Lo que hacen los filósofos

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Cuenta Voltaire en su novela corta Micromegas la impresión que le causaron los filósofos a los dos habitantes celestiales de Sirio y Saturno. Cuando les preguntan a qué se dedican, aquellos responden: “Disecamos moscas, medimos líneas, juntamos números; estamos de acuerdo en dos o tres puntos que entendemos, y discutimos sobre dos mil o tres mil que no entendemos”. Y luego de hacerles un somero examen científico, que los sabios superan satisfactoriamente, Micromegas les pregunta cómo es su alma y cómo forman sus ideas. Y se armó el belén, y ninguno se puso de acuerdo.

Los filósofos, antaño sumos sacerdotes de la sabiduría humana e incluso divina, andan ahora de capa caída. Se diría que se han vuelto invisibles para la mayor parte de la sociedad, ya que la mayoría de la gente no siente una gran preocupación por las cuestiones del sentido de la vida, pongamos por caso. Al fin y al cabo, estamos más preocupados por llegar a fin de mes. Sin embargo, es posible que esto haya sido siempre así, es decir, que los filósofos nunca han tenido un gran predicamento en la sociedad.

Y es que ya lo decían los antiguos romanos: “primum vivere deinde philosophari”. En la Roma clásica, el quehacer filosófico estaba englobado dentro del tiempo de otium, destinado a la vida privada y al descanso, por contraposición al negotium, que era el tiempo destinado a las actividades dedicadas al servicio del Estado. Como en la actualidad estos conceptos han perdido gran parte de su valor, pues ambos se refieren a asuntos privados, si bien el negotium hace referencia al mundo laboral, es difícil que los hombres filosofen a la manera de un Cicerón o un Séneca. En realidad, el quehacer filosófico está prácticamente reservado a los profesionales de la filosofía, sobre todo en el ámbito académico, aunque el número de estudiantes disminuye de forma alarmante cada año. Y dado que la Universidad es un coto cerrado, en absoluto poroso al resto de la sociedad, estos viven recluidos en un mundo autorreferencial que no suele captar la atención del gran público. Todo esto sin olvidar que la hiperespecialización académica, propia de nuestros tiempos, aísla todavía más a los filósofos.

La filosofía, como su pariente lejana, la teología, ha perdido buena parte del prestigio de que gozaba en otros tiempos. Y si hubo una época en que la ciencia era una especie de sierva de la filosofía, ahora las cosas han cambiado totalmente. O al menos eso parece. Sin embargo, lo que distingue la filosofía de la ciencia o la religión no es que trate sobre las ideas, sino sobre cómo se manejan, es decir, sobre la argumentación racional.

El problema es que, según el profesor Manuel Cruz, los filósofos no forman, a la manera de los científicos, una comunidad, donde intercambiar ideas. No existen revistas de referencia que certifiquen los avances de la disciplina, ni libros de texto universalmente aceptados. Y el problema es que la consideración profesional de los filósofos no está muy alejada de aquella que reflejaba Cervantes en El Quijote, en el Diálogo entre Babieca y Rocinante, cuando el caballo del Cid Campeador le dice a Rocinante “metafísico estáis”, y el escuálido rucio le responde: “es que no como”.

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