Caído del cielo

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«DE PRONTO, EL CIELO SE ABRIÓ Y UNA GIGANTESCA BOLA DE FUEGO APARECIÓ EN EL FIRMAMENTO, CON UN FULGOR TAN GIGANTESCO QUE AL PRINCIPIO RIVALIZABA CON EL SOL Y RÁPIDAMENTE LO SUPERÓ HASTA ECLIPSARLO”

Eran las 7:17 de la mañana del día 30 de junio. Hacía rato que había amanecido en Evenkia, una remota región de Siberia, ya que acababa de empezar el verano y el sol madrugaba. De pronto, según relataron testigos presenciales situados a decenas y centenares de kilómetros del lugar exacto, el cielo se abrió y una gigantesca bola de fuego apareció en el firmamento, con un fulgor tan gigantesco que al principio rivalizaba con el Sol y rápidamente lo superó hasta eclipsarlo; el cielo entero se llenó de un fuego tan brillante que cegaba al que intentase sostener en él la mirada. Una explosión ensordeció los oídos y una fuerza misteriosa derribó a hombres y animales, convertidos en transitorios peleles, mientras un viento abrasador recorría una vasta extensión de territorio. La tierra vibraba derribando construcciones y rompiendo ventanas y objetos de cristal y loza incluso a cientos de kilómetros de distancia. Cuando la situación empezó a calmarse, apenas recuperados los sentidos, el espectáculo era alucinante; el cielo seguía teniendo una cegadora luminosidad (que duró varios días y varias noches), el aire olía a destrucción y el paisaje era desolador, con un suelo calcinado donde antes había un extenso y monumental bosque de taiga.

Ocurrió hace justamente un siglo y aunque apenas tuvo repercusión mediática en aquel momento, el suceso ha sido después tantas veces evocado que ha hecho famoso el nombre del lugar: Tunguska. Nicolás II, el zar de todas las rusias, dijo que era una advertencia divina por los movimientos revolucionarios ocurridos en 1905 y el resto del mundo pasó con indiferencia sobre el incidente.

No consta que hubiese víctimas directas, porque se trata de una región muy escasamente poblada, pero los datos recogidos más de 20 años después por una expedición investigadora dirigida por Leonid Kulik, geólogo de la Academia Sovietica de las Ciencias, estimó que la devastación había sido casi total en un área de 2.150 kilómetros cuadrados. Los científicos de ésta y de otras expediciones posteriores recogieron testimonios, recorrieron la inmensa zona destruida y buscaron sin éxito indicios para intentar determinar el origen del suceso, como el posible cráter que hubiese formado la explosión.

Todavía hoy las hipótesis que se aducen son variadas, incluyendo algunas inverosímiles, como un choque de antimateria o una bomba de hidrógeno de origen natural, y otras directamente esperpénticas, como un ataque extraterrestre. Ahora que los impactos de asteroides y cometas parecen haberse convertido en lugar común, la hipótesis de que ése fuera el origen parece más o menos aceptada. La ausencia de cráter ha llevado a los especialistas a imaginar que el meteorito explotó muy cerca de la superficie pero aún en el aire, y ello apunta a que se trataba de un cometa. Del inventario de los daños se ha podido concluir que la energía desatada fue de unos 15 megatones, unas mil veces la provocada por la bomba de Hiroshima. Se calcula que el trozo de cometa implicado debía medir entre 30 y 60 metros de diámetro.

Pero el misterio sigue atrayendo a curiosos investigadores. Tras haberse descubierto en la zona microlitos ricos en níquel e iridio, una expedición italiana enviada en 1999 dio a conocer el año pasado algunas novedades, como el hallazgo de partículas de magnetita y, sobre todo, la aseveración de haber encontrado el cráter del impacto, ocupado por el lago Cheko. El supuesto testigo, que no figura en ningún mapa anterior a la expedición de Kulik, tiene 450 metros de diámetro y 50 de profundidad, se encuentra a 4 kilómetros del supuesto epicentro de la explosión y muestra anomalías gravimétricas típicas de los cráteres de impacto.

Aunque las conclusiones del grupo italiano son objeto de intensos debates, todo apunta a que pronto se organizarán nuevas expediciones que permitan salir de dudas y estudiar con más detalle todo cuanto concierne a estos eventos, que empiezan a preocupar seriamente a las grandes potencias. El riesgo de nuevos impactos ha llevado a la puesta en marcha de programas de vigilancia de todos los objetos susceptibles de chocar con nuestro planeta. Una conferencia de Naciones Unidas celebrada en 1995 aprobó una escala de clasificación de esos objetos, modificada en Turín en 1999 (y nuevamente modificada en 2005), que contempla 10 posibles categorías, según la probabilidad de impacto y según la capacidad destructiva que tengan (lo cual depende de su masa y de su velocidad). Hasta ahora, sólo un objeto ha sido clasificado por encima del nivel 1. Se trata de Apophis, un asteroide de 250 metros de diámetro, cuya trayectoria fue estudiada en 2004 y se anunció la posibilidad de que impactara contra la Tierra en 2029, otorgándole la categoría 2 en la Escala de Turín. Nuevos estudios más refinados han concluido que no llegará a chocar, por lo que ha regresado al nivel 1, pero pasará a menos de 36.000 kilómetros de la superficie, lo que alterará su trayectoria de manera imposible de prever actual-mente y podría hacer que en 2036 acabase cayendo sobre nuestras cabezas. ¿Acabaremos como los dinosaurios?

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