La receta de la vida

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“LA BÚSQUEDA DEL ORIGEN DE LA VIDA HA DADO MUCHOS PASOS, AUNQUE EXCESIVAMENTE TÍMIDOS PARA SALVAR LA DISTANCIA QUE AÚN NOS SEPARA, APARENTEMENTE, DE LA RESOLUCIÓN DEL PROBLEMA”

Uno de los misterios más apasionantes que la ciencia no ha conseguido resolver es el del origen de los seres vivos. Si la teoría de la evolución, con sus variadas interpretaciones actuales, es capaz de explicar la proliferación y diferenciación de las especies, la pregunta clave, si surgió la vida a partir de la materia inanimada y cómo pudo suceder este fenómeno sorprendente, permanece sin respuesta. No ha sido desde luego por falta de teorías, ni de propuestas provocadoras, ni porque no se hayan dedicado, y se sigan dedicando, recursos humanos y presupuestarios a la tarea. Ni siquiera han faltado los intentos experimentales por reproducir el evento.

Medio siglo atrás, las expectativas eran mucho más optimistas. En 1953, un joven químico llamado Stanley Miller pareció haber dado el paso más trascendental para mostrar cómo pudo haber sucedido todo. Tras largas discusiones con su jefe de laboratorio, el Nobel Harold Urey, decidieron tratar de probar las teorías que por la época defendía el ruso Alexander Oparin acerca de las condiciones ambientales de la Tierra en el momento en que se produjo el chispazo. Metió en un matraz vapor de agua, metano, hidrógeno y amoníaco y sometió la mezcla a continuas descargas eléctricas. A los pocos días, el agua depositada en el fondo del matraz había adquirido cierto color y fue analizada minuciosamente para descubrir que se habían generado numerosas sustancias químicas de cierta complejidad, incluyendo alanina y glicina, dos de los 21 aminoácidos conocidos, los componentes que, enlazados, forman las proteínas, considerados por ello los ladrillos de la vida. Lo que Miller había conseguido era lo que en el argot de los especialistas se denomina la sopa de la vida, ese caldo químicamente complejo en el que se supone que la materia inorgánica fue capaz de organizarse para construir las primeras entidades autorreplicativas hasta desembocar en el primer organismo que podríamos considerar vivo, cuyas características no conocemos aún pero al que ya hemos puesto nombre: Luca (de las siglas en inglés de «último antecesor común »).

Tras fabricar los ladrillos se intentó, claro está, construir la casa, pero ésa ha sido una tarea mucho más difícil, y todos los intentos por avanzar mucho más allá han concluido en fracaso. El experimento de Miller se ha repetido miles de veces en todo el mundo y se han conseguido fabricar más aminoácidos. Incluso se han logrado generar los otros componentes básicos de la vida, los ácidos nucleicos, en experimentos realizados por Manfred Eigen, premio Nobel de Química 1967. Pero las cuestiones esenciales continúan sin respuesta, y seguimos inmersos en paradojas paralizantes: las proteínas se forman a partir de la información contenida en los genes, escritos en el ácido desoxirribonucleico (ADN), y éste necesita de ciertas proteínas para expresarse. Es como la vieja adivinanza del huevo y la gallina: ¿qué fue antes?

Lejos de haberse avanzado, a medida que se avanza en la investigación, los problemas a resolver van creciendo. Hoy muchos se plantean que más que una sopa prebiótica lo que quizá hubo fue una pizza prebiótica. Que las reacciones de transición entre lo inerte y lo animado no se produjeron en el medio líquido (la sopa) sino sobre un sustrato sólido (la pizza), probablemente en arcillas, peculiares estructuras minerales que podrían haber dado estabilidad a los procesos químicos e incluso, merced a la distribución diferenciada de las cargas eléctricas que se produce por dichas estructuras, haber actuado como catalizadoras de las reacciones. Y para resolver la paradoja entre el ADN y las proteínas se apunta hoy a ese otro ácido nucleico que hasta no hace mucho parecía cumplir un mero papel intermediario en los mecanismos celulares, el ácido ribonucleico (ARN). Hoy está plenamente aceptado que el ARN tiene la peculiaridad de aunar las dos clases de funciones esenciales de un organismo vivo, que es capaz de realizar los cometidos del ADN, conservar y transmitir la información, y de las proteínas, llevar a cabo las funciones del organismo mediante procesos químicos de catalización de las reacciones.

Hace unos meses, el pasado 20 de mayo, fallecía Stanley Miller, el visionario que inició la aventura de escribir la receta de la vida y de intentar reproducirla en una probeta. En el más de medio siglo transcurrido desde el experimento que le hizo célebre, la búsqueda del origen de la vida ha dado muchos pasos, aunque excesivamente tímidos para salvar la distancia que aún nos separa, aparentemente, de la resolución del problema. La aparición en los últimos años de centros de investigación especializados en este campo, como el español Centro de Astrobiología, quizá permita en un plazo más breve dar el salto definitivo que Miller soñó: saber cómo surgimos a partir del barro.

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