka, Will, Multicultural Citizenship, Oxford University Press, 1998.