Símbolos

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“LA ENCINA COMO ÁRBOL NACIONAL: NO ESTÁ PRESENTE EN TODO EL PAÍS PERO OCUPA UNA SUPERFICIE LO BASTANTE REPRESENTATIVA COMO PARA CONVERTIRSE EN EMBLEMA DE TODOS LOS ESPAÑOLES”

Tampoco puede decirse que fuera la de 1990 una década prodigiosa, pero en esos años, sobre todo en la primera mitad, coincidieron una serie de circunstancias muy favorables para el desarrollo de la cultura ecológica. Superando el razonable escepticismo de los más avisados en torno a la Cumbre de la Tierra (Río de Janeiro, 1992) y otros acontecimientos internacionales, desde todos los rincones del planeta se alentaron propuestas e iniciativas que no provocaron cambios profundos, aunque sí han marcado dinámicas irreversibles. Sin ir más lejos, fue en la década de 1990 cuando las energías renovables emprendieron un camino sin retorno, con España situada en los primeros puestos de producción (más de 13.000 megavatios eólicos).

Pero además de las grandes cuestiones, hubo también en esa fructífera etapa un derroche de ideas y debates que, en ocasiones, se quedaban en lo meramente simbólico. Recuerdo, por ejemplo, las reuniones de un colectivo muy heterogéneo para redactar un manifiesto a favor de la declaración de un árbol, una especie arbórea, como emblema nacional, al margen de que luego se formalizara con todas las consecuencias en la simbología del Estado, bandera incluida.

No existían entre los promotores objetivos políticos de ningún tipo sino tan sólo intención pedagógica. Como ya se ha dicho en esta columna, el árbol y el bosque están en el origen de la conciencia ecológica desde tiempos inmemoriales y en un país frecuentemente tachado de arboricida (¿más que el resto?) podría ser oportuno generar un amplio movimiento social de respecto y admiración por el árbol. ¿Qué otra cosa perseguían quienes a finales del siglo XIX comenzaron a celebrar en las escuelas la Fiesta del Árbol en la que participaban miles de niños y maestros y a la que luego se sumaron los ayuntamientos y otras instituciones? Los árboles son los pilares de la patria, decían nuestros mayores.

Un árbol, una especie. Pero ¿cuál? La diversidad paisajística de España no hacía fácil la elección, que aún se complicaba más con la estructura territorial marcada por la Constitución de 1978. Finalmente, aquel colectivo que acabó disolviéndose a los pocos meses de su creación, se inclinó por la encina. La encina como árbol nacional. No está presente en todo el país pero sí ocupa una superficie lo suficientemente representativa como para convertirse en emblema de todos los españoles. ¿Qué aceptación hubiera tenido la propuesta? Nunca lo sabremos.

Traigo a colación esta historia inspirado por una bella crónica del corresponsal de La Vanguardia en Líbano, Tomás Alcoverro, publicada hace unos meses. Comienza así: “Con 100 dólares puede plantar un cedro, con una placa a su nombre y un certificado de propiedad en el monte Makmil, cerca del antiguo bosque de cedros de Becharre. En un vivero crecen lentamente estos árboles que en los tiempos bíblicos cubrieron las montañas de Líbano”.

Destaca Alcoverro que un pariente del millonario mexicano Carlos Slim ha emprendido ya la repoblación de 40.000 ejemplares y cuenta también otras iniciativas promovidas por el Comité Internacional de los Cedros en ese país tan castigado por la violencia. Algo tendrá que ver la guerra con la práctica desaparición de esta especie identitaria de un pueblo, hasta el punto de que la ha incluido en su bandera. El cedro en la bandera de Líbano y la hoja de arce en la de Canadá. Salvo error en el repaso, ningún otro país incluye referencias a la naturaleza, en concreto a los árboles, en sus enseñas nacionales.

Los símbolos son importantes, sin duda, incluso como opción estética, aunque tampoco garantizan nada. Es oportuno recordar de nuevo que la omnipresencia de la naturaleza en la literatura y el arte de la antigua China no han evitado agresiones ambientales tan disparatadas como las de otras culturas más prosaicas, pero ello no justifica en modo alguno que no apoyemos este tipo de iniciativas. Que un pueblo convierta en objetivo prioritario la recuperación de una especie arbórea merece el respeto y la solidaridad de todos. Acaso no llegue la verdadera reconciliación al Líbano hasta que en sus montañas vuelvan a habitar los cedros. Termina su crónica el corresponsal de La Vanguardia: “Hace siglos que los cedros, cantados por la Biblia, los cedros que los hombres de Sidón cortaron para que el rey Salomón erigiese su templo, estos árboles de Dios con los que se construían palacios, edificios, naves de griegos y de egipcios, apenas se entrevén en este país levantino (…) Sólo quedan tres o cuatro centenares de árboles que fueron símbolo glorioso de Líbano (…)”.Algunas amenazas serias penden también sobre nuestros centenarios encinares y alcornocales que podrían ponerlos en peligro a medio plazo. Aunque después de todo no haya manifiestos bienintencionados, ni banderas, ni declaraciones pomposas, su salvación debe convertirse en objetivo nacional. Aun con contradicciones, algo bueno dice de un pueblo el respeto por sus bosques.

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